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Alfonso de Castro

Biografía

Castro, Alfonso de. Zamora, c. 1495 – Bruselas (Bélgica), 3.II.1558. Jurista consejero real y teólogo franciscano (OFM).

Nacido en Zamora hacia 1495, hijo natural de una dama zamorana, de la que nacieron también sus hermanos Bautista de Castro y Diego de Castro, éstos hijos del canónigo zamorano Cristóbal de Castro, que agenció su legitimación en 1513, a fin de que pudiesen desempeñar oficios públicos y disfrutar de la condición de hidalgos. Probablemente fue Cristóbal de Castro quien puso a Alfonso y a sus hermanos Bautista y Diego en condiciones de poder seguir los estudios: los gramaticales en su propia ciudad; los universitarios de Artes en Alcalá, antes de 1510, en donde coincide con el jurista Martín de Azpilcueta, llamado posteriormente el doctor Navarro, y los de Teología en Salamanca, siendo ya fraile franciscano. Es probable en contacto con los primeros moradores del colegio cisneriano de San Pedro y San Pablo decidiese por entonces hacerse fraile menor. Su incorporación a la Orden Franciscana acontece en los años 1510-1512, en plena juventud, probablemente en el convento de San Francisco de Salamanca, del que siempre se sintió miembro. Hace una carrera meteórica: estudia y enseña Teología a los frailes franciscanos; resalta como gran predicador; es candidato en plena juventud a las magistraturas provinciales, como en 1524 cuando es elegido custos custodum, es decir, representante de los custodios provinciales o superiores de los distritos, en el próximo capítulo general de la Orden Franciscana que va a celebrarse en Asís en Pentecostés de 1526. Sin embargo, no seguirá la carrera de los honores.

Es posible que haya sido guardián o superior de San Francisco de Salamanca en fechas posteriores y ciertamente fue designado definidor provincial de la provincia de Santiago, en el capítulo de Benavente de 1548.

No fue la cátedra la que le encumbró. No fue maestro ni catedrático salmantino, porque como miembro de la observancia franciscana le estaba vedado este honor, a pesar de lo cual se sintió con ánimos para optar al título de bachiller en Teología, que pudo recibir en la edad madura: en 1535, a sus cuarenta años, cuando ya se desenvolvía en los círculos cortesanos. Acaso la titulación académica se consideraba un apoyo importante para su condición de letrado de la Corona. Fueron el púlpito y el libro los que le pusieron en plena notoriedad en los años en que el Emperador reclutaba letrados y consejeros para sus grandes empresas entre las cuales estaba el anhelado Concilio. Castro se vio metido de lleno en el carro de estos nuevos consejeros.

¿Cuándo se puso en esta pista? Muy tempranamente, hacia 1530, cuando por iniciativa propia o por encargo, redactó un opúsculo sobre la validez del matrimonio de Enrique VIII de Inglaterra y Catalina de Aragón. Era uno de los temas candentes en la agenda política del Emperador y seguramente sus consejeros juzgaron positiva la aportación del profesor franciscano.

Mientras tanto Castro viaja probablemente a Italia, en 1526, entra en contacto con los agentes del Emperador, que busca una buena inteligencia con el Pontificado, que pueda llevar a la coronación imperial. De Italia salta a Flandes, donde el Emperador intenta establecer un estado mayor antiprotestante. Alfonso de Castro llega a esta ciudadela del humanismo europeo lleno de entusiasmo y ardiente de sorpresas. Tiene ante sí un gran compromiso: el tratamiento penal que corresponde a los herejes. Una selva de leyes eclesiásticas y de ordenanzas civiles está ahora sobre su mesa de jurista y teólogo. ¿Cómo ordenarlas y sobre todo cómo valorarlas? Lo dirá profusamente en su libro sobre el justo castigo de los herejes, que es también una antología de tradiciones y prácticas sobre el tema.

En él da cuenta de sus sorpresas en Flandes y Alemania ante los comportamientos de los herejes: cundía por Flandes la tesis de que era preciso endurecer la represión contra los herejes, especialmente cuando quebrantaban sistemáticamente las leyes eclesiásticas y civiles; Lutero y sus seguidores propalaban por Alemania la tesis de que los príncipes podían lícitamente apropiarse los bienes eclesiásticos, puesto que sólo privada de ellos podría purificarse la Iglesia; existían tierras alemanas donde se desafiaba abiertamente a la disciplina católica tradicional, incluso en los usos tradicionales, como el ayuno cuaresmal, como acontecía en el área de Frankfurt, sede de muchas ferias, donde las ventas no suministraban a los huéspedes y transeúntes los alimentos cuaresmales y les obligaban a comer carne; no existían criterios fijos sobre la valoración del castigo de los herejes; en general sus interlocutores censuraban su excesiva mesura que podría dar nuevas alas a los disidentes más audaces; el desorden y ruina que estaba causando el protestantismo había también pecado por parte de las comunidades cristianas: sus prelados mundanos que abandonaban a la grey; sus sacerdotes ignorantes que no educaban; sus predicadores hinchados que no instruían; la ignorancia crasa de las masas populares, sumidas en las supersticiones en casi todos los países entre los que no era excepción la España de sus días en zonas muy caracterizadas, como Cataluña, Navarra y Galicia; era frecuente el abuso de autoridad y la tacha de sospecha en la práctica de la Iglesia: prelados autoritarios que sólo saben condenar o conminar con censuras; tachas de infidelidad hacia los cristianos nuevos, con calificativos infamantes, como los de marranos, hacia cristianos que no tienen culpa de su ascendencia y que quieren ser fieles a Dios en su vida presente.

Resulta obvio, pues, que Alfonso de Castro no se encerró en su mesa de trabajo hasta convertirla en un laboratorio doctrinal. Por el contrario, partió de una base social e histórica, captada por él mismo directamente en las áreas más conflictivas de la Europa en plena revolución religiosa. Por otra parte, tiene a gala ser independiente en su punto de vista. No serán santo Tomás, Duns Escoto u Ockham quienes le lleven necesariamente en su onda. El intelectual puede y debe caminar por su camino propio, respetando e incluso venerando a maestros como a santo Tomas, sin dejarse hipotecar por sus tesis. Es un talante que aprendió en Salamanca y que transmitió a sus mejores discípulos, como Andrés de Vega y Luis de Carvajal.

En 1545, al abrirse el Concilio de Trento, Alfonso de Castro se podía sentir aventajado. Era predicador famoso y había podido editar sus sermones, privilegio excepcional que sólo podían disfrutar los maestros cercanos a los poderosos; era cotizado entre los letrados de los consejos y comisiones de la Corte; conocía el talante de la vida europea en sus áreas más agitadas por la revolución religiosa.

Con estos avales fue citado a ser teólogo de Trento, al lado del obispo de Jaén y cardenal Pedro Pacheco.

Era la nueva atalaya cultural que se le ofrecía a su edad madura de cincuenta años. En este singular observatorio estaba desde julio de 1545, al lado de su valedor el cardenal Pacheco, pero sobre todo del embajador español Diego de Mendoza, el bibliófilo por antonomasia. Era la hora de perfilar definitivamente la segunda edición de su obra contra las herejías y sacarla a la luz en las grandes tipografías de Venecia. Él mismo certifica que hubo de actualizarla considerablemente, especialmente en lo tocante a la revolución luterana. Pudo revisar los textos del heresiarca y de sus correligionarios, que el embajador Mendoza tenía a disposición de los teólogos tridentinos y afinar muchas opiniones.

Estaba en Trento en una situación singular. Con los franciscanos Vicente Lunel y Andrés de Vega, formaba el trío de letrados que asistían a Pacheco, afianzando su liderazgo impetuoso en las sesiones conciliares.

De alguna manera Pacheco se había constituido en piloto del barco conciliar durante la primera etapa conciliar (1545-1547). Por lo que toca a Castro, encuentra su primera cita comprometida el 11 de febrero de 1546, cuando se discute la recepción de la Escritura y de la Tradición en la Iglesia y se entra concretamente en el tema de la canonicidad de algunos libros bíblicos y de las versiones vulgares de los mismos.

Castro se empleó a fondo en rebatir algunas dudas de los teólogos sobre la canonicidad de algunos libros bíblicos que negaban teólogos pioneros, como el cardenal Cayetano. Sin embargo, la situación del cristianismo llevaba inevitablemente hacia otra dimensión bíblica: las versiones vulgares en circulación.

La postura española, de simple prohibición, en su día dictada por los Reyes Católicos, no podía universalizarse, por más que Pacheco y su consejero Castro lo deseasen. De hecho no se emitió un decreto negativo y más bien se pensó en crear una disciplina rigurosa de respeto y cautela en el uso vulgar de los textos sagrados por los predicadores y docentes (15 de junio de 1546). Sin duda pesaba lo suyo el erasmismo residual que muchos letrados de Trento conservaban, entre los cuales figura el mismo Castro, que no duda en proclamar su admiración por Erasmo como piadoso y sabio.

Al mismo tiempo dirigió su esfuerzo hacia la definición de la Tradición. Tras un mes de estudio del tema, pasando periódicamente por la criba de los obispos y de los letrados, el 17 de marzo sus formulaciones ya formaban parte de un nuevo decreto conciliar, siempre al amparo del cardenal Pedro Pacheco.

Con ser temas arduos, fueron apenas el aperitivo para adentrarse en otros más candentes y discutidos: el pecado original del hombre, que entraba en estudio en mayo de 1546, y no podría pasar sin alusiones a la preservación de la Virgen María, el célebre Privilegio de la Inmaculada Concepción de María; la Justificación, artículo tan profundamente elucubrado por su colega Andrés de Vega, que, sin embargo, no conquistaba aceptación mayoritaria para sus formulaciones.

Castro estuvo presente, al lado de su cardenal Pacheco, pero se le vio cada vez más ajeno a las disputas.

Acaso estaba agotado. Acaso estaba absorbido por la preparación de su segunda edición de su libro De iusta haereticorum punitione. En todo caso, en la primavera de 1547, acontecía algo mucho peor: había cansancio en el trabajo y miedo a la peste, en Trento, y la mayoría de los conciliares convinieron en marcharse a Bolonia y continuar allí las tareas. Castro hubo de decidir: o quedarse en Trento estoicamente al lado de su amo Pacheco o retirarse a descansar a su amada Salamanca. Fue esta segunda opción la elegida: en octubre de 1547 estaba en Salamanca y entregaba a la imprenta sus mejores escritos: el nuevo libro De potestate legis poenalis (Salamanca, 1550), que le consagró como creador del Derecho Penal; y la segunda edición de su obra sobre el castigo de los herejes.

En este redondo año cincuenta, Alfonso de Castro tiene nombre universal. Acaso por honrarle, le nombran guardián del convento de Salamanca, en el capítulo provincial de Benavente de 1548. Como teólogo y superior religioso, recibe ahora misivas de los grandes parientes y agentes de la Monarquía. La más trascendente es la del Emperador, que le ordena su vuelta a Trento para trabajar en la segunda etapa conciliar, de 1551-1552. En este momento es más que el dialéctico de las grandes causas, el sabio de repertorio.

Ha puesto en marcha su obra Adversus omnes haereses, que es un verdadero archivo de los errores en curso. Ofrece fruta en sazón en un momento en que el Concilio aborda con cierta prisa el tema sacramental, principalmente el Orden y la Eucaristía. La andadura conciliar parece ahora más suave y rápida. Pero de nuevo cae sobre Trento el vendaval: el miedo a que el traidor Mauricio de Sajonia caiga sobre la sede conciliar, que se expande en la primavera de 1552 y fuerza a abandonar de nuevo Trento, contra la voluntad de los españoles y el designio explícito de Castro.

El pánico cunde y el Concilio se cierra.

El maestro Castro, cercano a los sesenta años, tuvo seguramente sensación de haber rematado su tarea de ariete intelectual. Regresará de nuevo a Salamanca y pertenecerá al senado de los sabios. Seguirá recibiendo consultas puntuales de consejeros reales, a las que contesta con libertad, como en el caso de la licitud o no del tráfico de esclavos negros en Indias o en el más comprometedor de la proyectada desamortización eclesiástica. A pesar de todo, se le busca y se le honra. En el verano de 1553 recibe del príncipe Felipe el título de predicador real. En el verano de 1554 es llamado a formar la comitiva que acompaña a Felipe II a Inglaterra para su matrimonio con María Tudor.

Una nueva experiencia, esta vez más rica en perspectivas religiosas, porque Castro cree que el pueblo inglés puede retornar al credo católico siempre que se le trate con dulzura, siendo especialmente generosos con los condenados por delitos de herejía. Fueron dos años escasos en que nada terminó enderezándose.

Por otra parte, Felipe II y sus consejeros tenían otras urgencias y se situaban en un escenario más propicio para buscarles soluciones. A finales de 1555 se movían por Flandes y decidían desde Bruselas y Amberes.

Era la hora de los grandes desafíos para el joven Felipe II. Chocaba estrepitosamente con el papa Caraffa, Paulo IV, y recababa memoriales de sus letrados sobre la licitud de su desafío a las posturas injustas del Papa. Le interesaba la opinión de Castro y la recabó directamente, bien sabiendo que nunca condenaría su respuesta intimidatoria al Pontífice. El viejo maestro sabe aprovechar la ocasión para confeccionar una propuesta de envergadura. Lo que interesaba era la Reforma de la Iglesia. Un concilio nacional, celebrado bajo la presidencia de un delegado pontificio, posiblemente español, que formulase los grandes principios de la reforma beneficial y pastoral.

Así llega Castro a 1558. Es más que sesentón y venerable en los círculos de la Corte. Felipe II piensa en darle la última recompensa. Será arzobispo de Compostela, la dignidad que acaba de dejar vacante el dominico fray Juan Álvarez de Toledo. Éste, un abanderado de la Reforma, si bien parapetado en los despachos romanos, sería sucedido por otro abanderado de la Reforma y de la Monarquía. Era el designio pero no será la corona, porque Castro muere en Bruselas, el 3 de febrero de 1558. El pregón de su designación se convierte en oración fúnebre por un servidor de la Monarquía católica. Por otra parte, la estima de Felipe II hacia el difunto es aprovechada por sus hermanos, Diego y Bautista, que consiguen de Felipe II una cédula real recomendándolos al Consejo de Hacienda para que les otorgue el trato fiscal de hidalgos.

 

Obras de ~: Adversus omnes haereses, Paris, Ascensio, 1534; Homiliae, Salamanca, Rodrigo de Castañeda, 1537; De justa haereticorum punitione, Salamanca, Juan de Junta, 1547; De potestate legis poenalis, Salamanca, Andrés de Potonaris, 1550.

 

Bibl.: VV. AA., “Fray Alfonso de Castro, Teólogo y jurista. Estudio sobre su figura y su ciencia teológica y jurídica, 1558-1958”, en Liceo Franciscano, 12 (1958), págs. 3-532; M. de Castro y Castro, “Castro, Alfonso de”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell, Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, págs. 381-382; M. de Castro y Castro, Escritores de la provincia franciscana de Santiago, siglos XIII-XIX, Santiago de Compostela, 1996, págs. 66-85.

 

José García Oro, OFM

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