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Diego de Vargas Zapata y Luján Ponce de León

Biografía

Vargas Zapata y Luján Ponce de León, Diego de. Marqués de la Nava de Barcinas (I). Madrid, c. 1650 – Bernalillo, Nuevo México (Estados Unidos), 1704. Militar, alcalde mayor y justicia mayor, gobernador y capital general de Nuevo México, pacificador.

Fue hijo de Alonso de Vargas Ponce de León y de Margarita de Contreras. Era señor de la Casa de Vargas y se alistó de joven en los tercios españoles; luchó en tierras del reino de Nápoles y en otras italianas, acreditando tan distinguido valor como buena conducta castrense. En año no bien determinado pasó al Virreinato de la Nueva España como alcalde mayor de Teutila, donde tuvo una magnífica actuación. En 1679 (tenía unos veintinueve años) fue nombrado justicia mayor del Real de Minas de Tlalpujahua, cargo de mucha confianza y responsabilidad: se trataba de unas viejas minas de oro que, casi excepcionalmente, iban en aumento durante el siglo XVII. A su cargo se le añadió el de encargado de la real provisión de mercurio, para el proceso de amalgamación.

Tan bien desempeñó las anteriores funciones que, recomendado por el virrey conde de Paredes, fue nombrado, en 1690, por el Consejo de Indias, gobernador y capitán general de Nuevo México, una extensa gobernación, un territorio muy al Norte de la Nueva España, más o menos, el actual estado de Nuevo México (Estados Unidos de América). Su actuación era muy autónoma, pues solamente dependía del virrey en los ramos de Hacienda y de Guerra.

El territorio se estaba ampliando hacia el Norte y el Noroeste (actual estado de Arizona, Estados Unidos).

Después de unos decenios de penetración, por parte de Juan de Oñate, sufrió un alzamiento general de las tribus indias, principalmente las tewa, tiwe, hopi y zuñi, agrupadas en la gran nación de los indios Pueblo, que tenían el “keresano” como lengua común.

La rebelión, sangrienta, fue liderada por Popé, jefe de los tewa, y empezó a una hora convenida del 10 de agosto de 1680. Más de quinientos españoles e indios cristianos fueron asesinados (diez religiosos españoles y once mestizos fueron los “21 mártires franciscanos de los indios Pueblo”). Profanaron y destruyeron todas las iglesias y conventos, arrasaron las cosechas de trigo y frutales y mataron ganados, carneros y gallinas.

Tres gobernadores se sucedieron. Otermín reconquistó Cochiti, pronto perdido. Siguió Domingo Jironza Petris de Cruzat (quien hizo diecisiete salidas contra los indios, haciéndoles muchas bajas). Siguió Pedro Reneros, quien tomó Santa Ana, pero la abandonó.

Segunda vez gobernó Cruzat; venció a los indios en batalla campal el 29 de agosto de 1689, pero no ocupó el territorio. Desde 1680 a 1692 el enorme territorio de la gobernación de Nuevo México estaba en poder de los rebeldes indios pueblos.

Llegó Diego Zapata, muy motivado por su reputación, a ganar la empresa, y pidió al gobernador de la Nueva Vizcaya le ayudase con gente. Sólo consiguió cincuenta españoles procedentes de los Presidios del Parral. Impaciente Vargas, con muy poca gente, salió el 21 de agosto de 1692, y se encontró con la ayuda del capitán del presidio, Roque de Madrid, el 24 siguiente.

Dejaron carruajes y bastimentos pesados en la aldea de Mejía, fortificándola, con un destacamento de 14 españoles y 50 indios “amigos”, al mando del capitán Rafael Téllez. Salió Vargas con 40 españoles y 50 indios y recorridas 18 leguas, ocupó Cochiti, que estaba vacío. A tres leguas ocupó Santo Domingo, también vacío. Estaban a diez leguas de Santa Fe, la capital del reino. En dos jornadas se presentó ante ella, amurallada. A las tres de la mañana acamparon, y recibieron una absolución general del franciscano Francisco Corvera. Los centinelas de una fortaleza, que era el antiguo palacio de los gobernadores, dieron “un grimoso alarido” (palabras del doctor Carlos de Sigüenza) “y se coronó la muralla con infinita gente”.

Los españoles les cortaron el agua que les entraba por una acequia. Se les envió un trompeta, asegurándoles el perdón si se entregaban, mas les respondieron con irrisión que eran unos locos porque morirían todos.

Descubrieron por la serranía tropas de indios, a pie y a caballo, y en una escaramuza incruenta, tuvieron la suerte de aprisionar al gobernador indio de la plaza, que se llamaba Domingo. Traído a presencia del general Vargas, resultó tan convencido de que los españoles no iban a castigarlos sino a que volvieran de su apostasía al seno de la Iglesia Católica y a la obediencia a la Corona de Castilla, que él solo volvió a la fortaleza, trató de convencerlos en vano y regresó al campamento español con la respuesta de que “primero morirían todos y que él, Domingo, amigo de los españoles y traidor, se quedase con ellos para morir con ellos”. Dispusieron a vista del enemigo los españoles dos pequeñas piezas de artillería, a cuya vista se amedrentaron y mandaron emisarios pidiendo que si quitaban los cañones pactarían. Se respondió que estaban sitiados y sin agua, que si se rendían obtendrían el perdón y que salieran sin armas. Amaneció el 14 de septiembre, y salió de Santa Fe un buen número de indios principales, con demostraciones de paz y propusieron que “para que el pueblo no se alterase” entrase en la villa solamente el general, el franciscano y seis soldados sin arcabuces. El general, corriendo el riesgo de una traición, decidió aceptar. “Nada hace quien no se arriesga para conseguir con perpetua gloria un ilustre nombre”, dijo. Entraron los ocho y sin armas. Habían puesto una cruz en la plaza del pueblo, en medio de una multitud. Vargas les habló en lengua castellana “que los indios entendían bien”. Les recordó sus asesinatos de hombres, mujeres y niños, sus destrucciones de iglesias, la quema de sus cosechas...

y que, sin embargo de esas abominaciones, se le enviaba a él con toda la autoridad para perdonarlos, sin más que regresasen al seno de la Iglesia y que jurasen a Su Majestad el Rey por su legítimo monarca.

Todos callaron. El alférez real enarboló un estandarte y el general, con fuerte voz, clamó: “¡La villa de Santa Fe, capital del Reino de Nuevo México, y con ella sus provincias y pueblos, todos por la majestad católica de nuestro rey Carlos II!” “¡Viva, viva!” respondieron todos. Se entonó un Te Deum Laudamus. Al día siguiente se les dio la absolución, se bautizaron muchos niños y asistieron a una misa. Todo esto parece un milagro, o un cuento, si no estuviese adverado por la autoridad del doctor Carlos de Sigüenza, ilustre científico e historiador coetáneo. Hoy día se conmemora en Santa Fe cada 14 de septiembre la “fiesta” (en español) de la reconquista (Encyclopedia Americana, 1965) Cerca de Santa Fe vivía, en San Juan, el jefe indio Luis Taputu, que había sucedido al cacique Popé después de su muerte. Vargas le envió un rosario con una embajada. Repitieron la persuasión y consiguieron que el jefe Taputu llegase, en caballo, y con doscientos hombres armados de escopetas con pólvora y munición.

A sesenta pasos de la tienda del general hizo alto, se dirigió a don Diego, hincó rodilla en tierra y besó su mano. Don Diego le abrazó. Taputu le regaló pieles de lobos marinos y cíbolas (búfalos). Al siguiente día hablaron de la situación del reino “sin traer a la memoria cosas pasadas”. Se supo que la nación de los pueblos, desde que faltaron los españoles, se hallaba en guerra con tribus apaches del Norte, y que a la jefatura de Taputu no obedecían las tribus de los pecos, queres, taos y hemes. Por eso quería una alianza y que el general Vargas gobernara el Reino de Nuevo México. La campaña prosiguió incontenible. Se ocuparon Tezuque, Cuyamungué, Nambé y Iacona, el 30 de septiembre, Jujuaque y San Ildefonso el 1 de octubre, Santa Clara y San Juan el 2, San Lázaro y San Cristóbal el 3, los Picuries, el 5. Todos, al ver a Vargas como jefe, acompañado del indio Tupatu, daban muestras de alegría y se reconciliaron con la Iglesia y con la autoridad de España.

Nevó la noche del 5 de octubre y el temporal detuvo la progresión, pero en octubre se habían dominado las tribus Taos, Hemes y Pecos. Despachó Vargas un correo al virrey, que llegó a México el 21 de noviembre, y sabedor de las nuevas, el conde de Galve, con las autoridades, dispuso una lucida acción de gracias. El 27 de octubre retrocedió Vargas y su gente hasta Mejía, donde seguía el capitán Téllez, para devolver sesenta y seis españoles ex cautivos que no servían para las armas.

Hizo “junta de cabos” (consejo militar) para decidir si se continuaba la campaña o se dejaba para el año siguiente; se inclinó la mayoría hacia lo segundo, para no proseguir en invierno. Vargas les dijo “que decían muy bien”, pero que haría lo contrario, basándose en que todo lo hecho era una especial protección de la Virgen, y que en las tribus belicosas se había difundido con miedo su nombre y su presencia. Salió con ochenta y nueve soldados y las tropas indias del fiel Tupatu, y el 3 de noviembre llegó al Peñol de Acoma y el 11 al Peñol de Caquima. Aquí vio en una habitación de una india un altar, velas de cera ante un Cristo, un lienzo de San Juan Bautista, vasos sagrados, ornamentos y misales.

“Causóle notable devoción semejante hallazgo”. En Alona, pueblo sin gente, dejó la caballería, por la postración de los caballos. En Aguatubi, a cuarenta leguas, se encontró con ochocientos indios moquinos, armados, mandados por su capitán, llamado Miguel. Hizo alto Vargas y llamando a los principales los apostrofó indignado. Con su solo discurso hizo que depusieran las armas. Acordaron entrar en el pueblo, y lo hicieron ante el fervor de los indios. El capitán Miguel pidió a Vargas que fuera padrino del bautizo de sus nietos.

Miguel confesó a Vargas que los moquinos se habían aliado con los gualpi, cuyo capitán se llamaba Antonio, para darle muerte, y como él no lo hizo, ahora los condenados eran Vargas y él mismo. Don Diego le dijo “que no temiese”, que a la entrevista con los gualpi le acompañase a su lado como intérprete. Así sucedió el 22 de noviembre. Se entrevistaron y Antonio amenazó con bravatas. Vargas le pidió entrar en el pueblo.

Puso una cruz en la plaza y, como por milagro, los indios pidieron bautizar a los niños y Antonio casarse por la iglesia. Ocuparon Jongopavi, Aguatuvi y Oraibe.

Un correo de Téllez les advirtió que los apaches estaban cerca. Pero Vargas, reconquistado todo el reino de Nuevo México, pactó con un indio para que les condujese por un atajo hasta El Paso, donde llegó el 20 de diciembre, recorridas seiscientas leguas. En esta campaña “no se gastó una sola onza de pólvora ni se desenvainó una espada”, según el cosmógrafo Carlos de Sigüenza.

Vargas escribió una larga carta al Rey, fechada en Zacatecas, dándole cuenta de su expedición de 1692 (carta que se encuentra desaparecida). Una vez fue acusado por el Cabildo de Santa Fe y encarcelado, pero fue absuelto y ratificado en el cargo de capitán general (1701-1703). Se le había concedido en 1700 el título de marqués de la Nava de Barcinas. En guerra contra los apaches, fue muerto en día no conocido de 1704 en Bernalillo (fundado en 1696), unos cuarenta kilometros al noreste de Albuquerque, principal ciudad de Nuevo México (Estados Unidos). No hay detalles de la muerte de Diego de Vargas.

Casó don Diego con Beatriz Pimentel, hija de Juan Pimentel, natural de Palermo (Sicilia) y de Isabel Vélez, ambos vecinos de Torrelaguna (Madrid), de quien tuvo varios hijos, quedando como II marquesa Isabel María de Vargas, casada con Ignacio López de Zárate, a su vez marqués de Villanueva de la Sagra.

 

Bibl.: C. de Sigüenza y Góngora, Mercurio Volante con la Noticia de la recuperacion de las provincias del Nuevo México conseguida por D. Diego de Vazquez, Zapata, y Luxan Ponze de Leon, Governador y Capitan General de aquel Reyno. Escriviolo D. ---, Cosmographo mayor de su Magestad de estos Reynos, y Cathedratico Iubilado de Mathematicas en la Academia Mexicana [...], México, Imp. de Antuerpia, 1693 [reimp. en C. de Sigüenza y Góngora, Obras Históricas, México, Ed. Porrúa, 1960 (2.ª ed.), págs. 77-107]; J. A. Á lvarez y Baena, Hijos de Madrid, ilustres en santidad, dignidades, armas, ciencias y letras. Diccionario histórico [...], vol. I, Madrid, Imp. de Benito Cano, 1789, págs. 366-369: VV. AA., Encyclopedia Americana, International Edition, vol. XX, New York, Americana Corporation, 1965, pág. 188a; Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México, vol. IV, México, D. F., Ed. Porrúa, 1995 (6.ª ed.), pág. 3679.

 

Fernando Rodríguez de la Torre

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