Portillo y Torres, Fernando. ?, s. XVIII – Bogotá (Colombia), 24.I.1804. Prior del Convento de Dominicos de Málaga, arzobispo de Santo Domingo, obispo de Trujillo, arzobispo de Santafé de Bogotá.
Religioso dominico, cuando era prior de su Convento en Málaga, recibió el nombramiento para arzobispo de Santo Domingo el 10 de abril de 1788, la preconización el 15 de septiembre, las bulas el 17 del mismo mes y las ejecutoriales el 12 de octubre de 1788. Se le dio licencia para ir a su iglesia el 28 de abril de 1789 y salió de Málaga con rumbo a la Guaira para llegar a Caracas, donde el obispo Mariano Martí lo consagró en la iglesia de San Jacinto de los padres dominicos, el 7 de junio. Se embarcó hacia Santo Domingo el 30 de junio y llegó a su sede el 11 de julio.
Dos días después tomó posesión del arzobispado.
Recién llegado, deseoso de conocer su archidiócesis, emprendió una visita pastoral a las parroquias de la ciudad y del Cibao. En 1794 realizó la visita a distintos lugares de la frontera, deteniéndose especialmente en Baní, donde tuvo que realizar amonestaciones por las omisiones y descuidos comprobados. El 25 de marzo de 1795 recibía una bula extendiendo su jurisdicción a todos los pueblos haitianos, sujetos a España.
Un hecho memorable de su actuación en Santo Domingo fue el restablecimiento del Seminario Conciliar, bajo la advocación de San Fernando, inaugurado el 21 de diciembre de 1792, pero que fue cerrado antes de que el prelado saliera de la isla.
A pesar de ello, su gobierno se recuerda como desafortunado en casi todos los negocios que tocó: la conversión de las temporalidades de los jesuitas en rentas a favor del Seminario y la injerencia con sus propias rentas; la política con Francia que le acarreó el disfavor del gobernador Joaquín García Moreno, hasta el punto de negarle éste la congrua para dedicarla a fondos de guerra, por lo que el arzobispo propuso al gobernador que le comprase la cruz pectoral para poder sustentarse. En una carta que el arzobispo dirigió a Eugenio Llaguno Amirola, ministro de Estado español, informándole de los hechos en torno a la cesión de la isla a Francia, exponía el mal estado en que se encontraba su peculio particular, por las pocas rentas que recibía. Con el duque de Veragua también tuvo problemas a raíz del proyecto de levantar un monumento a Colón en la isla.
Incluso da a entender el estudioso dominicano de Utrera, fray Cipriano, que arribó a Santo Domingo porque sus diocesanos malagueños movieron papeles a fin de que lejos de allí se le diese una Mitra, y poder descansar de él. Este era el cartel con el que llegó a la isla, y que allí confirmó.
El hecho primordial que tuvo lugar durante su gobierno fue el Tratado de Basilea, de 22 de julio de 1795, que suponía la cesión de la parte española de la isla a Francia, que, mientras para los españoles peninsulares, y sobre todo insulares, fue una dolorosa pérdida, para el prelado supuso la cumbre de la sabia política del ministro español Godoy, al que felicitó y se ofreció para lograr la total evacuación. Se enfrentó con el clero que allí pensaba permanecer, al que le exigía la entrega de alhajas, ornamentos, archivos, etc., que él ofrecía al Gobierno a fin de conseguir otra silla arzobispal de pingües rentas.
Pero de todo ello, lo que pasaría a la historia como hecho más significativo fue la disposición de trasladar los restos de Cristóbal Colón a La Habana. A lo que se procedió sin apenas documentación, preparativos ni comprobación alguna el 21 de diciembre de 1795.
En 1798, Toussaint Louverture, que era el jefe director de Haití, se propuso llevar a cabo el Tratado por el que la isla se reunía bajo el solo gobierno de Francia. Fue el momento en el que el prelado Portillo salió hacia La Habana (11 de abril de 1798), porque había sido trasladado a Santafé de Bogotá (29 de septiembre), quedando la sede desierta. Anteriormente, y en repetidas ocasiones, había solicitado el traslado a una sede metropolitana de España y renunciado al obispado de Trujillo en el Perú.
En Santafé fijó su residencia a una legua de la capital, en Fontivón, pero hasta el 1 de mayo del año siguiente no tomó posesión real por estar enfermo. Allí se le presentaron dos cuestiones graves: un reclamo de los párrocos a la Corte por la exacción del cobro de sus cuartas episcopales y obvencionales, y otro reclamo de su Cabildo, por el proyecto del prelado de convertir la iglesia de San Carlos en viceparroquial.
Murió el 24 de enero de 1804 y cuentan que estuvo tres días en la sala (capilla ardiente), en donde se dijeron algunas misas, pero pocas, porque no le querían.
Cuando el cadáver iba por las calles pelearon, llegando a las manos, Martín Villa, secretario de dicho arzobispo, y Martín Urdaneta, interpretándose el hecho como una absoluta falta de respeto.
Es de señalar que en su testamento no se acordó para nada de Santo Domingo, a pesar de que allí le habían confiado dos obras pías. Sus fondos los invirtió durante la cesión de la isla y su traslado. En conciencia le quedó cierto escrúpulo de este gasto, y para cumplir con esta deuda, mandó fundar dos capellanías en Santafé y Málaga, tras su muerte.
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María Magdalena Guerrero Cano