Barroso, Constanza. Valladolid, c. 1441 – Toledo, c. 1611. Abadesa cisterciense (OCist.), mística y promotora de la Orden Concepcionista.
Fue una de las religiosas más célebres del siglo xv, tanto en su monasterio como a nivel nacional, por haber tenido fama de verdadera santa, llegando a presidir los destinos de su monasterio a fines del siglo xv y en los comienzos del xvi. Contemporánea de santa Beatriz de Silva, pasó muchos años recluida entre las religiosas de Santo Domingo el Antiguo y en otros monasterios, y es conocido que tomó parte activa a la hora de echar los cimientos de la nueva orden en honor de la Virgen Inmaculada. Aún más, “se tiene por cierto que la devoción que tuvo Doña Beatriz de Silua a fundar el hábito debaxo de la Regla de san Benito y según el Instituto Cisterciense, fue por haber tratado familiarmente y con mucha amistad con Doña Constanza Barroso”. Por si fuera poco, añaden que hasta le proporcionó algunas religiosas para que en el convento de Santa Fe instruyeran en las observancias del Císter a las primeras aspirantes a la Orden fundada por Beatriz de Silva. Ella fue la que despertó en la santa aquella predilección por la Orden del Císter en el momento de fundar la nueva orden bajo el patrocinio de la Virgen Inmaculada. Prefería la orden cisterciense por ser precisamente tan señalada en la devoción mariana, que tenía por norma consagrar todos los monasterios a la Santísima Virgen.
Está demostrado que, aunque es posible que anduviera probando diversas observancias en Toledo para descubrir cuál era la más apropiada para poner por fundamento de la nueva orden que se disponía crear, al fin optó por la cisterciense, como se ve en el texto de la bula conseguida del papa en la que campea exclusivamente la orientación cisterciense. El hecho de que los padres franciscanos estuvieran presentes en los primeros momentos, y continuaran las relaciones con ellos durante los primeros años, fue motivo de que luego las indujeran a cambiar de reglas, pero esto fue bastante después de morir la santa, y ajeno a sus deseos claros de que siguieran las normas del Císter. Se acusa a los monjes del Císter de que no se preocuparon de ellas en los primeros tiempos. Es cierto, pero esto tiene una clara explicación. Cuando la santa puso en marcha su orden y obtuvo la bula pontificia por la cual se creaba la orden concepcionista, bastantes problemas tenían los monjes del Císter entonces, por hallarse embarcados en la creación de la congregación de Castilla, que se encargó de renovar la vida en todos los monasterios cistercienses del noroeste español.
Si la fundación de la orden concepcionista hubiera sucedido un siglo más tarde, sin duda los cistercienses habrían estado en todo momento al lado de santa Beatriz, por haber llegado a florecer en ella grandes maestros de la cultura y la espiritualidad.
“Fue Doña Constança Barroso —escribe fray Francisco de Bivar— una de las esposas más queridas que tuvo Dios entonces en el mundo, a quien y por quien hizo su misericordia grandísima y muy señaladas mercedes y regalos. Llegó la familiaridad que con Christo tuvo a tanto, que como otro Jacob la hablaba muchas veces cara a cara”. El Señor satisfizo los deseos de su sierva, declarando en una ocasión lo que ella deseaba, llenándola de un gozo inenarrable. Con este amor entrañable a Dios, a Jesucristo crucificado, crecía lozano el amor ternísimo hacia la Santísima Virgen, precisamente en el misterio de la Inmaculada Concepción, siendo émula, o mejor, hermana gemela de santa Beatriz de Silva, el apóstol de la puridad virginal de la Virgen en el siglo xv.
Después de una vida larga, en su mayor parte al frente de la comunidad, Dios la llamó para darle el premio de los santos. Así se puede deducir de las cortas noticias de que se halla salpicada la crónica del monasterio.
Dicen que, abierto su sepulcro algunos años después, se halló su cuerpo íntegro, natural y flexible, “en la misma disposición que le habían puesto: las carnes tan llenas y tan tratables, como si el alma las diera vida”. A vista de esta maravilla, le cambiaron los hábitos, los repartieron como preciada reliquia y fue trasladada al sepulcro de otra alma santa, doña Madre. Pasado más de medio siglo, otra vez abrieron el sepulcro y de nuevo pudieron presenciar las religiosas idéntico fenómeno sobrenatural. Cambiaron otra vez sus hábitos, interviniendo en esta operación una religiosa muy anciana, la misma que precisamente la vez anterior se los había cambiado.
Fuentes y bibl.: Archivo del Monasterio de San Clemente (Toledo).
F. de Bivar, Historias admirables de las más ilustres entre las menos conocidas santas que hay en el cielo, Valladolid, Gerónymo Murillo, 1618, fols. 15v. y ss.; P. de Ciria Raxis, Vidas de santas y mujeres ilustres de el orden de S. Benito, t. I, Granada, 1684, págs. 260-262; D. Yáñez Neira, “San Clemente de Toledo (1175-1975)”, en Cistercium, XXVII (1975), págs. 235-236.
Damián Yáñez Neira, OCSO