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Francisco de Vargas Mexía

Biografía

Vargas Mexía, Francisco de. Toledo, 1500 – 20.IV.1566 ant. Fiscal del Consejo Real, enviado hispano a la primera y segunda asamblea del Concilio de Trento y embajador en Venecia y en Roma, consejero de Estado.

Un manuscrito conservado en la Biblioteca del Colegio de Santa Cruz de Valladolid, publicado por el padre Constancio Gutiérrez en su famosa obra Españoles en Trento, ofrece sólidos cimientos para construir la biografía de Francisco de Vargas Mexía. Esta fuente parece más fiable que otras para fijar los hitos de su vida, desde su mismo nacimiento, en Toledo, en 1500, si bien Álvarez y Baena le confiere naturaleza madrileña, muy posiblemente por confusión con otro individuo del mismo nombre. Semejante incertidumbre existe respecto al lugar, contenido y grado alcanzado en sus estudios por Vargas, aspectos sobre los que, con suma lógica, Constancio Gutiérrez afirmó —en la obra citada—, que se formó en la Universidad de Alcalá, profundizó en Derecho Canónico y Teología, y alcanzó título de licenciado.

Probablemente después de desempeñar cargos judiciales menores, pasó a ejercer de fiscal en el Consejo Real. Su nombramiento para esta plaza se produjo en Barcelona el 1 de mayo de 1543, fecha inmediata a la partida del emperador, en ausencia que se prolongaría largos años, hecho del que se puede deducir la confianza que Carlos V depositaba en él, para asegurar la estabilidad y protección jurisdiccional durante la regencia del príncipe Felipe. Durante esta su segunda regencia, el Consejo Real experimentó una permanente consolidación orgánica, basada en la elevada posición que iba consiguiendo su presidente, Fernando de Valdés, en la Corte. Las instrucciones sancionadas por el Emperador a su partida encargaron especialmente al Consejo Real la defensa de una de sus atribuciones fundamentales, los negocios eclesiásticos de patronato real. De inmediato tuvo ocasión el Consejo de atender el requerimiento de Carlos V, al obstaculizar el conocimiento pontificio en la posesión del condado de Puñonrostro, instado por Arias Gonzalo.

De igual manera se persiguió a predicadores y frailes que atacaban desde el púlpito la contribución obtenida en las Cortes de 1544, se interceptaron pensiones sobre obispados hispanos, transferidas sin autorización por cardenales y obispos extranjeros a terceros, e incluso se persiguió a clérigos “molestadores” en la propia sede apostólica.

Sería precisamente la contribución de Vargas Mexía a tal actitud de salvaguarda del patronato eclesiástico de la Corona la que condujo al Emperador a ordenar en febrero de 1545 su presencia en Bruselas, con el doctor Velasco, oidor de la chancillería de Valladolid y Micer Juan Quintana, de cara a la controvertida convocatoria del Concilio, “por estar como está tan informado y haver scripto en derecho”. Semejante confianza tenía en él el príncipe Felipe, quien en contestación a su padre el 25 de marzo de ese año, en la que avisaba entre otras cosas de cómo quedaba Vargas aprestándose para la partida y sería sustituido como fiscal por el licenciado Hernando Díaz, afirmaba explícitamente: “Tengo por cierto que será de mucho fructo la ida del Licenciado Vargas por lo que tiene entendido de lo que toca a las premáticas y cosas destos reinos”. La convocatoria del Concilio testimonió la importancia de la reforma católica, su profundidad y orientación, en las relaciones entre los poderes temporales, especialmente el hispano, y el Papado, y actualizaba una controversia que se arrastraba como poco desde comienzos de siglo, dada la potencialidad de la materia para variar la proporción jurisdiccional entre ambos poderes. Más que por propio convencimiento, Paulo III (1534-1549) invocó testimonialmente la necesidad de la reforma forzado por las circunstancias y, como sus antecesores, impulsó decisiones reformistas, como la constitución de una congregación para transformar el clero de Roma, el 20 de noviembre de 1534, con el verdadero propósito de calmar la demanda general de los príncipes temporales por una reforma eclesiástica más profunda. La convocatoria definitiva fue para el 15 de marzo de 1545, en la que nuevamente aparecía postergada la reforma entre las causas de la reunión.

En general, el desarrollo de las dos primeras convocatorias del Concilio dejó claro que las peticiones de reforma de los obispos hispanos, relacionadas con su origen espiritual “místico” o “intelectual”, iban a someterse a la coyuntura de la política imperial. El notorio interés de Carlos V por tratar las cuestiones disciplinares antes que las dogmáticas fue muy apreciado por los obispos hispanos, pero tenía el riesgo de retrasar una materia, la dogmática, de incalculables consecuencias para sus territorios alemanes. Finalmente, se decidió la discusión simultánea de ambos puntos, pero los hechos pronto mostraron el incumplimiento por parte del Papa de tal compromiso, al advertirse su deseo de clausurar el Concilio en cuanto concluyeran los debates sobre la Justificación por la Fe, sin haberse tocado todavía la reforma. Con ello, cundió el convencimiento entre los enviados hispanos de que la reforma sólo dependía de ellos, justo en el momento —marzo de 1547— en que se aprobó el traslado del Concilio a Bolonia; si bien se adujo para ello la salud en Trento, temieron que era un simple artificio encaminado a concluirlo sin abordar la materia de la reforma, y para evitarlo el licenciado Vargas y el doctor Velasco se trasladaron a la nueva sede para protestar formalmente por la medida. Con el seguro propósito de contribuir a la situación original de la asamblea, Vargas retornó a Trento, donde, además de mantener el contacto con los ministros cortesanos, firmó protestos que acusaban al Pontífice de adjudicarse el control de la reforma para evitar su progreso, hasta la reapertura de la asamblea.

En la segunda etapa del Concilio el matiz jurisdiccional de la reforma tuvo caracteres más claros, al ser el nuevo papa, Julio III (1550-1555) más reacio a la negociación en este campo que su antecesor. Nuevamente la mayor insistencia pro-conciliar vino del Emperador, quien, anhelando su continuación, ordenó a su embajador garantizar al Papa que en el Concilio no sería abordada ni la proporción de su autoridad ni la reforma. Pero las verdaderas intenciones de Carlos V eran otras; dado que tras la Dieta de Augsburgo proclamó ante sus súbditos alemanes que en el Concilio se corregiría la vida licenciosa y los abusos tanto de eclesiásticos como de seglares. Si bien de cara a los castellanos la situación cortesana imponía la consolidación de ambos poderes en las posturas mantenidas en la primera convocatoria, algo de lo que era testimonio la propia continuidad de Vargas como asistente letrado del embajador plenipotenciario, Francisco de Toledo. En realidad, la propia presencia de Vargas en el Concilio, desde un principio, debía mucho a los memoriales que venía elaborando, en defensa y ampliación de los cargos eclesiásticos de provisión real (fundadas en las irregularidades protagonizadas por los beneficiados) y de la limitación del fuero eclesiástico frente a la jurisdicción común.

Tales memoriales fueron el soporte de la actuación de los obispos hispanos en Trento: por una parte, el descubierto por Constancio Gutiérrez entre los Granvelle Papers del Shire Hall de Reading (Inglaterra), fechado por este autor en 1540 y para Ricardo García Villoslada algo posterior, y otro más tardío remitido al emperador, que Vargas llevó consigo a Trento, y fue publicado por Tejada y Ramiro en su colección conciliar.

Carácter común a ellos fue cuestionar las materializaciones de la primacía papal, al no reconocer límites a la intervención real en la reforma de toda la sociedad, partiendo de la reforma de la Iglesia. Con todo, las pretensiones reformadoras del bando imperial continuaban hipotecadas por la situación político-religiosa en Alemania, vinculándose en Roma la presencia de protestantes en el Concilio con el deseo de Carlos V de que la Corona imperial recayera en el príncipe Felipe.

En la segunda convocatoria tridentina fue además cobrando significado una idea de “reformación” que —en desigual grado— tomaba en consideración al pueblo, y fomentaba así las suspicacias entre el bando imperial y el papal, pues su condición compartida de súbditos reales y fieles de la Iglesia hacía a ambos poderes celosos de la intervención del otro, en materia en la que los límites de actuación entre ambos eran difusos. Vargas usaría insistentemente del valor ejemplar ante el pueblo, para pedir una reforma en profundidad, con la mira puesta siempre en el aspecto jurisdiccional. En definitiva, como él mismo dejó escrito, “una reformación que ymporte [...], no una reformación infame —que no tiene otro nombre— ni servirá más de que seamos fabula et risus populo”. No obstante, estas intenciones se disfrazaron de asistencia desinteresada al desvelo reformador del Pontífice, especialmente en el momento de la reanudación de la asamblea, como se deduce del discurso que Vargas pronunció a la llegada del legado Crescenci el 29 de abril de 1551, ofreciendo en nombre del Emperador toda la ayuda necesaria y elogiando tanto al Pontífice como al recién llegado. No cabe duda de que el Emperador le confirió en un principio el aliento de la posición hispana, comunicando Francisco de Toledo con él todos los asuntos. A buen seguro, la confianza regia en la labor que Vargas estaba desempeñando ante el Concilio condujo a Carlos V a declinar la promoción a plaza de oidor del Consejo Real que le fue repetidamente propuesta entre 1549 y 1552.

Independientemente de las intenciones que inspiraran las peticiones hispanas de reforma, teñidas cada vez en mayor medida del carácter que Vargas pretendía priorizar, la respuesta de Roma fue inflexible, amenazando con solicitar del Concilio la renuncia de los príncipes temporales a sus atribuciones eclesiásticas y conminándoles a la reforma de sus propias costumbres, presumiendo de estar ya reformados tanto la curia como el papado. Para Crescenci, la reforma debía limitarse a las cabezas de la iglesia, quienes la irradiarían a los fieles. El astuto legado papal usó de todo subterfugio a su alcance para dificultar la discusión beneficial, consiguiendo del Concilio la condena de anteriores resoluciones regalistas francesas, ante la que el bando imperial se sintió aludido. En realidad, éste continuaba afectado por una clara inconsistencia pues, mientras el Emperador trataba de no incomodar al Papa a causa de sus dificultades políticas, sus obispos exigían la discusión de la reforma. Paulatinamente, la labor del embajador Toledo consistió en refrenar esta urgencia, mientras Vargas actuaba como caja de resonancia del Consejo Real en Trento, animando a los prelados a exigir la provisión de los beneficios curados. Si en principio Carlos V animó a sus embajadores a apoyar las pretensiones de los obispos, el empeoramiento de la situación alemana motivó un cambio de actitud en él, y desde enero de 1552 le bastó con el compromiso papal de proveer estos beneficios en personas beneméritas, decidido como estaba a no incomodar a Julio III con una insistencia excesiva en la reforma. Desde entonces, se acentuó la misión de contención de Francisco de Toledo, dotado de más lejanas miras que Vargas respecto a la política imperial, y convencido de la insumisión alemana en cuestiones dogmáticas sin reforma de la Iglesia, o concesiones en la comunión bajo dos especies, por lo que se mostró partidario de la suspensión del Concilio hasta coyuntura más propicia, actitud compartida por el emperador. La llamada de Vargas a Innsbruck, el 30 de enero de 1552, estuvo fundamentalmente dirigida a hacerle desistir de sus planteamientos: al tiempo que pedía a Toledo “tener la mano” con los obispos, el Emperador le comunicó que el fiscal volvía a Trento “bien instruido de mi intención”. La situación había llegado a un punto perjudicial para la influencia de Vargas, habida cuenta del incomodo que su actitud causaba en la Sede Apostólica. Como puede leerse en un despacho diplomático del momento “Su Santidad [...] tenía aviso de Trento que el fiscal Vargas hazía malos officios y dava mucha occasión para rrebolber y alterar las cosas del Concilio porque dava a entender y persuadía a los prelados no solo españoles pero aún italianos q. el Concilio estava a la disposición y voluntad de V.Mt y que Su St no tenía más del nombre, el que havía dado que dezir y murmurar a los mismos españoles”. Con todo, el emperador estaba interesado en no perder su tradicional halo proreformador, por lo que hizo lo posible por propiciar la iniciativa papal en la suspensión del Concilio, empleando para ello precisamente una última insistencia en la reforma por parte de los obispos hispanos, orquestada entre los embajadores españoles y el arzobispo Guerrero.

La defección de Mauricio de Sajonia hizo inevitable la suspensión, decretada por el Papa por breve de 20 de abril de 1552. Solo la disociación entre la reforma mantenida por los obispos hispanos, de acuerdo con las circunstancias y tendencias ideológicas presentes en sus reinos, y las necesidades políticas impulsadas por la situación imperial, tras la abdicación de Carlos V, permitirían un planteamiento más firme y claro de sus principios por parte de los primeros, en la tercera y última convocatoria tridentina, al ver respaldadas sus pretensiones con decisión por parte de Felipe II y la Corte hispana. Fue entonces cuando pudieron encontrar más clara formulación las ideas esbozadas hasta entonces por el fiscal Vargas en defensa de la jurisdicción real, que vaticinaban el confesionalismo filipino. Con la suspensión del Concilio, y como muestra de hasta qué punto la presencia del fiscal del Consejo Real en él había respondido al explícito deseo regio de defender su jurisdicción, Vargas fue sustituido en la plaza de fiscal por el doctor Luis Sanz de Bustamante, el 22 de mayo de 1552.

Con todo, ello no significó la inactividad para Vargas, ya que a continuación pasó a ejercer como embajador del Emperador ante la Señoría de Venecia.

En este destino, no perdió su valor mediador con los hombres de Iglesia hispanos destacados en Roma, dado que le fue solicitada, por ejemplo, su intervención para que un nieto del doctor Ventura Beltrán tomase asiento con el cardenal de Santiago en 1553. En Venecia también se ocupó de remitir a Bruselas en condiciones que asegurasen su protección diferentes pinturas de Tiziano encargadas por Felipe II, según se deduce de carta regia al pintor de 4 de mayo de 1556. Permaneció en la plaza hasta que se suscitó la cuestión de la precedencia con Francia, que la posesión simultánea de las Coronas hispana e imperial por parte de Carlos V había postergado.

En septiembre de 1558, Felipe II le mandó retirarse, con objeto de no contribuir al deseo veneciano de conceder la precedencia al representante francés. Este gesto formaba parte de una resuelta actitud jurisdiccionalista mostrada por el rey hispano, y fue mantenida, mediante la misma invocación de la precedencia en el siguiente cometido que Vargas tuvo que desempeñar, la embajada en Roma. En un principio, el letrado se desplazó a la Ciudad Eterna, donde llegó a principios de noviembre de 1558, comisionado por Felipe II para tratar con Paulo IV asuntos relativos a la Inquisición y obtener del Papa la confirmación del título imperial que había sido conferido a don Fernando. Tras rendir visita al Rey en febrero de 1559 recibió nombramiento de embajador ante el Emperador, al que se añadió título de Consejo de Estado que, como ha indicado el profesor Santiago Fernández Conti, se dirigió antes que a cubrir de manera efectiva plaza en tan selecto organismo, a prestigiar individuos sin calidad nobiliaria que debían realizar misiones ante otros poderes por encargo real; como escribió el autor del memorial publicado por Constancio Gutiérrez, ocupaba su puesto “más por la eminencia de las letras que por lo ilustre de su sangre”. Con todo, Vargas no llegó a desempeñar la embajada conferida, dado que, ante el inesperado fallecimiento del embajador hispano en Roma, don Juan de Figueroa, fue designado en su sustitución, previa mediación en su favor del cardenal Granvela. Si bien para este importante nombramiento Vargas tuvo la virtud de estar allí donde surgió la oportunidad, objetivamente era, de acuerdo con la trayectoria que se ha contado, el personaje idóneo para ayudar la política de afirmación de la jurisdicción real acometida entonces por Felipe II, allí donde más obstáculos podía encontrar.

Desde 1560, Felipe II se esforzó en imponer un intransigente sistema de ideas y creencias a toda la sociedad usando el Santo Oficio como institución que sancionaba a los transgresores, y el Consejo Real, principalmente, para fortalecer la jurisdicción real ante otros poderes. Además de ocasionarle dificultades en los distintos territorios bajo su gobierno, el Rey se vio obligado a mantener una dura pugna con la Iglesia, que consideraba su jurisdicción universal y no estaba dispuesta a renunciar ni tan siquiera a una porción de la misma. Tal pugna se advirtió con ocasión de la continuidad de la actividad conciliar.

Felipe II deseaba que en el Concilio se discutiera la “reforma de los abusos de la Iglesia”, al ser manifiesto su potencial efecto modificador del espacio jurisdiccional entre la Monarquía hispana y el Papado. Por ello, insistía en que las decisiones dogmáticas ya pronunciadas en las asambleas anteriores eran inmutables e irrevocables como los dogmas de todos los concilios ecuménicos, al tiempo que, para evitar otro tipo de artificios que dilataran la discusión de la reforma, defendía a machamartillo la calidad de la nueva asamblea que se preparaba de continuación de las anteriores, y no de convocatoria de otro Concilio diferente.

Eran las mismas razones que inducían al Papa a someter la materia a una comisión cardenalicia, y a inclinarse a considerar como indicción de un nuevo Concilio la siguiente asamblea. A este fin, el primer problema era elegir un Papa que no discrepase de estas pretensiones, y por ello Felipe II mostró mucho interés en controlar el cónclave de 1559 que debía elegir al sucesor de Paulo IV. La actitud de Felipe II era tan resuelta que, una vez elegido Pío IV (en cuya coronación Vargas volvió a escenificar la atención hispana a la precedencia), el primer nuncio que envió a la Corte hispana tuvo como encargo principal comunicar al rey la intención de Su Santidad de convocar el Concilio, algo que, por su parte, el embajador Vargas puso en conocimiento del Rey.

La posibilidad de reanudación de la asamblea provocó una febril actividad en la Corte filipina, en la que intervinieron todos los grupos de poder. Por entonces, los asuntos religiosos carecían de una dirección unitaria, pues intervenían en ellos tanto el inquisidor general Valdés, quien desde el retorno de Felipe II a Castilla en 1559 limitó su patronato a la Suprema, como el grupo “ebolista”, fundamentalmente a través del Consejo Real. Tal hecho se tradujo en la intervención de ambos grupos en las Juntas que se efectuaron para discutir de la reanudación del Concilio. Francisco de Vargas fue uno de los letrados que, beneficiado de su alta posición, elaboró memoriales que clamaban por la reforma de la Iglesia, como medio más o menos confesado de defender y extender el Patronato Real, mezclando con habilidad la confirmación de los derechos reales respaldados por la ley y la costumbre con otros nuevos. Entre los abusos de Roma que denunció, estaban el beneficio por Roma de expolios y frutos sede vacante, su conocimiento de apelaciones de causas eclesiásticas, las dispensas y acumulación de beneficios que provocaban la no residencia, etc. Por su parte, el doctor Alfonso Álvarez Guerrero supo vincular más claramente reforma de los abusos —semejantes a los denunciados por Vargas— y Patronato. Defendió una decidida intervención del Rey en asuntos eclesiásticos, una tutela efectiva secundada por su título y poder material, reforzando sus argumentos con coacciones providencialistas. En ambos letrados, la reforma de los laicos no pasó de afirmación para reforzar la necesidad de reforma de la jerarquía eclesiástica, para ejemplo de los primeros; aunque otros documentos considerados entonces, ya percibieron el valor que podía tener la reforma a efectos de control de la sociedad, si se hacía al pueblo uno de sus destinatarios, al defender la necesidad de tratar en el Concilio de cosas “concernientes a la reformación de las costumbres”, postulando la elaboración de catecismos y un examen de doctrina a la hora de la confirmación.

Presente en la consulta de embajadores convocada por el Papa el 3 de junio de 1560 en la que secundaron el deseo papal de convocar el Concilio, tuvo que bregar intensamente a partir de entonces contra los artificios papales, secundados en mayor o menor medida por Francia y el Imperio para considerar la nueva asamblea un Concilio nuevo y diferente del anterior. De hecho, la bula de 10 de septiembre de 1560, convocando el Concilio para el 20 de enero de 1561, no aclaraba si era continuación o no del anterior, lo que encorajinó profundamente al embajador hispano. El 5 de diciembre de 1560, Vargas insistió a Felipe II en el hecho de que convenía que en la bula de convocatoria dijera claramente que era continuación, quitando las otras de “revocamus” y “de integro indicimus”. Cuando la bula y el breve de Pío IV anunciando la convocatoria del Concilio llegaron a Madrid, Felipe II ya estaba informado de sus contenidos por medio de Vargas. Pese a explicaciones ulteriores tanto del conde de Tendilla —de orientación política más proclive a Roma, enviado a dar homenaje de obediencia al Pontífice— como del propio papa, el rey retuvo a través del Consejo la bula que anunciaba la apertura del Concilio al tiempo que prohibía al nuncio Campeggio enviarla a los obispos para su publicación. Fueron necesarios intensos esfuerzos diplomáticos y el envío de Juan de Ayala como embajador extraordinario ante el Pontífice para lograr que la asamblea fuese considerada continuación. Con ello, estaba abierto el camino para la reforma, al menos teóricamente, y Vargas se convirtió así, desde Roma, en verdadero muñidor de la actitud de los obispos hispanos en Trento, dada su sintonía absoluta con el Rey en este particular. Semejante resolución tuvo Vargas a la hora de limitar la libertad de los legados papales en el Concilio. Especial coordinación se advirtió entre el embajador y el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, quien encabezó un numeroso grupo de obispos hispanos que defendían el origen divino de la residencia y los poderes de los prelados; si bien otros obispos hispanos recelaban de cuestionar tan claramente el primado del Pontífice y considerar a los prelados “papas en sus obispados”, caso de Pedro González de Mendoza, obispo de Salamanca.

Con todo, Felipe II, influido por el ambiente cortesano (Valdés y Fresneda no estaban dispuestos a aceptar hipotéticos mandatos conciliares que les alejaran del centro de poder que representaba la Corte) y las quejas de Roma, que hacía temer una ruptura indeseable, comenzó a marcar distancias con la contundencia de Guerrero, actitud influida por otro factor, el riesgo de que la independencia episcopal no sólo fuera respecto a Roma, sino también respecto al Rey. Era necesario un control más estrecho de los asuntos conciliares, orientado a la distensión, por lo que el Rey decidió tres acciones casi simultáneas: insistir en la llegada del conde de Luna a Trento para mitigar los enfrentamientos entre los obispos hispanos, sustituir a Vargas en la embajada de Roma por su escandalosa incompatibilidad con Pío IV y destacar un enviado especial ante el Papa, Luis de Zúñiga y Ávila, con la comisión de disculpar la acritud de los obispos hispanos, pero defender firmemente el punto de vista real sobre la reforma; centrada en los agravios y perjuicios de Roma a provincias y ordinarios en jurisdicción y provisión de beneficios, así como en los derechos y procedimientos de la curia, en nombre del beneficio público. Relevado Vargas por fin de su embajada ante la Santa Sede, en la que sería sustituido por Luis de Requesens, por su sonada discrepancia con Pío IV, pudo partir de Roma el 12 de octubre de 1563, y tras un largo viaje, en el que pasó por Luca, Milán y Génova, llegó a la Corte iniciado ya 1564, donde las fuertes tensiones vividas en el curso de su labor administrativa, y una enfermedad que le puso en trance de morir, acrecentaron su deseo de abandonar toda actividad pública, que ya venía albergando.

Se retiró al monasterio jerónimo de la Sisla, declarando previamente a un corresponsal romano, el 11 de julio de 1564, lo que esta decisión tenía de “menosprecio de Corte”, como transcribe Constancio Gutiérrez: “Sola una cosa me pornía escrúpulo esto de la Ysla, que era estar tan cerca de aquí; pero de la manera que voy, es como si estuviese mil leguas, y de la Corte es de donde huyo”. El 2 de agosto de 1564 era Vargas sustituido en el Consejo de Estado. Ni en su retiro le dejó tranquilo la indignación papal, haciéndole Pío IV objeto de su crítica en sus conversaciones con su sucesor Requesens. Fallecido Pío IV el 9 de diciembre de 1565, no tardó mucho en seguirle Francisco de Vargas, pues, como señala Constancio Gutiérrez, ya el 20 de abril de 1566 el emperador Maximiliano recibió noticia de su muerte.

Con todo, en este período de aparente caída en desgracia, tuvo lugar un desarrollo político en las relaciones entre la Monarquía y el Papado en el que es innegable la influencia previa de Vargas. Gracias a su tenacidad, entre la de otros comisionados hispanos, el Concilio concluyó con un llamamiento al poder temporal para proteger y fomentar sus cánones, que ofrecía atractivas posibilidades de intervención para el poder temporal, que si tenía la habilidad de tutelar e introducirse en la labor eclesiástica de reforma, intervendría con mayor éxito en la estabilidad de la sociedad y su control, mediante el solapamiento en el pueblo de los conceptos de buen cristiano y buen súbdito. Tal fue la base, sólida base, de la política confesionalizadora coordinada por el cardenal Espinosa e historiada por el profesor Martínez Millán y su equipo, a la que la contribución previa de Francisco de Vargas Mexía es innegable. Aunque para ello tuviera que sufrir perjuicios personales, como renunciar a las jugosas mercedes ofrecidas por Paulo IV y Pío IV, con tal de no perder consistencia en la defensa de los principios políticos defendidos por su Rey.

 

Obras de ~: De episcoporum iurisdictione et Pontificis Maximi auctoritate responsum, Roma, 1563.

 

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Ignacio J. Ezquerra Revilla