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Teresa de Cartagena

Biografía

Cartagena, Teresa de. ¿Burgos?, c. 1425 – ú. t. s. xv. Monja franciscana (OFM) y después cister­ciense (OCist.), escritora.

Nacida dentro de una distinguida familia de con­versos; su abuelo, Salomón Haleví, era el rabino principal de la ciudad de Burgos. Tras su conversión en 1390, Salomón adoptó el nombre de Pablo de Santa María y fue nombrado obispo de Burgos. Cul­tivó la poesía y fue un afamado escritor de tratados exegéticos. Entre otros parientes de Teresa destacan el cronista Alvar García de Santa María, tío abuelo suyo, y Alfonso de Cartagena, también su tío, tra­ductor de Cicerón y Séneca y autor de obras didác­ticas, tanto en latín como en castellano. En general, puede decirse que toda la familia Cartagena fue so­cial e intelectualmente prominente. La misma Teresa afirma haber estudiado en la Universidad de Sala­manca, aunque no está claro lo que quiere decir con esta declaración.

Hacia 1440 Teresa se hizo monja franciscana, pero en abril de 1449 se cambió a la Orden cisterciense. Entre los veinte y los cuarenta años de edad, Teresa perdió la audición, experiencia que ella describe como una “niebla de tristeza tenporal e humana” que “cu­brió los términos de mi bevir e con un espeso tor­vellino de angustiosas pasyones me llevó a una ýn­sula que se llama ‘Oprobrium hominum et abiecio plebis’”. El acto de escribir se convierte entonces en un medio de autoconsolación y también de comunicación.

La obra principal de Teresa, Arboleda de los en­fermos, se compuso durante los años setenta del si­glo xv y está dedicada a demostrar los beneficios espirituales de las dolencias del cuerpo. El tema de la enfermedad, utilizado como metáfora por otros escritores, es a la vez figurativo y literal en la obra de Teresa, ya que ella usa su propia sordera como ejemplo para sus lectores y oyentes. Arboleda es, por tanto, notable por su conjunción de la experiencia personal y los lugares comunes de la literatura de espiritualidad, ya que la monja respalda sus observa­ciones invocando a la vez su propia experiencia, por un lado, y las fuentes escritas, generalmente bíblicas y patrísticas, por otro.

La idea principal de Arboleda es la de que el sufri­miento nacido de la enfermedad es en realidad be­neficioso porque, a través del cultivo de la paciencia como virtud, la enfermedad física puede llevar a la salud espiritual y, por tanto, a la salvación. De ahí que Teresa considere su sordera como una bendición porque la ha librado de escuchar los ruidos munda­nos que podrían ahogar las beneficiosas doctrinas de Dios.

Todo el tratado es básicamente un comentario so­bre el Salmo 45:10 (“Oye, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre”) y el Salmo 32:9 (“No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acer­can a ti”). De ellos, Teresa infiere que debe escuchar con el oído del alma y abandonar la casa de su pa­dre (el pecado) y su pueblo (los deseos terrenales). Más aún, el cabestro (la razón) y el freno (la modera­ción) deben contener las mandíbulas (los vanos de­seos). Continuando con su lectura autobiográfica de las Sagradas Escrituras, Teresa precisa que es su en­fermedad la que ha servido como cabestro y freno a la vez para librarla de comer aquellos platos dañinos para su salud espiritual.

Algún tiempo después de que el manuscrito de Ar­boleda comenzara a circular, Teresa fue criticada por haber escrito un tratado espiritual, una actividad con­siderada propia de hombres. Además, algunos la acu­saron de haberlo copiado todo de libros ajenos. En respuesta, Teresa compuso Admiraçión operum Dey, obra en la que defiende fogosamente su autoría de Arboleda y su derecho a la expresión literaria. En la introducción, la escritora hace hincapié en el tema de la gracia divina, ya que, sólo por la gracia de Dios, su débil intelecto femenino pudo componer Arboleda. El tratado, observa, causó gran asombro no por su con­tenido, sino por haber sido escrito por una mujer.

Las habilidades intelectuales del varón, les recuerda a sus lectores, no son inherentes a su calidad de tal, sino que constituyen un regalo divino. Si Dios con­cede ciertos dones al sexo masculino, no es porque quiera beneficiar a ese sexo más que al femenino. Teresa afirma que, aunque Dios hizo al hombre más fuerte, atrevido y valiente, y a la mujer cobarde y dé­bil, la naturaleza humana es una sola. El hombre y la mujer forman una especie de equipo y ninguno de los dos puede considerarse mejor que el otro. Si bien las diferencias entre los sexos están dispuestas por el or­den divino, de manera que uno complementa al otro, Dios no ha establecido una jerarquía entre ellos. La escritora sugiere así que cualquier noción de dominio que tenga que ver con el sexo es una construcción so­cial humana, no un reflejo de la voluntad divina.

La monja insiste en que Dios inspira trabajos no­tables, tanto en los hombres como en las mujeres, y entre las maravillosas obras del Creador se incluye el inspirar a una mujer para escribir un tratado espiri­tual. Teresa admite que este tipo de actividad eru­dita no es propia de mujeres, y que resulta tan poco común como que una mujer tome una espada para defender su patria. Sin embargo, la Judith bíblica, en­grandecida por la gracia divina, empuñó la espada. Si Dios pudo inspirar a Judith a tomar la espada, ¿no sería más fácil para Él inspirar a una mujer a tomar la pluma? Teresa, por tanto, defiende su acto de escribir, haciendo explícita la comparación entre ella y Judith, ya que ambas fueron inspiradas por la gracia divina a tomar instrumentos típicamente masculinos.

Admiraçión termina con otro ejemplo de la lectura autobiográfica de la Biblia, estratagema mediante la cual Teresa reclama la autoría de Arboleda que algu­nos de sus detractores le habían negado. La escritora compara su intelecto, al que Dios ha inspirado para escribir Arboleda, con el hombre ciego que Cristo co­noció en el camino de Jericó (Lucas 18:35-43). Al principio, Teresa relata en tercera persona cómo su intelecto implora al Hijo de David su misericordia, y luego, de repente, se introduce a sí misma en la na­rración bíblica pasando a usar la primera persona y se imagina implorando a Cristo desde la orilla de las ca­lles de Jericó. En la interpretación alegórica que sigue explica que así como Cristo curó al ciego, Él también, el médico verdadero, la curó a ella y le permitió ver la luz y componer su Arboleda. Por lo tanto, aquellos que dudan de que ella haya escrito Arboleda deben abandonar su incredulidad y, en cambio, maravillarse del poder del Señor.

Teresa de Cartagena destaca como una de las pocas escritoras de la España medieval. Es además notable no sólo por escribir un tratado espiritual en una época en que tal actividad no se consideraba propia de mu­jeres, sino también por haber tenido el coraje de de­fender su acción. Después de siglos de olvido, Teresa de Cartagena fue recuperada en la segunda mitad del siglo xx, gracias al interés creciente por la historia de la mujer y la escritura femenina.

 

Obras de ~: Arboleda de los enfermos. Admiraçión operum Dey, ed. Lewis Joseph Hutton, Madrid, Anejos del Boletín de la Real Academia Española, 1967.

 

Bibl.: A. Deyermond, “‘El convento de dolencias’: The Works of Teresa de Cartagena”, en Journal of Hispanic Phi­lology, 1 (1976), págs. 19-29; R. E. Surtz, “Image patterns in Teresa de Cartagena’s Arboleda de los enfermos”, en La Chispa’87: Selected Proceedings of the Eighth Louisiana Con­ference on Hispanic Languages and Literatures, New Orleans, Tulane University, 1987, págs. 297-304; R. E. Surtz, Writing Women in Late Medieval and Early Modern Spain: The Mothers of Saint Teresa of Avila, Philadelphia, University of Pennsyl­vania Press, 1995, págs. 21-40; D. Seidenspinner-Núñez, The Writings of Teresa de Cartagena, Cambridge, D. S. Brewer, 1998, págs. 113-138; C. Segura Graíño, Diccionario de mu­jeres célebres, Madrid, Espasa Calpe, 1998; Y. Kim y D. Sei­denspinner-Núñez, “Historicizing Teresa: New Documents Regarding Teresa de Cartagena”, en La Crónica, 32, 2 (2004), págs. 121-150.

 

Ronald E. Surtz

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