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Diego de Nicuesa

Biografía

Nicuesa, Diego de. Úbeda (Jaén), 1477 – Mar Caribe, 1511. Primer poblador y gobernador de Veragua.

La Corona de Castilla, en su carrera con Portugal por el control del dominio de la especería costearía el cuarto y último viaje colombino (13 de abril de 1502) para adelantarse a los lusitanos en llegar a las islas orientales. En 1504 murió la reina Isabel y a través de las Cortes de Toro (1505) se cedió la regencia al rey viudo Fernando, así como se trató el asunto importantísimo de proyectar los preparativos de montar una expedición a la Especería. Pero los sucesos ocurridos en España, como la regencia de Felipe el Hermoso, la repentina muerte de éste y la primera regencia del cardenal Cisneros —quien, dicho sea de paso, se encontraba más interesado en la evangelización del norte de África y muy poco en América— motivaron que el proyecto del paso a Especería quedase postergado.

Cuando Fernando regresó de Nápoles para hacerse nuevamente con el cargo de la regencia castellana, en Burgos (1508) se planeó nuevamente el paso a Especería, contando para ello con la colaboración entusiasta del responsable de la Casa de la Contratación, el doctor Sancho Matienzo. De aquí se sacaron tres decisiones que se ejecutaron con prontitud: 1) la creación del cargo de piloto mayor y la actualización del Padrón Real; 2) enviar a las costas de Veragua y del Darién dos expediciones de asiento y colonización, encomendadas a Diego de Nicuesa y Alonso de Ojeda respectivamente; y 3) el envío a Tierra Firme de una expedición en busca del paso, más al norte de Veragua, siendo los encargados Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís.

Según Las Casas, Diego de Nicuesa había llegado a La Española con el comendador mayor Nicolás de Ovando el 15 de abril de 1502, siendo éste su primer contacto con el Nuevo Mundo, aunque es otro cronista, como Fernández de Oviedo, quien lo relaciona con el segundo o tercer viaje colombino. Proveniente de familia de hidalgos de Úbeda, quizás nombrados durante la Reconquista de la zona, sirvió de trinchante a Enrique Enríquez, tío del rey Fernando, y fue tenido por persona muy cuerda, palaciana y graciosa en decir, gran tañedor de vihuela y sobre todo gran jinete, siendo numerosas las referencias en las crónicas a las maravillas que sobre su yegua hacía. Las Casas lo resume así: “Finalmente, era uno de los dotados de gracias y perfecciones humanas que podía haber en Castilla; sólo tenía ser mediano de cuerpo, pero de muy buenas fuerzas, y tanto que, cuando jugaba a las cañas, el cañazo que él daba sobre la adarga los huesos decían que molía”.

Una vez en la isla, se acompañó con un vecino de los trescientos que en La Española estaban y que más hacienda de labranza tenía, comprándole fiado la mitad o el tercio en dos o tres mil pesos de oro y a pagar de los frutos que de ella se obtuvieran, aportando a la compañía el repartimiento de indios que el comendador mayor le dio. Por fortuna, la necesidad de proveer alimentos para los mineros estimuló la producción agrícola y proporcionó una fortuna segura y, a menudo, considerable a quienes atendieron esas necesidades, como fue el caso de Nicuesa, permitiéndole liquidar las deudas contraídas e incluso aumentar su hacienda y dinero, ya que aunque a su llegada la explotación de las minas se encontraba copada por los primeros pobladores y aunque ésta fuera en descenso, siempre hubo necesidad de proveer de alimentos a toda la población.

Nicuesa participaría en las campañas de pacificación de los territorios de Higuey y Xaragua en el otoño de 1503, como uno de los pocos jinetes existentes por aquel entonces en la isla, tomando parte por este motivo, en los repartos de riquezas conseguidos a través de la guerra justa. Nadie quedó sin recompensa.

En 1508 Diego de Nicuesa, junto con Sebastián Atodo, viajaron a Castilla como procuradores de la isla con el fin de conseguir el repartimiento de indios a perpetuidad o por tres vidas, a fin de que con esta medida no les fuesen quitados los repartimientos según el antojo de quien gobernara, pero sólo lo consiguieron por una vida. Además de esto, Nicuesa consiguió negociar para sí otra empresa aún más importante que habría de financiar con las riquezas obtenidas de sus haciendas. Ésta no era otra que la gobernación de Veragua, ya que a él habían llegado noticias de la riqueza de estas tierras descubiertas hacía pocos años por el almirante en su último viaje. Pero esto no resultaría fácil, ya que ese territorio, al igual que la Antillas, se encontraban bajo las concesiones hechas por los Reyes Católicos a Colón en las Capitulaciones de Santa Fe y que su hijo, Diego Colón, pidió a su majestad que se restituyeran los cargos y honores que le habían sido quitados a su padre, así como la gobernación de Tierra Firme y del Darién, las tierras de Veragua y Costa de Paria, puesto que habían sido descubiertas por su padre junto con las islas conocidas hasta entonces de las Indias. También solicitaba el título de virrey, con jurisdicción civil y criminal en dicha islas.

A la sazón, también se despachaba la gobernación de la provincia del golfo de Urabá para Alonso de Ojeda, protegido del obispo Fonseca, y que estaba en la isla esperándola, por lo que en su ausencia la negoció Juan de la Cosa, que con él había andado rescatando perlas y oro en la costa de Tierra Firme.

La finalidad de esta capitulación, firmada el 9 de Junio de 1508 en Burgos, no era otra que descubrir y comerciar, aunque se mezclan objetivos y finalidades, ya que es posible que en el acto de descubrir, al tratarse de un territorio hostil, haya que conquistar y pacificar. Se evidencia que en tales capitulaciones las motivaciones de las armadas de Nicuesa y Ojeda son básicamente pobladoras; que constituyen un intento por asegurar en Veragua y Urabá sendas avanzadillas que despejen y robustezcan el pasaje que abriría el camino hacia el país de las Especias.

De ella se extrae que ambos capitulantes podían ir con los navíos que quisiesen, pero a su “costa e minsion”; rescatar oro, plata, piedras preciosas, todo género de droguería y animales exóticos por término de cuatro años; la parte que de lo rescatado pertenece a la Corona por dicho tiempo hasta llegar al quinto y a quién debía de ser entregado; la obligación de hacer cuatro fortalezas, dos en cada una de las provincias, de cómo debían estar labradas y el plazo que para ello se concedía; licencia para pasar cuarenta esclavos para la labor de dichas fortalezas y las herramientas necesarias para su mantenimiento y construcción; la concesión de la explotación de las minas que allí se hallasen por término de diez años a cambio de la parte correspondiente a la Corona, y cumplido esto, la posibilidad de vender el género en la isla; la posibilidad de comprar lo necesario para el sustento para ellos y para los que con ellos fuesen al mismo precio que lo compraban los de la isla; la posibilidad de llevar hasta un número de doscientos pasajeros desde Castilla para sus gobernaciones, y de las islas hasta un total de seiscientos, encargándose la Corona del mantenimiento de los que de Castilla partieran por cuarenta días, y del resto por quince días; que a los que se les unieran desde La Española no se les impusieran “embargo ni contradiçión alguna, antes les dé todo el fabor e ayuda que fuere menester; e los que tuvieren yndios de rrepartimiento de la dicha ysla no les puedan ser quitados por término de los dichos quatro años, e que gocen de las otras libertades e privilegios que en la dicha ysla Española gozan; y por esta mando al dicho gobernador ques o fuere que así lo cumpla”; la obligación de enviar una relación con todo lo ocurrido y hallado en los nuevos territorios; que se respeten los indios y propiedades de ambos gobernadores en dicha isla durante cuatro años; licencia para llevar desde Castilla cuarenta caballos; licencia para cautivar esclavos de los lugares en que estaba permitido como las islas Camari y Codego, Barú, San Bernardo e Isla Fuerte, y que pudiesen ser vendidos en la isla a cambio de pagar los derechos reales; que los que quisiesen quedarse en las nuevas provincias, lo pudieran hacer sin tener que pagar alcabalas ni otros derechos; derecho a volver a Castilla sin impedimento alguno, así como vender sus heredades y casas que allí tuvieran; la obligación de antes de partir presentarse ante un visitador para que se tome nota de todo lo que se lleva y que se cumple con lo pactado; licencia para armar más barcos en la isla Española, un total de dos por asiento, y que pudieran llevar desde La Española y desde Jamaica los bastimentos necesarios para los pobladores que allí se establecieran; licencia para poder llevar a sus haciendas cuatrocientos indios de islas cercanas a La Española; licencia para llevar cuarenta indios maestros en el arte de extraer oro, de manera que enseñen a los naturales; prohibición de llevar extranjeros; la obligación de pagar llanas y abonadas hasta una cierta cantidad que no aparece en la capitulación; el incumplimiento del acuerdo o fraude, conllevaría el castigo con cámara y fisco; la gobernación de Veragua a Nicuesa y de Urabá a Ojeda, quien había de llevar por lugarteniente a La Cosa, con jurisdicción civil y criminal durante los cuatro años, quedando la apelación a cargo del gobernador de La Española; la gobernación de la isla de Jamaica, con las mismas condiciones, estando siempre por debajo del gobernador de La Española, siempre que allí construyan fortalezas.

Debido a que era más poderoso que Ojeda, Nicuesa consiguió engrosar más su armada, trayendo cuatro navíos grandes y dos bergantines, así como mucho más aparato y más gente, “por su buen trato y graciosa conversación”, o como dice Pedro Mártir de Anglería, “porque era hombre de más autoridad por razón de edad”, así como por la fama de riqueza de Veragua. Se detuvo durante el camino en la isla de Santa Cruz, cercana a San Juan, donde capturó indios que fueron vendidos en La Española y en San Juan, según licencia real. Juntos en Santo Domingo, ambos gobernadores procuraban el despacho de sus armadas, por lo que en ocasiones llegaron al enfrentamiento, diciendo Las Casas “quería cada uno de ellos que la provincia del Darién cayese dentro de sus límites, y así andaban cada día de mal en peor, de tal manera que se matasen un día creíamos los que víamos”. Sólo la intervención de Juan de la Cosa evitó el enfrentamiento, estableciéndose que la gobernación de Veragua o Castilla del Oro comprendería desde el cabo de Gracias a Dios hasta el río Grande del Darién, actual Atrato, y desde aquí hasta el cabo de la Vela Nueva Andalucía o Urabá.

En noviembre de 1509, los dos capitanes abandonaron la isla, con una diferencia de ocho días, dejando como lugartenientes Nicuesa y Ojeda a Rodrigo de Colmenares y al bachiller Enciso, respectivamente, no sin que el hijo del Almirante les pusiera algunas trabas, siendo apresado Nicuesa el mismo día de su partida a causa de algunas deudas impagadas, pretexto utilizado por Diego Colón para frustrar los planes del gobernador. Además, envió a Juan de Esquivel poblar Jamaica como teniente de la misma, algo que no sentó bien a ninguno de los gobernadores, puesto que por capitulación les pertenecía la gobernación de la isla durante cuatro años. Esto, según Las Casas, llevó a Ojeda a jurar que si Esquivel entraba en la isla de Jamaica, le cortaría la cabeza.

Según Oviedo, Ojeda se había apropiado de uno de los barcos que había armado Nicuesa, por lo que siguiendo sus pasos, se dirigiría hacia las costas de Cartagena, adonde Ojeda se había dirigido a realizar una campaña esclavista, según le permitía la capitulación. Llegado a Turbaco, encontraría la hueste de Ojeda derrotada por los indios flecheros, habiendo perdido parte de sus hombres, entre ellos Juan de la Cosa. Ambos capitanes olvidarían sus rencillas y juntos masacraron a los nativos en venganza por lo sucedido. Después de esto, los capitanes se separaron yendo cada uno hacia su gobernación. En el camino se detuvo en el Puerto de Misas, actual istmo de Panamá, donde dejó allí al grueso de la armada, que debía de aguardar sus órdenes para seguirle, mientras se dirigía rumbo a su gobernación con una carabela y dos bergantines, siendo su lugarteniente Lope de Olano.

Para la derrota y localización de Veragua, Nicuesa decía disponer, según Oviedo, de “una carta e relación de los puertos de aquesta costa y señas dellos hasta llegar al río Veragua que le había proporcionado el adelantado Bartolomé Colón para su aviso”. Según el cronista, fue este mismo documento el que sentenciaría su desnortamiento, ya que haciendo caso omiso a los consejos y a la experiencia de muchos de sus marinos, que habían visitado estas tierras cuando lo hiciera el Almirante por primera vez, como era el caso de Diego Martín, Pedro de Umbría o Pedro de Ledesma. Se obstinó en que la única posibilidad para llegar a la gobernación era seguir las indicaciones de la carta de marear. Ejemplo de ello es que al pasar la flotilla por las costas veragüenses, uno de los pilotos que iban en el bergantín de Lope de Olano, y que iba en el cuarto viaje colombino, advirtió que ésa era Veragua. Nicuesa desoyó al marinero, ya que no podía tener tal fallo la “carta e relación” del adelantado a la que tanto se aferraba. De esta manera, sobre él recae una buena proporción de responsabilidad en el desastre final de la empresa.

Intencionados o no los yerros contenidos en la carta, Nicuesa la aceptó por buena, y esa ingenua confianza le acarreó una suerte doblemente funesta: por un lado, su desviación hacia el oeste de Veragua y el subsecuente naufragio de su carabela a la altura de la desamparada isla Escudo de Veragua; por otro, el abandono de que fue objeto por parte de Lope de Olano, quien, aprovechando el despiste y supuesta desaparición del comandante, asumió la jefatura de la armada.

La acción de Olano frente a Nicuesa no ha sido calificada con unanimidad por los cronistas. Oviedo y Las Casas emiten un juicio nada indulgente, tachándolo en el caso de Oviedo de traidor, desleal y mal capitán, ya que aprovechando el desnortamiento de Nicuesa, mandó al piloto y a sus marineros que volviesen sobre la derrota que habían llevado y que no siguieran al farol del barco del capitán, regresando a por el grueso de la flota, e hizo creer a los demás expedicionarios, confabulando con los de su bergantín, la muerte de Nicuesa y los que le acompañaban. Las Casas, sin embargo, no hace mención sobre la porfía entre Olano y Nicuesa sobre la identificación de aquellas costas, pero no tiene reparos en manifestar sus sospechas de que el subalterno abandonó al jefe para alzarse con la armada, y para reforzar su recelo, nos recuerda sus ejemplares antecedentes, apuntando que fue uno de los que junto a Francisco Roldán anduvo contra el almirante en La Española. En cambio, Pedro Mártir de Anglería y Antonio de Herrera y Tordesillas no toman partido. Se limitan a exponer los hechos aunque de manera distinta. Anglería reconoce que Olano había advertido el despiste de Nicuesa y que aquellas costas eran las de Veragua, pero no por indicaciones de su piloto, como dice Oviedo, sino por noticias que dieron los indios. Sin embargo, se guarda de pronunciarse sobre el proceder de Olano, limitándose a decir que los expedicionarios junto con Olano “formaron juicio de que al jefe Nicuesa no le faltaría noticia de Veragua, y que en teniéndola, se reincorporaría a la Armada”. Así dice que cuando Nicuesa fue rescatado a los pocos meses de su desventurado extravío, acusó a Olano de “traidor porque se había arrogado la autoridad de gobernador, e inducido por la dulzura del mando no se había cuidado de su pérdida y había sido negligente en investigar porqué se retardaba tanto”.

El relato de Herrera se aparta ligeramente del anterior, aunque se asemeja bastante a la versión de Las Casas. Como éste, menciona la sospecha que cundió en Nicuesa y algunos de los expedicionarios de que el cobijo de Olano en una isleta de la costa veragüense, pretextando rehuir los peligros de un conato de tormenta y su consecuente distanciamiento de la carabela del comandante, obedecía a su propósito de alzarse con la armada y la gobernación. Herrera, sin embargo, se restringe a la exposición de los hechos, sin enjuiciar a nadie. No acusa a Olano, pero tampoco rompe lanzas en su honor.

Olano dirigiría la flota hacia la boca del Belén, paraje recomendado por la experiencia colombina para la tarea colonizadora, considerando su proximidad a la zona aurífera de Veragua. La localización del río debió resultar tarea fácil para el piloto que había discutido con Nicuesa sobre la identidad de aquellas costas, dada su familiaridad con el paisaje. Convenientemente dispuesta la fundación, Olano se hace jurar, según Oviedo, por “gobernador” o “teniente de gobernador”. Según todos los indicios, tras la fundación, la búsqueda metalífera se convierte en el objeto esencial y básico de la expedición. La precariedad de Veragua no resultaba, por cierto, lo suficientemente tentadora para el afincamiento colonizador, pero la riqueza de sus yacimientos de oro justificaba cualquier tentativa en ese sentido. Su determinación de destruir y abandonar las naves de la armada “para quitar toda esperanza de irse los que habían sido llevados, y para que se aviniesen a cultivar la región”, según Pedro Mártir, el afán de lucro inmediato se impondría sobre cualquier otro, incluso sobre las metas imperiales de los reyes, de servirse de Veragua como trampolín para el camino hacia Asia. Para Olano, dada su riqueza aurífera, Veragua constituía un fin en sí misma. Pronto se vería, sin embargo, que para la conservación del asiento, hacía falta algo más que una ambición lucrativa, por fuerte que fuese.

El que la preocupación aurífera fuese esencial y básica no impediría, sin embargo, que Olano y los demás expedicionarios procurasen asegurar el sustentamiento autónomo de la colonia. Repetidas crecidas del Belén, sucesivas pérdidas acarreadas por naufragios y otros accidentes, y el incesante consumo de los colonos determinaron que a los pocos meses de poblamiento las vituallas se agotasen por completo. Es posible que, dado el general optimismo que acompañaba a las incursiones descubridoras de aquellos comienzos, se creyese que pese al descalabro del adelantado en Belén, la población indígena se prestaría a un trato amistoso y a colaborar cuando menos en el avituallamiento de la colonia. Aquellos nativos no tenían ningún interés en mantener relaciones con los nuevos intrusos, y bastó que éstos pusiesen su planta en Veragua para que los indios comarcanos echasen mano a sus armas y se aprestasen a hacerles frente. Las vituallas durarían poco, y las tierras del litoral, tan profusamente lavadas, desmineralizadas y erosionadas, no eran precisamente muy aptas para los cultivos y con reiterada esquivez se hubiera rehusado a compensar los denotados esfuerzos labriegos. Sin el auxilio laboral de los aborígenes, ya sea como jornaleros o como proveedores de vituallas mediante trueques o rescates, el sustento al asentamiento era ilusorio. Comprobado este hecho y ya muy disminuida la esperanza de que llegasen oportunamente refuerzos de La Española, a causa del indefinido retraso de Colmenares, la desesperación hizo presa de los colonos.

En esas circunstancias y por un azar del destino, Nicuesa fue rescatado con los supervivientes que le acompañaban en la isla Escudo de Veragua, donde durante varios meses había sufrido toda suerte de calamidades y estuvo a punto de perecer. Poco después de salir del puerto de Cartagena una violenta tempestad separó su buque de los dos que llevaba a su cargo de Olano y lo estrelló contra las rocas: la tripulación se salvó milagrosamente, perdiéndose todo el cargamento y sólo les quedó una barca que llevaba el bergantín, la cual, tripulada por cuatro marineros, fue siguiendo por la costa la triste peregrinación que por tierra emprendieron Nicuesa y su gente en busca de la provincia de Veragua. Llegarán con grandes penalidades a la punta de una gran ensenada y, para ahorrar camino, fueron pasando en la barca al extremo opuesto, el cual resultó ser una isla desprovista de recursos para subsistir. Los marineros que tripulaban la barca, viendo lo perdidos que estaban, abandonaran y emprendieron la vuelta con la esperanza de encontrar los buques mandados por Olano y tuvieron fortuna de hallarlos en el río de Belén, y desde allí salió un bergantín con alguna provisión.

La reincorporación de Nicuesa a la jefatura de la armada, lejos de mejorar la situación la agravaría aún más. Violentamente irritado contra Olano y otros capitanes a quienes achacaba la responsabilidad de su abandono y desgracia durante todo ese tiempo (ocho meses dice Oviedo y más de tres dice Las Casas). Nicuesa ordenó encadenar y encarcelar al usurpador y levantar el asiento, por ser Veragua su juicio “tierra tan malaventurada”.

Firme Nicuesa en el propósito de establecerse en la gobernación, abandonó el río de Belén y fue con su gente en busca de mejor sitio donde colonizar. Obligado por la necesidad de buscar víveres desembarcó en Puerto Bello, pero hallábanse tan extenuados los españoles que apenas podían manejar las armas, por lo que fueron rechazados por los indios, que les mataron veinte hombres, al fin llegaron a un gran puerto que Nicuesa tituló Nombre de Dios, en el que con grandes trabajos construyó un fuerte para defenderse de los naturales que exacerbados, con las entradas de los españoles, hacían en sus poblados para quitarles los mantenimientos les declararán implacable guerra.

Desde allí despachó Nicuesa un bergantín a La Española en busca de socorros y enviando relación fechada en 9 de noviembre de 1510 de las increíbles vicisitudes, privaciones y peligros que habían pasado en los doce meses transcurridos desde que salieron de la isla, habiendo sufrido tantas bajas que, según el padre Las Casas, sólo quedaban unos cien hombres, la mayor parte enfermos, cuando llegaron los comisionados del Darién que iban en busca del amparo y protección de Nicuesa.

Al llegar los comisionados a Nombre de Dios encontraron a sus vecinos en situación, si cabe, más angustiosa que la que ellos atravesaban: el hambre, los trabajos y la lucha con los indios, unidos a lo insano del lugar, habían reducido a sesenta el número de los españoles, los que se hallaban en tan mísero estado que hubieran perecido sin la oportuna llegada de Colmenares y Albítez, a los que Nicuesa recibió como a personas a quien debía su salvación, emprendiendo con ellos al poco tiempo el viaje a Santa María de la Antigua, donde esperaba tener la buena acogida que los comisionados le ofrecían. Según Pedro Mártir, Nicuesa después de ofrecerle Colmenares y los demás comisionados el gobierno de Santa María de la Antigua se consideró ya en posesión del mando y comenzó a exponer públicamente las medidas que pensaba adoptar, siendo una de ellas la de incautarse de todo el oro que tenían los colonos, porque a su juicio ninguno podía poseer el preciado metal sin su autorización o la de Ojeda. Estas imprudentes palabras, conocidas por los vecinos de La Antigua por el relato de algunos que procedentes de Nombre de Dios fueron a la villa antes que Nicuesa, indignaron a todos y especialmente a los partidarios de Enciso y Vasco Núñez, los cuales, incitados por éste, produjeron a la llegada de Nicuesa una sublevación del pueblo que le obligó a abandonar la Tierra Firme en el mismo bergantín que lo había traído. El buque, que sólo llevaba diecisiete hombres de tripulación, zarpó de Santa María de la Antigua, según Pedro Mártir, en la calendas de marzo de 1511 con rumbo a la isla Española, donde Nicuesa se proponía quejarse al almirante y los oficiales reales de la usurpación de Vasco Núñez y de la violencia que le había hecho el juez Enciso, pero no se volvió a tener noticias del bergantín; algunos autores suponen que el barco naufragó en el camino y perecieron todos los tripulantes, y otros que, agotados los víveres, se vio Nicuesa en la necesidad de desembarcar con su gente en la isla de Cuba y allí sucumbieron todos a manos de los indios.

 

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Cristóbal Vallet Escobero

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