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Juan Vázquez de Mella y Fanjul

Biografía

Vázquez de Mella y Fanjul, Juan. Cangas de Onís (Asturias), 8.VI.1861 – Madrid, 25.II.1928. Orador, político, escritor. Teórico del tradicionalismo legitimista.

Hijo único de Juan Antonio Vázquez Mella y Varela, teniente coronel retirado, con fama de republicano —lo que su hijo siempre negaría después—, natural de Boimorto (La Coruña), y de Teresa Fanjul, de familia del comercio, de acendrada religiosidad y convicciones tradicionalistas, oriunda de Cangas de Onís (Asturias). Allí nació y vivió hasta que —huérfano de padre a los diez años, y tras el descalabro económico de su tío materno Casto, con el que vivieron desde entonces—, se trasladaron a Galicia acogidos por las tías paternas que vivían modestamente en Boimorto.

Cursó la segunda enseñanza en el Colegio-Seminario de Valdediós, entre 1874 y 1877, con calificaciones medianas, siguiendo a continuación los estudios de Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela.

De su época escolar se le recuerda solitario, pensativo e infatigable lector de periódicos, cualidades en absoluto comunes entre los muchachos de su edad.

Entre sus profesores destacaba Menéndez Conde, que acabaría sus días como arzobispo de Valencia y con el que trabó amistad que perduró. En su período universitario no se caracterizó ni por frecuentar demasiado las aulas ni por estudiar con rigor los programas.

En cambio, desinteresado por la abogacía —“ soy abogado y no ejerzo por amor a la justicia”, diría con el tiempo—, leyó y estudio con pasión literatura, historia, filosofía y la parte doctrinal del derecho.

Hizo sus primeras armas oratorias en el Ateneo compostelano y comenzó a adquirir notoriedad como periodista en los años del llamado “cisma integrista”, esto es, cuando —tras la Manifestación de la prensa tradicionalista hecha en Burgos en 1888— arrastró Ramón Nocedal en pos de él a una parte importante —más por lo selecto que por el número—, de la Comunión Católico-Monárquica y Legitimista, fundando el Partido Católico Nacional, conocido como “integrista”. Precisamente Mella escribió para La Restauración, que dirigía el yerno de Aparisi, Francisco de Paula Quereda, una famosa refutación del texto fundacional del nocedalismo. Aunque sus campañas más famosas se estamparon en El Pensamiento Galaico, cuya fama pronto trascendió de la región y se extendió a toda España. El marqués de Cerralbo, a la sazón jefe-delegado de la Comunión Tradicionalista en nombre de don Carlos (VII), se fijó en él y lo invitó a colaborar en el naciente El Correo Español, dirigido nominalmente por Luis María Llauder, que lo era de El Correo Catalán, con el auxilio de Leandro Herrero. Sus artículos fueron casi siempre doctrinales y en general de contenido religioso-político, por más que en ocasiones —las menos— abordara asuntos literarios o sociales. En particular abundó en el tratamiento del “regionalismo”, del que fue adelantado, extendiendo la hasta entonces más circunscrita esfera del “fuerismo”, y dando lugar a un amplio debate en el seno del periódico que concluyó con la victoria de las tesis de Mella.

Pero si cultivó la pluma con éxito pese a los apremios del periodismo, pronto alcanzó también el mayor relieve con la palabra. En efecto, tras unos primeros escarceos por los Círculos carlistas y Ateneos, las Cortes vinieron a ser su auditorio más resonante.

Después de un primer tropiezo, el de su candidatura al Congreso de los Diputados por el distrito de Valls, en las siguientes elecciones, las de 1893, logró el acta por el de Estella, que —fuera por este distrito, o por los de Aoiz y Pamplona, y en los dos últimos años por Oviedo— conservaría hasta 1918. Entre 1900 y 1905, empero, vivió en parte emigrado en Portugal, en parte retirado en Filgueira, dedicado al estudio.

Pronto se hizo notar como uno de los mayores oradores de un parlamento en el que la minoría carlista contaba con representantes tan respetados como Matías Barrio y Mier, Cesáreo Sanz o Joaquín Llorens.

De él se ha dicho que encarnaba la clásica definición de Quintiliano del orador: “Vir bonus dicendi peritus”, así como que era imposible señalar cuál fue su mejor discurso, “pues lo fueron todos”. Ayuntando las preferencias de quienes se han ocupado de su vida y obra, se pueden —entre muchos— señalar los siguientes: aquel, primerizo, de 1893, en que sintetizó críticamente las doctrinas liberales; el de junio de 1896 en la discusión del mensaje de la Corona; los que siguieron al “Desastre” de 1898; el de 1907 sobre el movimiento de la “Solidaridad”; aquellos en los que expuso la doctrina regionalista; el de impugnación de la “ley del Candado”, etc. Pero también fuera de la Cámara: el de 1902 sobre la unión de los católicos, con el título de “La Iglesia independiente en el Estado ateo”; el del Parque de la Salud de Barcelona, en 1903, donde expuso su concepción dinámica de la tradición; el del Teatro Romea, en Murcia, cuando los juegos florales de 1912; el de los “dogmas nacionales”, de 1915, pronunciado en el Teatro de la Zarzuela; el de la Semana Regionalista de Santiago, de 1918, síntesis madura de su concepción sobre el regionalismo; la conferencia del Teatro Goya de Barcelona, en 1921, donde desenvolvió su doctrina sobre la representación, etc.

Iniciado el decenio de los años diez del siglo xx, Mella comenzó a insistir en sus intervenciones públicas en la necesidad del desfondamiento del sistema establecido para la restauración del “orden”. Tesis que los discrepantes como Luis Hernando de Larramendi apodaron de “catastrofista” y que fue combatida singularmente por el catedrático aragonés Salvador Minguijón, que en su libro La crisis del tradicionalismo (1914) dio vida a una nueva corriente “minimista”, que no tardó en salir de la Causa.

La Primera Guerra Mundial, con su estela, alejó a Mella de su Rey, don Jaime. Éste, pese a haber sido coronel del Ejército zarista, y aunque al mismo tiempo tuvo alguna simpatía personal por el bando aliado, fue partidario de la neutralidad de España. Salió de Austria, donde se hallaba, y en París dio indicaciones en tal sentido a los dirigentes carlistas. Mas habiendo regresado después a Austria, fue entonces retenido en su castillo de Frohsdorf por orden del emperador Francisco José, quedando por lo tanto en un primer momento totalmente incomunicado de la dirección de la Comunión. En tal situación de confusión, Mella arrastró al grueso del partido hacia la germanofilia —sin más excepción que la de una exigua minoría aliadófila encabezada por el conde de Melgar—, a través de una brillante campaña que contó incluso con la apariencia de seguir las instrucciones del Rey, que en el fin de la guerra —y recuperada la libertad— hizo público el Manifiesto de París, en el que exigía responsabilidades a quienes no habían seguido sus órdenes. Mella, desairado, salió de la disciplina de la comunión legitimista y fundó el Partido Tradicionalista, con El Pensamiento Español como órgano de expresión. Con todo, no dejó nunca de reconocer a don Jaime, puesto que ni pasó sus adhesiones a la rama “usurpadora”, ni cayó en indiferentismos republicanos ante las formas de gobierno. De ahí que, tras la muerte de los protagonistas de la controversia, don Jaime y Mella, y ya en tiempos del sucesor del primero, don Alfonso Carlos, los “mellistas” volvieran a la disciplina y el “cisma” quedara restañado. Cosa que, por lo demás, ocurriría también por entonces con los “integristas” nocedalianos. Su gran prestigio, y que se tratarse de diferencias sólo estratégicas, y no doctrinales, hicieron que incluso en el fragor de la disputa, el asturiano siguiera siendo considerado por muchos un “leal”. En todo caso, separado de la causa, fue seguido sólo por un puñado de escritores y dirigentes, mientras en cambio las masas permanecieron con el Pretendiente.

A comienzos de 1925 le fue amputada una pierna, lo que le hizo recluirse desde entonces en su domicilio.

Murió en 1928, en medio de grandes muestras de dolor, no sólo del mundo tradicionalista, sino de todas las fuerzas políticas, entre las que gozaba de respeto unánime. Conocido es a este respecto cómo Canovas quiso atraerlo en 1895, ofreciéndole el Ministerio de Gracia y justicia, que Mella rechazó cortés y firmemente. Electo de las Reales Academias Española y de Ciencias Morales y Políticas, no llegó a tomar posesión en ninguna de las dos, por no haber redactado y leído el discurso de ingreso en el plazo reglamentario.

Escribió tan sólo un libro, Filosofía de la Eucaristía, estampado escasos días antes de su muerte, parte de un ambicioso proyecto, Filosofía de la teología, que no llegó ni a esbozar. Su obra —que en la edición de la Junta del Homenaje alcanza treinta volúmenes de unas cuatrocientas páginas cada uno— está compuesta, pues, de transcripciones de sus discursos y conferencias y de sus artículos de prensa. Lo que dificulta su lectura y, si bien le aseguró notable éxito en su tiempo, a la larga ha disminuido su fama para la posteridad.

Juan Vázquez de Mella llegó a la vida política e intelectual en unos años en los que la vivencia del régimen tradicional, característica todavía de mediados del siglo xix, se había ido disolviendo poco a poco, al tiempo que se iba formando un tradicionalismo teórico y desarraigado de los hechos, que es el que ha signado el siglo xx. Aunque la especulación de los altos problemas doctrinales atraía su espíritu con más fuerza que las circunstancias concretas, siempre le acompañó a lo largo de su vida la mordedura de las preocupaciones sociales. Si quienes cooperaron al movimiento social católico en España eran hijos de la encíclica Rerum novarum, ya antes de su publicación en 1891 Mella había escrito numerosos artículos en esa línea, de modo que puede considerársele con toda justicia precursor de muchas de las iniciativas posteriores.

También se le debe, mucho antes de que la filosofía contemporánea —Bergson, los historicistas— operase un cambio fundamental en el cerrado esquema del universo conceptual racionalista, la intuición radical de la temporalidad creadora con referencia, no a la vida espiritual de los individuos, sino a la de las colectividades nacionales o históricas. Vio que en esa evolución concreta que es la historia de los pueblos, en que la vida de los individuos se interpenetra con la de la colectividad, se dan esos mismos caracteres de continuidad acumulativa, temporal e irreversible. Y descubrió que no significaba otra cosa —en la sencillez de un término y el dinamismo de un concepto— la palabra “tradición”. Una tradición que con un foco más formalmente escolástico puede describirse como relación predicamental contingente y como hábito operativo: por ella se van agregando o informando adiciones al alma nacional que superan la contingencia y conforman su identidad, proyectándose dentro de los elementos necesarios para la conservación de la nación.

No puede faltar un acento sobre su construcción del regionalismo y su sugestiva explicación del proceso federativo de España como superposición y espiritualización de los vínculos nacionales. Sin jactancia y con verdad podía decir, pues, en la Semana Regionalista de Santiago de Compostela (1918), que “aún no había surgido a la vida pública la generación catalanista que defiende los principios nacionalistas más aún que regionalistas, y había ido yo ya, en los albores de mi juventud, a Barcelona y había puesto allí mi cátedra, cuando no existía más periódico regionalista que La Renaixença, y cuando asistían a mis conferencias los más caracterizados defensores de la doctrina, Durán y Bas y Guimerá”. Como no concebía la nación al modo polémico y político de los revolucionarios jacobinos, sino de acuerdo con el entendimiento natural y moral de las patrias tradicionales, Mella fue también un patriota curado de espantos nacionalistas.

Quizá sea su teoría de las dos soberanías —la social y la política— la más característica y divulgada de su pensamiento, la que ha alcanzado más fortuna. Frente al sistema mecánico de contención del poder que está en la base del constitucionalismo liberal, la aportación de Mella consistió en subrayar que el absolutismo residía menos en la unidad del poder que en su ilimitación jurídica. Fiel a tal planteamiento relativizó la soberanía política, concretada en el Estado, asegurando por la “soberanía social” —esto es, la jerarquía de las personas colectivas, que desde la familia suben hasta aquél— su contención por una tupida red de poderes orgánicos e institucionales presididos por un designio ético. Aunque desde el seno del pensamiento tradicional, con o sin referencia a Vázquez de Mella, se hayan formulado observaciones a tal doctrina, lo cierto es que refleja un notable esfuerzo por problematizar el concepto de soberanía y que asegura las libertades sociales al sujetar el poder con límites éticos, orgánicos e institucionales.

Todo el pensamiento de Mella está traspasado, finalmente, por el principio vivificador de la religión.

Así, al defender la unidad católica, no hace sino destacar que la convivencia es imposible cuando se la priva de su fundamento comunitario, de modo que, al convertirla en mera coexistencia, se anega por lo mismo toda vida social ordenada. La comunidad humana que verdaderamente merezca ese nombre debe sostenerse sobre una ortodoxia pública. También en este punto fue Mella un adelantado, defendiendo la existencia de una verdad pública que se impone necesariamente para que la sociedad pueda sobrevivir.

 

Obras de ~: Obras completas del Excmo. Sr. D. Juan Vázquez de Mella y Fanjul, Barcelona, Junta del Homenaje, 1931-1947, 30 vols.; Vázquez de Mella: (antología), sel. y pról. de J. Beneyto Pérez, Barcelona, Gráficas Ramón Sopena, 1939; Juan Vázquez de Mella: una antología política, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 1999.

 

Bibl.: R. García y García de Castro, Vázquez de Mella: sus ideas, su persona, Granada, Prieto, 1940; O. Lira, Nostalgia de Vázquez de Mella, Santiago de Chile, Difusión Chilena, 1942; E. Bilbao, La idea de orden como fundamento de una filosofía política en Vázquez de Mella, Madrid, Imp. Vda. de Galo Sáez, 1945; R. Gambra, “El concepto de tradición en la filosofía actual”, Arbor, 9 (1945), págs. 545-573; L. Legaz Lacambra, La idea de Estado en Donoso Cortés y Vázquez de Mella, Santiago de Compostela, Editora Universitaria Compostelana, 1945; R. Gambra, “Vázquez de Mella desde nuestra actualidad española”, Arbor, 67-68 (1951), págs. 457-470; “Estudio preliminar, edición y notas” a Vázquez de Mella, Madrid, 1953; La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, Madrid, Rialp, 1954; J. Caamaño, “Der traditionalistische Staat bei Vázquez de Mella”, Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 41 (1954-1955), págs. 247-272; J. de Encinas, La tradición española y la revolución, Madrid, Rialp, 1958; F. Elías de Tejada, “Juan Vázquez de Mella en su centenario”, Estudios Centro-Americanos, 16 (1961), págs. 589-596; J. Beneyto, “Sociedad y política en Juan Vázquez de Mella”, Revista de Estudios Políticos, 27 (1967), págs. 19-22; M. Rodríguez Carrajo, Vázquez de Mella: su vida y su obra, prol. de V. Marrero, Madrid, Revista “Estudios”, 1973; El pensamiento sociopolítico de Mella, Madrid, Revista “Estudios”, 1974; M. Ferrer, Historia del tradicionalismo español, Madrid-Sevilla, Trajano, 1941-1979, 30 vols.; M. Ayuso, “El pensamiento de Vázquez de Mella: su actualidad sesenta años después”, Verbo, 263-264 (1988), págs. 363-368; R. del Val Martín, La filosofía política de Juan Vázquez de Mella, tesis doctoral, Universidad Pontificia de Comillas, 1988; J. Arostegui, “Estudio preliminar” a Juan Vázquez de Mella: una antología política, op. cit.; J. R. de Andrés Martín, El cisma mellista: historia de una ambición política, Madrid, Actas, 2000; M. Ayuso, “Vázquez de Mella ante el derecho político actual”, Ius Publicum, 6 (2001), págs. 45-51, F. Sevilla, Sociedad y Regionalismo en Vázquez de Mella (La sistematización doctrinal del Carlismo), Madrid, Fundación Ignacio Larramendi y Editorial Actas, 2008.

 

Miguel Ayuso Torres

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