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José María Morelos y Pavón

Biografía

Morelos y Pavón, José María. Morelia (antes Valladolid) (México), 30.IX.1765 – San Cristóbal Ecatepec (México), 22.XII.1815. Dirigente insurgente.

Al poco de nacer, quedó huérfano de padre, y fue protegido por su tío, Felipe Morelos. Trabajó como arriero y como escribano en una hacienda hasta 1790, cuando ingresó en calidad de capense (alumno externo) en el Colegio de San Nicolás Obispo, de Valladolid, cuyo rector era entonces el más tarde famoso Miguel Hidalgo. El 24 de agosto de 1791 obtuvo el certificado de estudios en mínimos y en menores. De 1792 a 1794 cursó Gramática Latina, Retórica, Filosofía y Moral. El 1 de marzo se inscribió en el curso de Teología Moral, en el Seminario tridentino de Valladolid, obteniendo el primer lugar en el examen de Filosofía. El 28 de abril superó el examen de bachiller en Artes en la Real y Pontificia Universidad de México.

El 13 de diciembre de 1795 recibió la primera tonsura y las cuatro órdenes menores. El 19 fue ordenado subdiácono.

Entre 1796 y principios de 1798 ejerció como cura auxiliar de Uruapan, siendo ordenado diácono el 21 de septiembre de 1796, con la calificación de “positivo ínfimo”, y presbítero el 21 de diciembre de 1797.

El 25 de enero de 1798 fue nombrado cura interino de Churumuco, pueblo pobre y remoto, de clima malsano, el 12 de marzo de 1799, cura interino de San Agustín Carácuaro y de Nocupétaro, no mucho mejores, donde percibía unos ingresos de sólo 6,5 reales diarios.

El 18 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo lanzó “El Grito de Dolores”, que dio inicio a la insurrección.

El 19 de septiembre, Morelos partió de Carácuaro para entrevistarse con Hidalgo en Valladolid. Al no encontrarle allí, conversó con él en Charo e Indaparapeo, siendo nombrado su lugarteniente para levantar el sur del país. Parece que ambos se hallaban en correspondencia desde antes del levantamiento. A ese respecto, existe una carta que le dirigió Hidalgo el 4 de septiembre, hablando del “gran jubileo”, que se preparaba para el 29 de octubre, fecha inicialmente prevista para la sublevación, que luego tuvo que ser adelantada.

El momento para ésta era particularmente propicio.

En diciembre de 1809, los restos del viejo ejército español habían sido destrozados por los franceses en la batalla de Ocaña, y en 1810 el rey José I había empezado lo que fue una gira triunfal en Andalucía, habiendo huido las autoridades patriotas desde Sevilla a Cádiz, que parecía que pronto sería ocupada, culminándose así la ocupación de la Península por los imperiales.

Por otro lado, el nuevo virrey, Francisco Javier Venegas, acababa de tomar posesión (13 de septiembre), carecía totalmente de tropas peninsulares y únicamente contaba con unos seis mil soldados regulares, americanos, para la defensa del vasto territorio de la Nueva España, considerablemente más extenso que el México actual.

En cuanto al destino que se le había dado a Morelos, también era el adecuado. De un lado, conocía bien la zona de su época de arriero, cuando había frecuentado la ruta Acapulco-Valladolid y, por otra parte, excepción hecha de una pequeña guarnición “veterana” en el mencionado puerto, no existían ni tropas regulares ni Milicias Provinciales, es decir, con un cierto grado de instrucción y de disciplina, en toda la región. Sólo había unidades de las denominadas Milicias Urbanas, sin cuadros profesionales ni preparación militar. La circunstancia de que el único contingente sólido de fuerzas realistas se encontrara en el norte, combatiendo a Hidalgo, facilitaba aún más la labor de Morelos.

El 24 de octubre, estaba de regreso en Carácuaro, de donde salió al día siguiente, al frente de veinticinco hombres, con los que inició lo que se conoce como su Primera Campaña. La comenzó marchando a Tecpan, donde entró el 7 de noviembre, reclutando gente a lo largo del recorrido y cogiendo las armas de las compañías de Milicias, depositadas en las casas de sus capitanes.

Por el camino se le unieron también milicianos y voluntarios, entre otros, los hermanos Galeana, que se contaron entre sus más estrechos colaboradores.

Da idea de la calidad que en la época tenían las fuerzas de los dos bandos en el sur el dato de que, en el primer encuentro, el 13 de noviembre, en El Veladero, las de uno y otro huyeron del campo a la vez, creyéndose derrotadas. Según la tradición, un tambor de los insurgentes, subido a un árbol, advirtió que los realistas corrían, informando de ello a gritos a sus camaradas, que hacían lo mismo. Así se enteraron de que, después de todo, habían ganado la acción.

El 4 de enero de 1811, Morelos y sus hombres obtuvieron una significativa ventaja cuando, merced a una traición, sorprendieron el campamento del capitán Francisco Paris, jefe de las Milicias de Oaxaca y comandante de la Costa Chica, lo que les proporcionó nuevos hombres y armamento.

El 8 de febrero, estaba ante Acapulco, plaza que esperaba tomar por un golpe de mano, mediante la colaboración de un artillero de la guarnición, José Gago. Se trataba, sin embargo, de una trampa, en la que cayeron los insurgentes, teniendo que replegarse. Intentaron entonces conseguir su objetivo por la fuerza. Después de un bombardeo que no produjo resultados, por carecer de las piezas del necesario calibre, el 14 lanzaron un ataque que, tras un éxito inicial, fue rechazado. Ante el fracaso, Morelos, optó por replegarse a Tecpan. Allí recibió la noticia de la captura de Hidalgo y de sus más próximos colaboradores, lo que le dejó como máximo dirigente del levantamiento.

Aprovechó su estancia en esa localidad para seguir reuniendo medios y, más importante, para avanzar en la organización de sus fuerzas.

En efecto, y a diferencia de Hidalgo, que capitaneó masas anárquicas de decenas de miles de hombres, sin apenas estructura militar ni armamento, que incluso se movían acompañadas por una multitud de mujeres y de niños, Morelos, al igual que los realistas, optó por crear, en la medida de lo posible, verdaderas unidades de combate, instruidas y equipadas según los criterios imperantes en los ejércitos modernos. Aunque con frecuencia utilizó grupos de indígenas dotados de hondas, arcos o flechas, el núcleo de sus tropas se articulaba en brigadas y regimientos convencionales, llegando al extremo de rechazar hombres cuando no poseía los fusiles necesarios para ellos.

También como hicieron los realistas, se sirvió sobre todo de personal procedente de las denominadas “castas”, es decir, con un grado mayor o menor de sangre negra. Fueron excelentes soldados, quizás superiores a los pertenecientes a los otros grupos sociales que existían en Nueva España.

En mayo, designó a Hermenegildo Galeana como su lugarteniente, y lanzó una ofensiva que le llevó a ocupar, subiendo la sierra, Chilpancingo (el día 24), abandonado por los realistas, y a atacar y tomar Tixtla, el 26, partiendo luego para Chilpan. El 15 de agosto frustró un intento enemigo por recuperar Tixtla, cayendo sobre la retaguardia de los atacantes y batiéndolos totalmente.

El 21 entró en Chilapa.

Así acababa su Primera Campaña. En unos meses, se había apoderado de la región que se extiende entre el Pacífico y el río Mezcala, había derrotado repetidamente a sus adversarios y había creado, de la nada, un ejército no excesivamente numeroso, pero aguerrido y bien equipado, asombroso logro para un cura de aldea, sin duda dotado de excepcional ingenio natural.

Al tiempo, no había descuidado los asuntos políticos.

El 13 de julio un estrecho colaborador de Hidalgo, Ignacio López Rayón, le comunicó la propuesta de crear una Junta Gubernativa, que encabezase y dirigiera el movimiento insurgente, para evitar “la más funesta anarquía, el desorden, la confusión y el despotismo”, idea que aceptó sin vacilar. El 19 de agosto se estableció este organismo en Zitácuaro. Lo integraron López Rayón, José Sixto Verduzco y José María Liceaga.

Aunque Rayón firmó algunos escritos como “Ministro Universal de la Nación” y en calidad de “Ministro Presidente de la Suprema Junta Nacional Gubernativa”, no quedaron claramente definidas las funciones de cada uno de ellos, lo que sería fuente de futuros problemas.

Morelos fue eventualmente el cuarto miembro o vocal, pero permaneció al frente de sus tropas. En sus esfuerzos por organizar el alzamiento, se enfrentó a dos antiguos colaboradores, Tabares y Faro, que intentaron organizar un movimiento subversivo, a los que persiguió, capturó y ejecutó.

En noviembre, se encontraba en condiciones de lanzar la que sería su Segunda Campaña. Poseía ya despacho de teniente general, expedido, como todos los documentos de la Junta, en nombre de Fernando VII.

El día 3 tomó Chiautla; el 10, Izúcar, el 25, Cuautla.

Simultáneamente, y como fue siempre su costumbre, envió a subordinados al frente de columnas, que desarrollaron operaciones paralelas, multiplicando su efecto, y forzando a los realistas a dispersar fuerzas.

Sin apenas descansar, el 22 y 23 de enero de 1812 atacó Tenancingo, obligando a su adversario, Porlier, a retirarse a Toluca. Morelos no le persiguió. Al parecer, su plan era caer sobre Puebla, pero los movimientos de los realistas le obligaron a desistir. En efecto, éstos, una vez derrotado Hidalgo, concentraron sus medios contra él. El virrey Venegas había previsto una doble ofensiva. De un lado, la división de Puebla recuperó Izúcar, mientras que el ejército del Centro, mandado por Félix María Calleja, batió a Morelos, que el 9 de febrero había retornado a Cuatula. De esta manera se prepararon las condiciones para el que sería un enfrentamiento épico entre los mejores generales de ambos bandos.

Tras una acción previa el día 18, en la que el jefe insurgente corrió un serio riesgo de ser muerto o capturado, el 19 se lanzó el asalto. La encarnizada lucha, casa por casa, duró seis horas. A pesar de la ventaja que al principio obtuvieron los atacantes, éstos acabaron por ser rechazados, con graves pérdidas.

Poco después, los días 23 y 24, las tropas de Puebla fueron derrotadas en su intento de tomar Izúcar. Entre ellas figuraban las dos primeras unidades venidas de la Península, los batallones III de Asturias y I de Lobera.

El dato es importante. De un lado, porque refleja la calidad que ya entonces habían alcanzado las fuerzas insurgentes.

De otro, porque indica que desde los inicios del alzamiento, en septiembre de 1810, hasta febrero de 1812, la causa del Rey en México había sido defendida a lo largo de diecisiete meses exclusivamente por unidades americanas.

Tras ese revés, los de Puebla se unieron a las tropas de Calleja, con el fin de aunar esfuerzos contra Morelos.

El 5 de marzo se abrieron las trincheras en torno a Cuautla, comenzando un áspero asedio.

Los sitiados tuvieron que enfrentarse no sólo a sus enemigos, sino también al hambre y la peste, su inevitable compañera. Desde el exterior, sus compañeros procuraron introducir convoyes de víveres, pero ninguno logró romper las líneas de los sitiadores. Al final, tuvieron que recurrir a alimentarse de sabandijas, iguanas y cueros.

Los realistas, por su parte, no se encontraban en mejor situación. De un lado, la estructura de su ejército, pensado para operaciones en campo abierto, no era la más conveniente: sobraba Caballería, no había suficiente Infantería y, sobre todo, sólo contaba con artillería de batalla, no apta para batir fortificaciones.

Se le enviaron piezas pesadas, que nunca llegaron, por la oposición de contingentes enemigos que actuaban en la retaguardia. De otro, los hombres de Calleja, procedentes de regiones con clima más benigno, soportaban mal los calores de Cuautla, cayendo enfermos a decenas. Hasta treinta llegaron a fallecer al día por este motivo.

Ambos lados luchaban, pues, contra el tiempo.

Todo era cuestión de saber si los de Morelos podían resistir la falta de víveres hasta que la llegada de las lluvias forzara a sus adversarios a levantar el campo.

Por suerte para estos últimos, ese año la estación húmeda se retrasó más de lo habitual. Calleja, no obstante, llegó a desesperar de conseguir su objetivo. El 12 de abril escribió al virrey solicitando el relevo, y aconsejando desistir de tomar la plaza. El 2 de mayo, reiteraba su petición.

Pero en la madrugada de ese mismo día, Morelos hizo una salida a la desesperada. La situación en la ciudad ya era insostenible. La única alternativa era abrirse paso a la fuerza entre las posiciones realistas, lo que consiguió con notable audacia, si bien a costa de bajas importantes, replegándose sobre Chiautla de la Sal.

Pocas horas después, Calleja entró en Cuautla. Era tal el estado sanitario de la ciudad que, en los siguientes días, quinientos setenta y cinco habitantes murieron a causa de la peste. Fue una victoria pírrica. A costa de grandes bajas, únicamente había conquistado un montón de ruinas, y no había alcanzado su objetivo: destruir a su rival. En cambio, el prestigio de Morelos alcanzó cotas hasta entonces desconocidas.

Había sido capaz de mantener a raya al mejor ejército realista y, luego, poner a salvo la mayor parte de sus fuerzas. Ya en el curso del asedio aparecieron indicios de ese enorme prestigio: se decía que era capaz de resucitar en tres días a los muertos en combate, y que un hijo suyo, todavía no reconocido como tal, que oficiaba de capitán de una compañía infantil, llamada “De Emulantes”, poseía dotes extraordinarias de adivino.

El 1 de junio, tras reponerse del asedio y completar sus filas, Morelos principió su Tercera Campaña. En el curso de la misma entró en Chilapa, donde recibió el despacho de la Junta nombrándole capitán general, Huajuapán, Tehuacan, Orizaba y Oaxaca, que tomó el 25 de noviembre. Fueron cinco meses de combates en los que, junto a victorias de gran relieve, en especial, la ocupación de las dos últimas ciudades citadas, también conoció algunos reveses, siendo derrotado, por ejemplo, junto a Hermenegildo Galeana, en Ojo de Agua (18 de octubre) y Puente Colorado (1 de noviembre).

El balance de sus operaciones le ha sido, sin embargo, abrumadoramente favorable. En sus propias palabras, con la toma de Oaxaca se había apoderado de “una provincia que valía un reino” y que, además, disfrutaba de excepcional importancia estratégica.

Desde allí se amenazaba, a la vez, Orizaba y el camino a Veracruz, por el este; Puebla, al norte y el propio México, al oeste.

Como era habitual en él, tanta actividad militar no le hizo descuidar la política. En su frecuente correspondencia con la Junta, insistía en una idea que había planteado ya el año anterior: la necesidad de “quitar la máscara a la independencia”, y proclamar abiertamente que la consecución de ésta era el objetivo del alzamiento. Se le respondió, sin embargo, que convenía seguir manteniendo la ficción de la lealtad a Fernando VII, ya sostenida por Hidalgo, porque “surte el mejor efecto”, debido al prestigio que aún gozaba la figura del Monarca. Acató, sin compartir, el criterio, y así hizo jurar en Oaxaca fidelidad a la Junta como representante del Rey.

En esa época también contestó a López Rayón, enviándole su opinión crítica a los “Elementos Constitucionales” redactados por éste, para servir de base a la discusión de una futura Carta Magna.

Desde Oaxaca, lanzó, en febrero de 1813, su Tercera Campaña. Tenía un objetivo sorprendente. En lugar de aprovechar la espléndida posición estratégica que poseía para intentar grandes, quizás decisivas, empresas, decidió regresar a Acapulco. No se ha encontrado una explicación satisfactoria para esa determinación.

Al dirigirse contra ese puerto, se alejaba del centro de gravedad de las operaciones y daba tiempo a los realistas a recuperarse de los golpes recibidos en el año anterior.

Es posible que pretendiera resarcirse del único fracaso serio que había experimentado desde que comenzara su intervención en la guerra.

El 5 de abril comenzó el ataque a la plaza. En los siguientes días, tomó la ciudad y posiciones como la Caleta y el Padrastro, obligando a los defensores a acogerse a la fortaleza de San Diego. El 19 de agosto, tras obtener una capitulación honorable, la guarnición se rindió. El 20, Morelos entró en el castillo. Sobre el papel, había conseguido lo que deseaba.

Pero no pudo complacerse en su triunfo. En el orden político se habían producido, entre tanto, acontecimientos de mayor envergadura. Los enfrentamientos en el seno de la Junta, debidos a la insistencia de Rayón en considerarse presidente de la misma, y no reconocer, por tanto, a sus compañeros como iguales, llevó a un progresivo enfrentamiento entre ambos, que alcanzó su punto máximo cuando en abril proclamó la separación de éstos de sus cargos, arrestándoles posteriormente. Para evitar que la revolución se hundiera en el caos, Morelos, verdadero árbitro de la situación por su prestigio y poder militar, aceptó la sugerencia de Carlos María Bustamante y convocó, sin consultar a la Junta, un Congreso en Chilpancingo.

En él, se consagró el triunfo de sus ideas sobre las de Hidalgo y Rayón. En efecto, se reconoció abiertamente tanto que la independencia era el objetivo del levantamiento como que la soberanía dimanaba de forma directa del pueblo, eliminado la mención de que, no obstante, residía en el Rey.

Salió de él extraordinariamente reforzado, nombrado generalísimo y depositario del poder ejecutivo.

Se le asignó el tratamiento de Alteza Serenísima, al que renunció, prefiriendo asumir el de Siervo de la Nación. En cuanto a la Junta, fue disuelta y sus miembros, convertidos en simples diputados, perdieron el derecho a mandar tropas.

La solemne proclamación, el 6 de noviembre, de la independencia de España, en la línea que siempre él había defendido, ratificaba la importancia de su influencia.

Sin embargo, la solución alcanzada llevaba en sí misma el germen de funestas rivalidades. El Congreso, que por el momento acumulaba las competencias legislativa y judicial, difícilmente podría admitir a la larga el poder que se había conferido al nuevo generalísimo.

El nuevo organismo suponía, además, la entrada de un nuevo elemento, los juristas, en la dirección del alzamiento, hasta entonces en manos de militares y sacerdotes, principalmente. Con ello, en cierto modo, se reforzaba el aspecto político de la insurgencia, a costa del bélico, en un momento que quizás no fuese el más adecuado.

Puesto orden, en apariencia, en la revolución, Morelos decidió continuar la interrumpida campaña con un golpe de enorme afecto: la conquista de Valladolid.

Para ello concentró en Cutzmala todos los hombres disponibles, en torno a cinco mil setecientos con treinta cañones, y sus mejores generales: Hermenegildo Galeana, Nicolás Bravo y Mariano Matamoros, todos ellos con una distinguida hoja de servicios.

El 23 de diciembre estaba ante su ciudad natal, a la que intimó a rendirse. Pero el tiempo perdido ante Acapulco y el dedicado al Congreso, había permitido al nuevo virrey Calleja, acumular tropas, y agruparlas en un reconstituido Ejército del Norte, cuyo mando confió al brigadier Llanos, que llevó, como segundo, a otro vallisoletano, Agustín de Iturbide. Ese día, los insurgentes dieron el ataque, que fracasó, porque en el transcurso del mismo llegó el auxilio realista.

El 24 por la noche, cumpliendo órdenes, Iturbide realizó un reconocimiento del campamento enemigo, llevando consigo unidades exclusivamente americanas.

Pero, por propia iniciativa, lo convirtió en un golpe de mano. Los insurgentes, sorprendidos, fueron dominados por el pánico. Desorientados en la oscuridad, unos y otros se mataron entre sí, mientras la mayoría, huyó, desconcertada, abandonando el armamento.

El ejército, a todos los efectos, dejó de existir.

El 5 de enero de 1814, Morelos se encontraba en Pururán, con los hombres que había logrado reunir.

Desoyendo todos los consejos, optó por hacer frente a la persecución de los realistas, aunque él no participó personalmente en el combate que se trabó, y que se saldó, en breve tiempo, por una nueva derrota de los restos de sus fuerzas, todavía desmoralizadas.

Matamoros, al que había nombrado su segundo, figuraba entre los prisioneros. El 3 de febrero fue fusilado.

Desde ese momento, “la campaña no fue más que una persecución”.

Casi sin fuerzas, y siempre acosado, Morelos se unió al Congreso, que también fue objeto de persecución por parte de los realistas. Los diputados, resentidos, le privaron del grado de generalísimo (18 de febrero) y, poco más tarde, le separaron del poder ejecutivo, que asumieron. A partir de entonces, y en palabras de Rosains, que había reemplazado a Matamoros, “desapareció la fuerza, se perdió la opinión, se dividieron los pareceres del Congreso; chocaron los poderes legislativos y ejecutivo”. En efecto, la revolución entró en lo que sería una larga y sangrienta agonía.

Morelos se separó luego del Congreso, y comenzó una serie de movimientos erráticos. El 24 fue batido en el rancho de la Ánimas, salvándose con dificultad y perdiendo todo su equipaje. Marchó a Acapulco el 8 de marzo, que ordenó desmantelar y quemar: el 26 firmó una carta “en el campo donde era Acapulco”.

La presión realista no cejaba. En los siguientes meses se vio privado de sus viejos compañeros de armas Miguel Bravo, capturado y fusilado el 15 de abril en Huamuxtitlan y Hermenegildo Galeana, que cayó en combate en El Salitral, el 27 de junio. Ya no emprendió ninguna acción militar de interés. Su objetivo fue unirse al Congreso.

Éste, a pesar de su precaria situación, no cejó en sus trabajos. El 22 de octubre emitió en Apatzingán el “Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana”, muy influido por la Constitución de Cádiz. Morelos lo tildó de “impracticable”, y acusó a sus redactores de “monos de los españoles”. A pesar de ello, el 27 fue designado, junto con Liceaga y José María Cos, para integrar el Supremo Gobierno.

No obstante, tantos desvelos tuvieron pocos efectos prácticos. El poder real de las nuevas instituciones era muy reducido, y muchos jefes insurgentes las desconocían.

Por otro lado, las tensiones internas no remitieron.

Al contrario, el 31 de agosto de 1815 el Congreso, siempre trashumante, declaró fuera de la ley al propio Cos. Morelos fue el encargado de capturarlo.

Para entonces, el Congreso estaba reducido a un puñado de diputados, implacablemente perseguido, que vagaba de un lado a otro, arrastrando sus archivos, bajo una ínfima escolta, apenas armada y vestida. Por fin, se adoptó la decisión de marchar a Tehuacan, buscando el amparo de los grupos insurgentes que allí había.

Era una larga marcha casi imposible de ejecutar. Las columnas enemigas estaban al acecho para cortar el paso por todos los puntos previsibles. En esa difícil tesitura, el Congreso se inclinó ante las indiscutibles dotes de Morelos, y le devolvió el mando de las escasas tropas, que le había retirado.

En una última prueba de su genio militar, logró realizar parte del camino. Hasta que el 5 de noviembre el convoy fue atacado en Tezmalaca por las fuerzas de Manuel de la Concha.

Morelos se sacrificó con su gente para cubrir la retirada.

El choque apenas duró minutos. Desbordados, los hombres huyeron y él mismo fue capturado.

Fue conducido a México, adonde llegó el 22, y fue encerrado en la cárcel de la Inquisición, que inició al punto su proceso. El 27 tuvo lugar el autillo de fe y la penosa ceremonia, celebrada por primera vez en Nueva España, de la degradación. El 28 fue entregado al brazo secular, que abrió el correspondiente juicio. El 22 de diciembre Morelos fue fusilado de rodillas y por la espalda, como traidor, en San Cristóbal Ecatepec.

Conservó la sangre fría hasta el final. Fumó un cigarro y utilizó su propio pañuelo para vendarse los ojos.

Siete días antes de su muerte, el Congreso en el que había depositado tantas esperanzas, había sido disuelto a la fuerza por uno de los caudillos insurgentes. Antes de un año, el alzamiento estaría derrotado.

Sobre Morelos han derramado elogios sus admiradores. Pero quizás sean más significativas las opiniones de sus rivales. Uno de sus peores enemigos militares, el virrey Venegas, le describió así: “Morelos, principal corifeo de la insurrección […] el genio de mayor firmeza, recursos y astucias […] [de] mayor osadía y confianza”. El notable historiador Alamán, situado en el extremo político opuesto a él, escribió: “La Historia de la revolución de Nueva España en la época de que nos vamos ocupando (1813) viene a ser la historia personal de Morelos”.

Probablemente fue, en conjunto, el más notable de los insurgentes. A su evidente capacidad militar unía un extraordinario carisma y una certera visión sobre la absoluta necesidad de organizar el alzamiento, confiriéndole un armazón conceptual e institucional que pusiera coto a su tendencia a la anarquía en la que, al final, cayó.

Por lo que se refiere a sus ideas, fue sin duda ferviente defensor de la independencia y de la primacía de la religión católica. En otras materias, al parecer experimentó una considerable evolución, quizás al compás de los acontecimientos. Así, en octubre de 1811 afirmaba que “deben ser los blancos […] el objeto de nuestra gratitud y no del odio que se quiere formar contra ellos” y que “no era nuestro sistema proceder contra los ricos por razón de tales”. Pero en noviembre de 1813 sostenía: “deben considerarse como enemigos de la nación y adictos al partido de la tiranía a todos los ricos, nobles y empleados de primer orden, criollos y gachupines” y ordenaba que se debía “despojarlos en el momento de todo el dinero y bienes raíces o muebles que tengan”, así como “inutilizar todas las haciendas grandes […] porque el beneficio positivo de la agricultura consiste en que muchos se dediquen a beneficiar con separación un corto terreno”.

Se le acusó de cruel, probablemente con motivo, pero en aquella guerra, en gran parte fratricida, pocos de los contendientes de ambos bandos no merecieron la misma acusación.

Tuvo al menos tres hijos: Juan Nepomuceno Almonte, nacido de Brígida Almonte, el 15 de marzo de 1803, en Carácuaro; José Victoriano, habido de María Ramona Galván, el 15 de septiembre de 1808, en Nocupétaro; y una hija cuyo nombre se desconoce, venida al mundo en 1809, en fecha indeterminada, en Carácuaro.

Plasmó su ideario en escritos, decretos, proclamas, etc. Quizás los más conocidos sean Papel que un sacerdote americano dirige a sus compatriotas (diciembre de 1811), Sentimientos de la Nación (septiembre de 1813) y Breve razonamiento que el Siervo de la Nación hace a sus conciudadanos y también a los europeos (noviembre de 1813).

 

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Julio Albi de la Cuesta