Samper Ibáñez, Ricardo. Valencia, 25.VIII.1881 – Ginebra (Suiza), 27.X.1938. Político, abogado, ministro.
Al proclamarse la Segunda República en medio de una algazara muy extendida, Ricardo Samper era una auténtica figura de la política de una de las ciudades en que la instauración del régimen advenido el 14 de abril de 1931 fue recibido con mayor zalagarda: Valencia. Desde una infancia enmarcada por la pobreza y presidida por el esfuerzo indesmayable, toda la existencia del que más tarde se presentaría como uno de los hombres públicos con mayor caudal de autoridad y respeto del hervoroso mundo de la política valenciana, había transcurrido en los límites de la ciudad del Turia. Obligado por la menesterosidad de su hogar a trabajar de firme en diversos oficios mientras cursaba por libre la segunda enseñanza y la superior, había ganado en edad muy temprana una plaza de funcionario de la Diputación Provincial, de cuyo cuerpo técnico sería elemento relevante durante el quinquenio 1906‑1911. Oficial de notaría antes de ejercer con prestigio creciente la abogacía en un despacho propio, su cursus honorum se desarrolló por completo en las instituciones locales.
Diputado provincial y concejal del Ayuntamiento, regiría el Municipio valenciano entre 1920 y 1922 con sólidas credenciales de conocimiento y competencia en los mil y un asuntos de una corporación de la vitalidad y complejidad de la Casa Grande valenciana.
Si uniforme y rectilínea fue su biografía política, no lo fue menos, desde luego, su trayectoria ideológica, al militar siempre en la fracción más templada del radicalismo blasquista. Personalidad señalada del Partido de Unió Republicana Autonomista (PURA), se descubriría como uno de sus ideólogos sobresalientes, a través singularmente de una colaboración regular en su órgano de expresión, el diario valenciano El Pueblo. Las tesis y postulados del republicanismo federalista de Francisco Pi i Margall actualizados y adaptados a la realidad valenciana por Vicente Blasco Ibáñez —a quien Ricardo Samper homenajeó con un discurso pronunciado en 1933— constituirían los principios inspiradores de su obra doctrinal, de vitola retórica y tono romántico y un punto delicuescente. Tal característica del blasquismo y sus intelectuales alcanzaría en él, como en el resto de sus camaradas —en especial, en el líder del partido, Sigfrido Blasco Ibáñez—, su punto culminante en el momento de abogar en los inicios de la Segunda República por un Estatuto de Autonomía. De ardido adalid por su inmediata consecución a nivel provincial o regional, Samper y la plana mayor del PURA, desencantados por la fría respuesta obtenida en Castellón y Alicante, englobarían su proyecto en la arquitectura general del nuevo Estado...
El fuerte liderazgo de Sigfrido Blasco Ibáñez, coincidente con el deslizamiento extremista del autonomismo valenciano, provocó al tiempo que su relativo apartamiento y preterición locales, el “descubrimiento” y la valoración nacionales por un Lerroux y un régimen, la República, a la husma acezante de políticos con peso y entidad específicos. Su envidiable bagaje burocrático, extensa cultura jurídica y amplia experiencia de gobierno, le concedieron desde un primer momento en las Cortes inaugurales del régimen republicano una audiencia considerable, peraltada con sus notables dotes oratorias. Su primera intervención parlamentaria le catapultó ya a la fama, al presentar el 6 de octubre de 1931 un voto particular al proyecto de la Comisión Parlamentaria relativo al tema de la consideración social y jurídica de la propiedad. La definición y tendencia abiertamente socializantes —se llegaban a defender las expropiaciones sin indemnización estatal—, recibían en aquél un completo rechazo en nombre del ordenamiento liberal de la convivencia y del estado de Derecho. Incorporado a partir de entonces por Alejandro Lerroux al Estado Mayor del Partido Radical, no es sorprendente que, al constituir el político cordobés su primer gabinete al producirse el abandono del poder de Azaña a consecuencia de la adversa votación parlamentaria para la presidencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, pilotase la difícil cartera ministerial de Trabajo y Previsión Social. Corta fue su estancia en ella (del 12 de septiembre al 8 de octubre de 1933), como lo sería igualmente la rectoría de la de Industria y Comercio (del 16 de diciembre de 1933 al 28 de abril de 1934). Con todo, suficiente quizá para que un gobernante de sus aptitudes tomase el pulso a algunos de los problemas capitales del país y adoptase varias iniciativas de positivos resultados. En cualquier caso, su desempeño no fue grisáceo al confirmarlo, en la disidencia del Partido Radical encarnada por Diego Martínez Barrio y sus seguidores, como uno de los pilares más sólidos de la formación lerrouxista. Sino que ésta se vería de nuevo conmocionada por el inesperado encargo del presidente Alcala‑Zamora a Samper de encabezar el gabinete que sustituyera al de un Lerroux ignorante por completo de la decisión de aquél hasta serle noticiada por su estrecho colaborador valenciano. El vidrioso y controvertido asunto de la Ley de amnistía para los condenados por participar en el frustrado golpe de Estado de agosto de 1932, que enfrentaría ásperamente al caudillo radical con el presidente de la República y aún con un caracterizado sector de su propia militancia, estaba en la raíz de la solicitud de Alcalá Zamora al político valenciano para hacerse cargo del poder. Muy discutida dentro y fuera de las filas radicales, la asunción de las máximas responsabilidades gobernantes por Samper, sin abrir un nuevo cisma en el lerrouxismo, agrietó algo más la estructura de un partido en el que muchos españoles de una época ganada irrefrenablemente por la polarización, depositaban sus esperanzas, y un sector notable de la historiografía contemporaneísta realza su valor y papel en el establishment del 14 de abril, que nunca se decidió por entero a jugar su carta. La controversia que envolviera en su tiempo la etapa samperiana de la Segunda República se ha prolongado así hasta nuestros días, encuadrando de ordinario a dicha fase en un análisis peyorativo cuando no denostador, en los que, a las veces, aflora el mismo tinte maniqueo presente en el convulsionado período referido. Por encima de los muchos errores y deficiencias de dicha etapa, ello ha impedido hacer justicia a los innegables logros que cabe y debe registrarse en su transcurso. En la merecida loanza suscitada en buen número de los especialistas en su estudio por la positiva obra de gobierno desplegada por los distintos ministerios del llamado bienio radical‑cedista, la desarrollada por el de Samper es sin duda acreedora también en ciertos aspectos de aplauso y elogio. Acusada invariablemente de debilidad, su gestión fue, sin embargo, en diversos planos y en un país atravesado de corrientes rupturistas, un ejemplo del mantenimiento del orden y del principio de autoridad, sobre todo en sus inicios. La firme actitud de su gobierno, personificada en Rafael Salazar, frente a la huelga campesina del verano de 1934 comparece para testimoniarlo irrefragablemente.
Empero, la cita de las caras positivas del gabinete no es obstáculo para reconocer que la crítica coyuntura de la nación, provocada sustancialmente por el frontal repudio de la inmensa mayoría de las formaciones de izquierdas a un gobierno cedista, acabó por superar los muros de contención que el lerrouxismo habíase afanado por construir desde los inicios de 1934, ante la contestación generalizada y radical de la izquierda al irreprochable triunfo electoral de su adversario en los comicios del otoño de 1933. Desde el momento mismo de su botadura, el gobierno afrontó desafíos de grandes dimensiones, que sometieron a dura prueba no sólo la fortaleza de su ministerio, sino también del propio régimen. Coincidente con su llegada al poder, el barcelonés Instituto de San Isidro, impulsado y apoyado en su iniciativa por la Lliga en bloque, presentaba ante el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República un recurso para suspender la Ley de Contratos de Cultivos aprobada por el Parlamento de Cataluña. El fallo del Tribunal, favorable a la solicitud de la patronal catalana al declarar la incompetencia legal y jurídica de aquél, alcanzó ruidoso eco negativo en la izquierda del Principado y de todo el país. Pese a ello, consciente de su escaso y precario apoyo parlamentario, el ministerio, ante el recrudecimiento de la actitud desafiante de la Cámara legislativa catalana al refrendar íntegramente su acuerdo inicial, se abstuvo de imponerla, optando por entrar en un nuevo proceso negociador, harto elocuente de su debilidad última. Alguna firmeza más reveló el gabinete en su postura cara a otro frente oposicionista abierto en el trepidante verano de 1934. Esta vez asistido —aunque con renitencia— de las formaciones conservadoras, el gobierno se resistió a las pretensiones nacionalistas vascas en pro de una autonomía casi rupturista, especialmente, en materia fiscal. Ulcerados por la decisión de las Cortes de acabar con los impuestos edilicios sobre el vino, los Ayuntamientos del País Vasco, heridos en sus intereses y contrariados por lo que consideraban una agresión al Concierto Económico del que disfrutaban en su relación impositiva con el Estado, levantaron una verdadera fronda antimadrileña. Pero también aquí, el intento de aproximación esbozado entre el sector socialista vasco liderado por Prieto y ciertos círculos del Partido Nacionalista Vasco, con motivo de la Asamblea de Ayuntamientos Vascos a mediados de agosto, vino a ratificar el carácter ya por estas fechas de absoluta provisionalidad de un gabinete con fecha de inminente caducidad. Más, sin duda, fue otra contestación parlamentaria y periodística —la surgida por el insistente rumor que saliera de los mentideros y círculos políticos durante el verano del inminente ultimátum del dirigente cedista Gil Robles al presidente de la República de exigir la insoslayable asunción del lado de su partido de las responsabilidades gobernantes— la que acabó por exponer en toda su crudeza el agotamiento del cometido que había venido a cumplir el ministerio del político valenciano. Desde diversos lugares del arco parlamentario y de las fuerzas situadas extramuros del sistema, la izquierda proclamó a los cuatro vientos su decidida voluntad de oponerse —aun con las armas— a la formación de un gobierno presidido o conformado mayoritariamente por la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). En el propio Partido Socialista, una de las columnas del régimen desde su implantación, una arrolladora tendencia rupturista se abriría paso entre su militancia, secundada y espoleada en ciertos casos en sus amenazas bélicas por dirigentes como Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto.
La tesitura, en verdad, no podía ser más grave cuando a mediados de septiembre el curso parlamentario echase a andar. Los incontables esfuerzos y múltiples negociaciones de Alcala‑Zamora para apuntalar con el respaldo de las minorías conservadoras al crecientemente capitidisminuido gabinete, se evidenciaron finalmente estériles ante la imperiosa demanda del poder del lado de Gil Robles y su partido. En una sesión con tintes en ocasiones dramáticos, las Cortes negaron la confianza al ministerio encabezado por el político valenciano para continuar gobernando al país. Su sustituto, A. Lerroux, procuró, sin embargo, endulzar su amargura al mismo tiempo que asegurarse el concurso de un personaje valioso y, en definitiva, leal designándolo para ocupar la cartera de Estado. Con el fin del año 1934, para él mirabilis y terrible, terminaba igualmente la vida política activa de Samper. Su retirada estaba llena de simbolismo. Con su ocaso, también se ponía el sol sobre algunos de los proyectos de convivencia española más modernos e ilusionantes para la construcción de un sistema de libertades encuadrado en coordenadas de absoluto pluralismo y primacía de las leyes, con tolerancia cero para la insolidaridad y la apelación a la violencia. Su triste suerte final, cuando en medio de desventuras sin cuentas y peripecias infinitas, lograra por último salir de España para establecerse en Suiza, semejó refrendar el destino trágico de un hombre pacífico, que hizo de la concordia el norte de su existencia.
“Resolví la dificultad [de formar Gobierno en abril de 1934] encargando al ministro radical de cuyas condiciones tenía mejor idea. Fue Samper, inteligentísimo, culto y sutil levantino, quien figura con razón en mis recuerdos dentro de la primera terna de presidentes del consejo. No podía mostrar y tal vez no tenía la talla que como figura política total tuviese Azaña, pero le aventajaba en diligente y cuidadosa dirección de la obra ministerial, a la que atendía en todas sus ramas por igual, sin la especializada preparación que tuvo Chapaprieta por lo económico y financiero [...] Esos tres presidentes eran capaces de enterarse y de enterarme de todo: Samper se propuso hacerlo siempre y más bien con exceso de prolijidad, explicando la solución, las objeciones, la réplica y la súplica y buscando todavía sugerir reflexiones que completaran su minucioso estudio” (N. Alcalá-Zamora, 1977: 274). “Aunque no careciera el nuevo presidente (del Consejo de Ministros) de dotes de inteligencia, le faltaba en absoluto la energía. Por eso mismo le escogió el señor Alcala‑Zamora, deseoso de tener un jefe de Gobierno dócil a sus más ligeras indicaciones.
El presidente de la República, ávido de poder personal y con una limitada mentalidad de cacique, procuró siempre crear en los partidos segundas figuras, ligadas a él por el agradecimiento, a las que fuera fácil enfrentar con los jefes en cualquier momento.
Con ministros débiles y partidos fragmentados, serían posibles sus constantes e intolerables intromisiones” (J. M.ª Gil Robles, 1968: 122). A la vista de estos disímiles enfoques, cabría afirmar que, en realidad, tan contrapuestas semblanzas encierran la clave no sólo de su personalidad política, sino de la misma suerte de la segunda república. Cuando desde las mismas fuerzas centristas se ponía bajo tela de juicio la moderación, la convivencia pluralista y democrática quedaba herida de muerte. Ricardo Samper fue, en efecto, un destacado miembro de la gavilla de hombres de concordia que, a un lado y otro del espectro republicano, acabarían por ser orillados de la escena pública, con fatales resultados para el régimen advenido el 14 de abril de 1931.
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José Manuel Cuenca Toribio