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Aníbal Morillo y Pérez del Villar

Biografía

Morillo y Pérez del Villar, Aníbal. Conde de Cartagena (IV). Madrid, 23.III.1865 – Lausana (Suiza), 25.IX.1929. Diplomático y filántropo.

Hijo de Pablo Morillo y Villar, II conde de Cartagena, y de María de las Mercedes Pérez y García de la Prada. Era nieto de Pablo Morillo, el célebre general que defendiera la soberanía española en los territorios suramericanos. Sucedió a su hermano mayor Pablo Morillo y Pérez en las mercedes de conde de Cartagena y marqués de la Puerta, que había ganado su abuelo en América. Soltero, poseedor de gran fortuna, discreto en conducta y con amistades en el mundo diplomático, Alfonso XIII le confió una difícil misión: restablecer (en 1912) las relaciones con la Venezuela dictatorial del general Juan Vicente Gómez, con quien Morillo se entrevistó en su condición de enviado (embajador) extraordinario. En 1913 se decidió por realizar un extenso periplo por los países balcánicos, apenas rehechos de dos encarnizadas contiendas. De resultas de este arriesgado viaje de Morillo —así como de las impresiones políticas que supo transmitir a Alfonso XIII—, el Monarca se decidió por recomendarle para un puesto de la máxima relevancia: embajador en San Petersburgo. El 16 de marzo de 1914 Morillo presentaba, en el palacio de Tsarkoie Selo, sus credenciales ante el zar Nicolás II.

La magnitud de los primeros choques entre los ejércitos rusos y alemanes —batallas de Tannenberg y de los Lagos Masurianos (de agosto a septiembre de 1914)—, junto a los desastres austríacos en los frentes del Dvina y el Danubio, mostraron a Morillo la gravedad de un problema asistencial que, en pocos meses, pareció inabordable: la ayuda a ciento cincuenta mil prisioneros rusos, sumada a la información que le era solicitada por su colega, Castro, en Viena, sobre el destino del medio millón de cautivos austrohúngaros, internados en campos situados en la vertiente oriental de los Urales. Tras las severas derrotas zaristas del invierno de 1915, la cifra de prisioneros rusos en los campos de concentración austroalemanes se acercó al millón de internados. Morillo se enfrentó a las impasibilidades de los gobiernos zaristas y a los desplantes de Polo de Bernabé en Berlín, de quienes dependía para agilizar su agobiante labor humanitaria. Ambos embajadores no se entendieron, pese a que Morillo siempre mantuvo (en su correspondencia con los titulares del Ministerio de Estado) un trato respetuoso hacia Polo de Bernabé, quien no le correspondió en sus cartas reservadas a los anteriores.

Morillo resistió en su puesto mientras Dato estuvo al frente del Gobierno (hasta diciembre de 1915). La llegada al poder de los liberales de Romanones puso término a su misión en San Petersburgo, de la que fue relevado, en abril de 1916, por el marqués de Villasinda, Luis Valera y Delavat, antes embajador en Lisboa. La gestión de Villasinda fue de lamentable ineficacia para la causa asistencial española; máxime cuando, meses después, los contingentes rusos cautivos en Alemania alcanzaron la abrumadora cifra de tres millones y medio de hombres, de los que una tercera parte se hallaban gravemente enfermos o lisiados y depauperados el resto, a excepción del grueso de la oficialidad. Al marchar Morillo, dejó confiada su acción de tutela al primer secretario, Justo Garrido, quien se hizo cargo de la embajada al triunfar la Revolución Bolchevique.

A su regreso de Rusia, ningún encargo diplomático esperaba al conde de Cartagena, lo que resultó tan ingrato para él como estéril para la política exterior española, dadas su probidad y generosidad, aún no reconocidas. Presentó su dimisión el 19 de marzo de 1917, un día antes de que el Gobierno de García Prieto sustituyera al de Romanones. Si los ejecutivos liberales le hubiesen renovado la confianza y proporcionado mayores medios, el neutralismo político que Morillo representaba se hubiera impuesto en el decadente mundo zarista y, en combinación con sus colegas británico, James Buchanan y francés, Maurice Paleólogue, tal vez habría evitado el trágico final del zar Nicolás II y su familia, rehenes de los bolcheviques más exaltados y ejecutados por éstos pese a los esfuerzos (ante la Familia Real inglesa) de Alfonso XIII.

En 1920 todavía figuraba Morillo como “cesante” en los registros del Ministerio de Estado. Pasó el final de sus días entre París, su residencia habitual, Madrid y Lausana. Y en esta última ciudad falleció a causa de una embolia pulmonar. Sus restos mortales fueron repatriados a España, vía Hendaya. El 4 de octubre de 1929 eran inhumados en Madrid, en la sacramental de San Isidro. La noticia de su muerte, si bien pasó casi desapercibida al principio, dio luego origen a sucesivas crónicas periodísticas, encomiásticas todas ellas, tras conocerse las disposiciones testamentarias del finado: donar su fortuna personal a instituciones científicas, patronatos artísticos o establecimientos benéficos. Incluso el producto de la venta de su vestuario particular y de sus alhajas se confiaron al mejor sostenimiento de los asilos para menesterosos.

Cuando los tres albaceas del fallecido aristócrata —el duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart Falcó Portocarrero, que fuese su mejor amigo; el ingeniero Leonardo Torres Quevedo, más el historiador Ramón Menéndez Pidal (a su vez presidentes respectivos de la Real Academia Española, de la de Ciencias y la de la Historia)— hicieron públicas las minuciosas cláusulas del testamento, el asombro y la admiración fueron generales. Hasta 6.350.000 pesetas quedaban apartadas (con variables de un millón a un millón y medio de pesetas) para las Reales Academias de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; la de Bellas Artes de San Fernando; Española; de la Historia y la Nacional de Medicina. Las citadas Academias se obligaban a dotar, con los fondos recibidos, cuatro cátedras de estudios superiores, veintiséis becas y cinco premios de carácter anual. Al Patronato del Museo del Prado se destinaban otras 300.000 pesetas. Con el remanente de los bienes del finado —tras sufragar los gastos de tramitación— se establecía un segundo bloque donante: el 70 por ciento se repartía, mitad por mitad, entre las Reales Academias de la Historia y la de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. El 30 por ciento restante se subdividía entre las Reales Academias de Bellas Artes de San Fernando, la Española y la de Medicina.

La talla moral del gran filántropo se probaba en otra cláusula de su testamento, otorgado el 16 de julio de 1929 ante José Criado Fernández-Pacheco, notario de Madrid, por medio de la cual eximía de todo pago a sus deudores particulares.

 

Obras de ~: Einnnerungen an neime Botschafterzeit in Russland, Berlin, Quaderverlag, 1934.

 

Bibl.: V. Espinós Moltó, Espejo de Neutrales. Alfonso XIII y la guerra, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1917; J. Pando Despierto, Un Rey para la esperanza. La España humanitaria de Alfonso XIII en la Gran Guerra, Madrid, Temas de Hoy, 2002, págs. 39, 146, 407, 412-413 y 458.

 

Juan Pando Despierto

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