Álvaro Zapata, Juan. Torralba (Zaragoza), c. 1552 – Tárrega (Lérida), 13.X.1623. Monje cisterciense (OCist.) de Veruela, obispo de Boza en Cerdeña, obispo de Solsona, teólogo e historiador.
Algunos le hacen originario de Calatayud, pero la mayoría sitúa su nacimiento en Torralba, sin que se sepa la fecha, pero se deduce de la documentación, pues se dice que en 1602 fue nombrado abad de su monasterio cuando frisaba en los cincuenta años.
Ingresó muy joven en Veruela (Zaragoza) habiendo recibido el hábito de manos del abad fray Carlos Cerdán Gurrea, el 13 de abril de 1565, quien le admitió a la profesión un año más tarde. Este mismo abad le extendió, en 1574, una autorización para trasladarse a la universidad de Alcalá. Es de advertir que todavía por esas fechas no había surgido la congregación cisterciense de los reinos de Aragón, que organizó luego la enseñanza en sus propios monasterios al lado de las universidades. La congregación de Castilla, en cambio, se había adelantado fundando los colegios de Salamanca y Alcalá. Fray Juan Álvaro figura entre los grandes varones cultos salidos de este último colegio, habiéndose encontrado allí con una serie de sujetos que escalaron los principales puestos de los monasterios, y otros fueron ascendidos a sedes episcopales.
Hacia 1575 fue ordenado sacerdote y, al poco tiempo, aparece ya con un primer destino, vicariocapellán de las religiosas de la Zaidía (Valencia), permaneciendo en el puesto durante veinte años, tiempo aprovechado no sólo para fortalecerlas en la fe y en la piedad, sino también para realizar diversos trabajos científicos que inmortalizarán su nombre.
Pero al bajar al sepulcro en 1602 el abad de Veruela fray Francisco Hurtado de Mendoza, tratándose de una abadía de provisión real, sucedió lo inesperado, el Rey propuso para dicha sede al antiguo monje que se hallaba prestando servicios en Valencia.
Tomó posesión del cargo el 19 de marzo del mismo año 1602. Durante diez años rigió la abadía, dejando admirables ejemplos de haber desempeñado el cargo con la mayor cordura, pues se dice de él que durante ese tiempo “se vio florecer la observancia regular”. Llevó a cabo importantes obras, las cuales no es posible enumerar, pero entre las que destaca cómo una familia noble, los duques de Villahermosa, habiendo mostrado su esplendidez con los monjes de Veruela, éstos correspondieron erigiendo un precioso mausoleo de mármol blanco en el templo. No es posible pasar por alto uno de los logros más salientes que mostró durante esos años de abad en Veruela. Mención especial merece su dinamismo encaminado a elevar el nivel cultural de los monjes y a la vez fomentar la ayuda mutua entre las distintas comunidades. Sin duda la estancia en Alcalá entre los monjes de la congregación de Castilla, le estimuló a que los monasterios del noreste español trataran de hacer una nueva congregación encaminada a fomentar esa ayuda mutua y a la vez a la formación cultural de los jóvenes. Esas ilusiones que marcaron su actividad de los últimos años de abad, darían pronto su fruto, logrando poner en marcha la congregación de los reinos de Aragón, Cataluña y Navarra. Él había sido uno de los principales promotores de la misma.
La personalidad de fray Juan iba acrecentando cada día méritos, tanto en las altas esferas de la Orden, como en la Iglesia. Hacia 1610 ciertos émulos de la abadía de Poblet acusaron ante el Nuncio que la comunidad se había apartado de sus deberes. No apresurándose a dar crédito a los rumores, nombró una comisión de dos monjes extraños para que estudiaran de cerca el caso. Éstos fueron fray Juan, abad de Veruela, y fray Lorenzo de Zamora, de la congregación de Castilla, que había sido abad de Huera.
Dispuestos a cumplir el encargo, se encaminaron a la abadía catalana, y según el parecer del padre Finestres, principal historiador del monasterio, los monjes se negaron a recibirles, por juzgar que no llevaban autorización expresa de la Orden ni directamente del Papa. Un poco sospechosa se hace esta noticia, cuando dos años más tarde aparece fray Juan Álvaro como visitador de Poblet y Santes Creus, nombrado por el abad general del Císter. Si tan mal sabor de boca le dejaron antes los monjes, no parece normal que ahora le vuelvan a nombrar para el mismo cometido, aunque sea la suprema autoridad de la Orden.
Hallándose en estas andanzas le sorprendió otro nombramiento de distinta índole. Felipe III le propuso a Roma, y fue aceptado, como obispo para la sede de Bossa, en Cerdeña. Después de bendecido en Madrid por el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, y cuando se hallaba dispuesto a emprender el viaje hacia la nueva diócesis, le llegó nuevo nombramiento para la diócesis de Solsona, vacante por traslado del titular Luis Sanz y Códel a la sede de Barcelona.
El 26 de julio de 1613, tomó posesión de la sede catalana y se entregó a la tarea de regir a sus ovejas con el mismo entusiasmo que cuando los monjes le eligieron para presidirles. Uno de los acontecimientos más significados de su pontificado fue la inauguración de la capilla dedicada a la venerada patrona de la ciudad, Nuestra Señora del Claustro. Otro logro que inmortalizó su nombre fue la obtención de una bula del papa Pablo V en 1617 para erigir el colegio de dominicos, elevado más tarde a la categoría de universidad, con facultad de impartir grados académicos en el momento que Felipe V la incorporó con otras catalanas a la de Cervera. Después de un pontificado fecundo por espacio de diez años, falleció en la paz de Cristo cuando se hallaba en Tárrega visitando la diócesis, el 13 de octubre de 1623. Algunos autores adelantan su muerte a 1620 o 1621, pero se trata de un error. Fue trasladado a Solsona e inhumado en el presbiterio de su catedral. Allí perseveraron los restos hasta 1810, año en que al ser ocupada la ciudad por las tropas francesas, fueron profanados con los de otros prelados.
Dejó fama de excelente y santo prelado.
Obras de ~: Vida, penitencia y milagros de nuestro gloriosísimo padre melífluo San Bernardo, Valencia, 1597; Fundaciones y verdadera relación de algunas cosas particulares de los Monasterios de la Orden de Císter, comúnmente dicha de san Bernardo, en la Corona de Aragón, sacada de escritos antiguos y otras cosas que se saben por tradición, Valencia, 1597; Doctrina y regla breve como se ha de regir el religioso y religiosa que viven en el Monasterio, sacado de nuestro Padre san Bernardo, s. l., s. f.
Bibl.: A. de Yepes, Corónica general de la Orden de San Benito, vol. VIII, Valladolid, 1617, pág. 374; C. Henríquez, Phenix reviviscens, Bruxellae, 1626, págs. 388-389; C. de Visch, Bibliotheca scriptorum sacri Ordinis Cisterciensis, Coloniae, 1656, pág. 174; N. Antonio, Bibliotheca nova, vol. I, Madrid, Joaquín de Ibarra, 1783, pág. 632 (trad. de G. de Andrés y M. Matilla Martínez, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1999); R. Muñiz, Biblioteca Cisterciense española, Burgos, Joseph de Navas, 1793, págs. 20-21; VV. AA., Biografía eclesiástica completa, vol. I, Madrid, Eusebio Aguado, 1848, págs. 493-494; P. Blanco Trías, El Monasterio de Santa María de Veruela, Palma de Mallorca, Moceen Alcocer, 1949, pág. 184-187; J. Finestres, Historia del Real Monasterio de Poblet, vol. IV, Barcelona, 1949, págs. 200 ss. (Cistercium, II (1950), pág. 197); P. Guerin, “Alvaro Zapata”, en Q. Aldea Vaquero, J. Vives Gatell y T. Marín Martínez (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 56; D. Yáñez Neira, El Císter, Órdenes Religiosas Zaragozanas, Zaragoza, 1987, págs. 384-387.
Damián Yáñez Neira, OCSO