Gómez Ortega, Rafael. El Gallo. Madrid, 17.VII.1882 – Sevilla, 25.V.1960. Torero.
Hijo de Fernando Gómez El Gallo y de la bailaora Gabriela Ortega, y hermano de los diestros Fernando y Joselito (entre otros miembros de una amplísima familia de toreros), Rafael nació circunstancialmente en Madrid, donde su padre se encontraba toreando las corridas de abono, el lunes 17 de julio de 1882, y no el día 18 como afirman José María de Cossío en el tomo III de su monumental obra, Francisco Narbona en su biografía y Néstor Luján en su Historia del toreo.
Fernando Gómez, apodado entonces Gallito, toreó en Madrid los días 13 y 21 de julio, cuatro antes y cuatro después de que naciera su hijo Rafael.
Tras pasar la infancia en la capital de España, con seis años Rafael se trasladó con sus padres a Sevilla, localidad de ascendencia familiar y de la que siempre se consideró. La familia Gómez Ortega se instaló en la finca “La Huerta”, en Gelves, pueblo de tantas resonancias en la historia del toreo. Y allí, en una placita de tientas que el padre mandó edificar, aprendieron a torear Rafael y sus hermanos. A partir de los nueve años, comenzó Rafael a torear becerras (la primera vez fue en la finca de Pérez de la Concha), y a los trece banderilleó en Alcalá del Río un toro que iba a estoquear Antonio Reverte. Muy pronto se le emparejó con Manuel García Revertito, sobrino carnal de Reverte. Ambos debutaron como toreros en Valencia el 8 de abril de 1897, y, más adelante, formó parte de una cuadrilla de niños toreros en la que también se incluyó a Machaquito (que entonces se apodaba Reondo), Lagartijo Chico y Manolete padre, todos cordobeses. Rota esta cuadrilla, Rafael se unió con el sevillano Manuel Molina Algabeñito, formándose entonces dos grupos de jóvenes toreros. Dice Cossío: “Pronto empezó una enconada competencia entre las dos cuadrillas, hostigados por las pasiones de los aficionados sevillanos y cordobeses. Fueron campos de pelea las plazas de Córdoba y Sevilla, y la de Madrid. Los unos y los otros consiguieron triunfos y ovaciones, aun en el campo contrario”.
Tras debutar en Madrid el 15 de mayo de 1899, mano a mano con Algabeñito, con novillos del duque de Veragua (repitieron actuación el 24 de junio y el 27 de agosto), en esa misma plaza se celebró, el siguiente 1 de septiembre, una novillada muy interesante, porque reunió en el mismo cartel y “en competencia” a las dos cuadrillas que estaban en boga en esos momentos: los cordobeses Machaquito y Lagartijo Chico y los sevillanos Gallito (así se anunciaba entonces Rafael) y Algabeñito (o Algabeño Chico, como le nombra Pérez López). Los novillos fueron de Esteban Hernández. Finalizada la temporada, se rompió la cuadrilla de sevillanos, y Rafael continúo su carrera taurina en solitario.
El Gallo tomó la alternativa en Sevilla el 28 de septiembre de 1902, de manos de Emilio Torres Bombita, que le cedió, en presencia de su hermano Ricardo Bombita Chico, el toro Repeloso, de Carlos Otaolaurruchi. Le confirmó el doctorado en Madrid su antiguo “rival” de novilladas Lagartijo Chico, el 20 de marzo de 1904, al cederle el toro Barbero, de Veragua, en festejo celebrado mano a mano. Según Pérez López, en su primer toro, Rafael “se mostró embarullado con el capote, pinturero en quites, bien con la muleta y mal con la espada. En el cuarto estuvo breve y algunas palmas. Con el sexto no estuvo lucido”. Desde ese momento, la trayectoria de Rafael Gómez fue un continuo ir y venir de la gloria al fracaso, de la cima a la sima del toreo. Así, si un año toreaba sesenta corridas, en la siguiente temporada podía hacer dos paseíllos; y subir luego otra vez a sesenta, para a continuación bajar a dieciocho en 1906 y a seis en 1907.
A partir de 1908 y 1909 se benefició del famoso “pleito de los Miuras”, que “se debió —según Néstor Luján— a la obligación que Bombita quiso imponer a las empresas de aumentar los honorarios cuando se quisiesen poner en cartel las reses de la fatídica ganadería. Sostenía Ricardo Bombita, y en sus argumentos había una punta de razón, que el ganadero, y con él los empresarios, explotaban el halo maléfico que tenía y tiene su divisa, y por eso mismo cobran más que nadie”. Aunque inicialmente El Gallo firmó la carta de Bombita, después se retractó y se benefició de la maniobra del empresario de Madrid, Indalecio Mosquera, para librarse de las exigencias de Bombita y Machaquito, lo que “permitió que se dieran a conocer Vicente Pastor, El Gallo y Bienvenida, que brillaron en el abono madrileño”, añade Néstor Luján.
Su mejor época transcurrió entre 1910 y 1915, llegando a torear en 1912 ochenta y dos corridas. Se retiró (en realidad “le retiró” su hermano Joselito) en Sevilla el 10 de octubre de 1918, si bien reapareció al año siguiente. Tras la muerte de José Gómez en Talavera, en 1920, Rafael aumentó de nuevo sus contrataciones, toreando también numerosas corridas en América. Retirado de nuevo, reapareció en 1934. El 19 de abril le cortó en la Maestranza las dos orejas y el rabo a un toro de Gamero Cívico, según Cossío, y de Torre Abad, según Narbona y De la Vega, tras una gran faena que le había brindado a Juan Belmonte, su amigo y “protector” dentro y fuera del ruedo... para decir adiós de manera definitiva a los toros el 4 de octubre de 1936 en Barcelona.
El Gallo, al que se conoció con el sobrenombre de El Divino Calvo, era capaz de hacer lo mejor y lo peor en la misma tarde e incluso en el mismo toro. Sus espantadas, producto del miedo insuperable, fueron famosas, lo mismo que su toreo intuitivo e inspirado, rítmico en su manera de andar y moverse en la plaza, variado y valiente cuando los “mengues” así lo querían.
Según Néstor Luján, “Rafael el Gallo es el torero de personalidad más fascinadora que se recuerda. Fascinadora y compleja, pues pasaba sin solución de continuidad del triunfo más asombroso al fracaso más absoluto. El Gallo ha sido el personaje más rico en anécdotas, más fabuloso en su vida privada. El hombre más mitológico y lunático que ha dado el toreo.
Y a la vez el artista más fecundo, más personal y lleno de una maestría inaudita, con un instinto de artista genial; el hombre que ha llegado a la gracia del gesto más espontáneo, más natural y a la vez más inspirado que se conoce. El Gallo, en la plaza, era una lección prodigiosa del prestigio del gesto, del dominio, de la fascinación sobre la meridiana verdad del arte. [...] Al Gallo es difícil clasificarle en ninguna época ni en ningún estilo. Como torero fue un caso aparte. Toreó clásicamente cuando quiso, creó un toreo barroco cuando bien le pareció y fue cobarde, desmedulado de miedo, cuando se le antojaba. Nunca se podrán saber las causas de sus súbitos ataques de pánico. Él ha intentado explicarlo infinidad de veces con frases gráficas y contradictorias, coloreadas por su imaginación; su frase ‘las broncas se las lleva el viento y las cornadas se las queda uno’, que tanto ha prodigado, parece mantener una posición cínica que tampoco fue verdadera”.
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José Luis Ramón Carrión