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Agustín de Castro

Biografía

Castro, Agustín de. Ávila, 1589 – Madrid, 8.IV.1671. Jesuita (SI), predicador real durante el tiempo de Felipe IV.

Es necesario realizar dos distinciones con la identidad de este jesuita. No debe ser confundido, en primer lugar, con su homónimo, monje benedictino, que había sido anteriormente VIII conde de Lemos, que vivió entre 1579 y 1637 y cuyos últimos años transcurrieron en la Corte madrileña; en segundo lugar, con el destacado canonista, perteneciente también a la Compañía de Jesús, aunque mexicano de nacimiento y en el siglo xviii, Agustín Pablo de Castro, fallecido en el exilio de Bolonia en noviembre de 1790. Sin embargo, este abulense ingresó en el noviciado de Castilla, en Villagarcía de Campos, en 1605; fue ordenado sacerdote en Salamanca en 1613 y profesó de cuatro votos en Burgos en el mismo año de la canonización de Ignacio de Loyola y Francisco Javier, en 1622. Destacó en su proceso de formación por su capacidad de estudio. Leyó tres años filosofía en el colegio de Medina del Campo. Igualmente, se habló muy pronto de él como prestigioso predicador que, además, tenía en cuenta las directrices que para este oficio había otorgado el prepósito general, Mucio Vitelleschi. Habría de evitarse los conceptos estrambóticos e ingeniosos, que podían llamar mucho la atención pero que se encontraban alejados de la fe y que explicaban poco la palabra de Dios. Algunos de los primeros sermones de Castro fueron entregados a la imprenta.

Conoció, en los principios del reinado de Felipe IV, las controversias en las que se vieron implicados los jesuitas, como la Concordia del resto de las religiones contra la Compañía de Jesús, además de la reacción de las universidades al establecimiento del Colegio Imperial de Madrid. Será en estas circunstancias, cuando Agustín de Castro llega a la Corte madrileña en 1630, requerido por el propio monarca para encargarse, como responsable, de la cátedra de Política de los Reales Estudios, responsabilidad docente en la que se ocupó hasta 1646 en que fue sucedido por el también predicador real y jesuita, Manuel de Nájera.

Para la lectura de aquella cátedra había sido recomendado por el padre Francisco Aguado ante Felipe IV, en 1628: “es tenido por muy aventajado ingenio —continuaba Aguado refiriéndose al padre Castro—.

También ha predicado con singular aplauso algunos años y siendo fuerza que los oyentes de esta cátedra, los más sean de capa y espada y gente que no ha profesado otras letras, parece muy conveniente el talento del púlpito para leerla con lucimiento”.

Pronto, Agustín de Castro aprendió a manejarse en los ámbitos cortesanos. Supo de cómo el Consejo de Castilla estaba llamando al orden a los superiores de las religiones que habían suscrito la Concordia en Andalucía contra la Compañía. Conoció, además, la actividad que llevaron a cabo Francisco Aguado, Francisco Pimentel, Luis de la Palma, con el fin de evitar un enfrentamiento entre la Monarquía y los jesuitas por las diferencias diplomáticas que habían existido en el asunto de Mantua, así como en las relaciones con el papa Urbano VIII. Agustín de Castro empezó a ganar un notable prestigio, muy especialmente entre la aristocracia, con el ejercicio de la cátedra, y acercándose a lo que se ha conocido como “inteligencia cortesana”. Los colaboradores del conde duque valoraron sus capacidades intelectuales. Se mostraba cercano también al monarca. Era un jesuita de actividad docente y concinatoria, uniendo ambas facetas en las Conclusiones, a través de las cuales mostraba los adelantos conseguidos por los estudiantes de los Reales Estudios, utilizando sobre todo los ejercicios dialécticos. Conclusiones muy ruidosas, definidas por Menéndez Pelayo en su obra La Ciencia española como un ámbito de “libertad existente”. Algunas de estas conclusiones eran impresas por las prensas domésticas. Y aunque se realizaban también en las cátedras de Teología o Lenguas Orientales, destacaban las propias de la cátedra de Política, cuyo primer titular desde su fundación había sido este jesuita.

A través de estas conclusiones se puede llegar a matizar la evolución del pensamiento político de este predicador, que comienza siendo —como señala Fernando Negredo— un destacado proolivarista hasta alcanzar después el ámbito de Luis de Haro. Eso sí, el nombramiento de predicador real llegó en 1635.

Antes se han examinado las actividades de algunos miembros de su familia. Uno de sus hermanos era comediante, no siendo efectivo este nombramiento hasta que aquél no viajó a Nueva España. Olivares se presentaba como garantía de su ascenso social en los ámbitos de influencia de la Corte. Para agradecer este apoyo, Castro correspondía con la palabra, defendiendo la práctica cortesana sobre la militar. Asimismo, participó en algunas juntas celebradas en la casa del confesor real, así como en la del valido. En una de ellas se trató acerca de las relaciones de enemistad demostrada por el papa Urbano VIII hacia los intereses españoles y cómo el embajador ante aquella corte pontificia, el cardenal de Borja, había servido de chivo expiatorio. Castro, uno de los tres jesuitas que participó en la Junta convocada por el Rey, realizó una clara defensa de las regalías del monarca castellano, sin que por ello supusiese un problema de conciencia real. Afirmaban que Roma actuaba usando de sus potestades espirituales para favorecer sus intereses temporales. Felipe IV debía defender sus derechos hasta el final. Castro se presentaba, con ello, como un convencido regalista, agradando mucho su postura al propio valido Olivares y a otros jesuitas como el padre Salazar.

Pero también Castro, desde el púlpito, se manifestó en contra del papel sellado como nuevo tributo, idéntica postura a la que sostuvo Francisco Aguado. Era la Cuaresma de 1637, un tiempo fuerte de la predicación.

Ya había afirmado Quevedo que los sermones del padre Castro eran muy de su gusto. En aquella ocasión, el jesuita abulense aprovechó la presencia del Consejo de Castilla con su presidente al frente, el arzobispo de Granada, para que, durante el sermón de la samaritana, se incluyesen algunos reproches dirigidos a los nuevos impuestos que gravaban también al estamento eclesiástico. En otra plática, esta vez delante de Felipe IV, incluyó ataques contra el también jesuita Hernando de Salazar. A pesar de los esfuerzos de este último por conseguir su alejamiento de la Corte madrileña, Castro se encontraba lo suficientemente protegido por sus superiores y por la nobleza.

Olivares, probablemente desconocedor del cambio de orientación que se estaba operando ya en el predicador jesuita, se ofreció como mediador entre ambos religiosos de la Compañía, aunque pronto comprendió el valido que el predicador se había referido realmente a él: no bastaba ser limpios de manos, sino el cumplir con los deberes y las adecuadas costumbres que no debían ofender a Dios. A partir de ese momento, Castro se convertía en un destacado opositor a la estrategia de Olivares. Recomendaba a Felipe IV, por ejemplo, en una consulta de 1638, que asistiese a las reuniones del Consejo de Castilla, para evitar ser engañado. En el discurso desaparecía la figura del valido, siendo subrayada la del monarca. Aquella Conclusión, puesta bajo la protección del príncipe de Asturias Baltasar Carlos, se convertía en un manual de gobierno para que el heredero conociese las regalías propias de la corona. Se discutía, por ejemplo, si el rey debería presenciar y ejecutar la justicia penal. Así, Castro se presentaba como defensor de la figura monárquica, y no solamente del propio Felipe IV, sino también a través de su esposa Isabel de Borbón y del príncipe Baltasar. Un distanciamiento gradual de la figura del valido, antiguo protector suyo.

En 1642, el predicador jesuita apoyaba decisivamente la jornada de Aragón por parte de Felipe IV, hacia la cual se había mostrado indeciso Olivares hasta entonces. ¿Tenía licencia Castro para hablar de esa manera? Según Elliot, la reina Isabel de Borbón había apoyado esta opinión. Los nobles se estaban valiendo de los eclesiásticos para inclinar la voluntad real. Pero al mismo tiempo, cuando exponía sus críticas el propio Castro, también el jesuita sufría una notable pérdida de influencia. Fue designado para formar parte de la junta de Conciencia, desde la cual había que analizar el carácter injusto de los tributos propuestos por el anterior equipo de gobierno, a los que Castro se opuso claramente. En aquel cántico de “verdades”, Felipe IV llegó a quedarse traspuesto en el discurso, siendo la reina Isabel la que le llamó su atención para que estuviese vigilante ante lo que le decían.

Castro, como predicador real, se había convertido en el portavoz de la facción que pretendía acercarse al monarca después de la caída de Olivares. Al mismo tiempo, apoyaba a Luis de Haro, para que ocupase el lugar que había dejado vacante el Conde Duque.

Años atrás, en 1633, Agustín de Castro le había dedicado a Luis de Haro una de sus Conclusiones. El final de sus intrigas cortesanas llegaron en la Cuaresma de 1644. Ocurrió, en un sermón que predicó Castro en Zaragoza en marzo de ese año, en el que encomiaba al monarca a elegir un valido, actitud que no gustó al soberano y que le recriminó Felipe IV de manera inmediata al bajar del púlpito. Deleito llega a afirmar que el Rey pretendió encarcelar al religioso. Negredoaclara que el jesuita no perdió toda su influencia por este acontecimiento. A finales de aquel año moría la reina Isabel, la cual le consideraba el más cercano de los predicadores. Además, una vez que sus protectores alcanzaron los puestos políticos que deseaban, Castro dejó de ser imprescindible.

En la casa de la Compañía en Madrid, Castro firmaría las aprobaciones de distintas obras, como las páginas de versos del príncipe de Esquilache, Francisco de Borja, o su Nápoles recuperada (1649). Su poema sobre la profesión religiosa de la infanta Margarita fue elogiado por Baltasar Gracián en su Agudeza. El predicador jesuita continuó en los ambientes cortesanos durante algún tiempo, lo que le condujo a predicar las honras fúnebres de la emperatriz en 1646. Ese mismo año abandonaba la cátedra de Política en el Colegio Imperial. Veinte años después, solicitaba una renta eclesiástica para mantenerse con la debida dignidad, sintiéndose “pobre y abandonado”. Moría en 1671 cuando estaba casi ciego y se encontraba plenamente aislado de toda actividad política.

 

Obras de ~: Sermón que el Padre [...], predicó el día de San Ignacio del año de 1627 en su Collegio Real de Salamanca; Funebris in obitu Carola Infantis Hispaniae Fratris Philippi IV Regis, 1632; Sermón que predicó el Padre [...], Calificador de la Santa General Inquisición, en la publicación del Índice expurgatorio de los libros, que se hizo en 18 de enero de 1632 en esta Corte, Madrid, por la viuda de Luis Sánchez, 1632; Sermón que predicó el Padre [...], en las exequias que el Colegio Imperial desta Corte hizo a la Serenísima Infanta Soror Margarita de la Cruz, Madrid, en la Imprenta del Reino, 1633; Conclusión política [...], Cuestión principal, ¿Quién sirve con más gloria a un príncipe, el que está en los riesgos de la guerra o el que le asiste en el servicio de su persona?, Madrid, 1633; Conclusiones políticas: cuestión principal, qual haze más dolor en la guerra, la violencia ó el engaño?, s. l., s. f.; Conclusiones políticas de los ministros: cuestión principal qual sea más estimable ministro en la república, el de mucha fortuna en los sucesos, o el de mucha atención en los consejos: en los Estudios Reales del Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, mayo 1636, s. l., s. f., 24 págs.; Conclusiones políticas del príncipe y sus virtudes, al serenísimo príncipe de las Españas Nuestro Señor. Cuestión principal, quien deba a quien más amor: el príncipe a los vasallos, o los vasallos al príncipe, Madrid, 1638; Instrucciones para los que andan en misiones, escrita de la mano del P. Agustín de Castro, que este año de 1643 es predicador del rey y ha salido muchos años antes, y compuesta por el mismo (RAH 9/3716-30, ms., 4 folios); Sermón decimo quinto que predicó el R.P. [...], Predicador de Su Magestad en la Casa Profesa de la Ciudad de Toledo el Domingo Segundo después de Pascua de Resurrección año 1645, s. l., 1645; Sermo pro misterio Immaculatae Conceptionis Virginis Marie, Matriti, 1654; Proemiales Políticos, Madrid, Biblioteca Nacional, ms. 18721-49.

 

Bibl.: J. E. Uriarte, Catálogo razonado de obras anónimas y seudónimas de autores de la Compañía de Jesús, vol. I, Madrid, 1904-1916, págs. 435, 453 y 456-457; R. Ezquerra Abadía, La conspiración del duque de Híjar (1648), Madrid, Imprenta y encuadernación M. Borondo, 1934; J. A. Maravall, La teoría española del estado en el siglo xvii, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1944; J. Deleito y Piñuela, El declinar de la Monarquía española, Madrid, Espasa Calpe, 1947; J. Simón Díaz, Historia del Colegio Imperial de Madrid, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Instituto de Estudios Madrileños, 1952; Q. Aldea Vaquero, “Iglesia y Estado en la España del siglo xvii (Ideario políticoeclesiástico)”, en Miscelánea Comillas, vol. XXXVI (1961), págs. 160-168; J. F. Baltar Rodríguez, Las juntas de gobierno en la Monarquía Hispánica (siglos xvi-xvii), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998; F. Negredo del Cerro, Los Predicadores de Felipe IV. Corte, intrigas y religión en la España del Siglo de Oro, Madrid, Actas, 2006.

 

Javier Burrieza Sánchez

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