Calleja del Rey, Félix María. Conde de Calderón (I). Medina del Campo (Valladolid), 11.XI.1753 – Valencia, 24.VII.1828. Militar, virrey de Nueva España.
Ingresó en el Ejército el 29 de noviembre de 1773, en el Regimiento de Infantería de Saboya, ya entonces un antiguo y distinguido Cuerpo, como cadete. Ese dato revela que era de condición noble, ya que de otro modo sólo habría sido admitido como simple soldado. También permite deducir que, sin embargo, no pertenecía a una familia de grandes influencias, en cuyo caso hubiera recibido inmediatamente el grado de oficial, o habría sido admitido en cualquiera de las unidades de la guardia, mucho más prestigiosas que cualquiera de las de línea.
Su primera acción de guerra, siempre en ese empleo, se produjo con motivo de la expedición contra Argel, el 8 de julio de 1775, cuyo desdichado resultado cabe atribuir más a defectos de planeamiento por parte del comandante en jefe, Alejando O’Reilly, que a un comportamiento poco satisfactorio de la tropa. Los dos batallones de Saboya se distinguieron, cubriendo el flanco izquierdo frente a los ataques de la caballería enemiga. A la caída de la noche, el mando, al que se puede reprochar falta de decisión, ordenó el reembarque, quizás prematuramente.
En 1780, los dos batallones de Saboya fueron designados para participar en el asedio de Gibraltar que se había decidido establecer en el marco de la guerra con Gran Bretaña. Para entonces, Calleja había ascendido a subteniente. El sitio, en realidad bloqueo, apenas dio ocasiones de distinción en su primera fase, ya que la labor de la infantería se redujo a la construcción de las líneas de circunvalación.
En julio de 1781, el regimiento estuvo entre los elegidos para la reconquista de Menorca, operación llevada a cabo felizmente bajo las órdenes del duque de Crillon. Tan pronto como acabó, la fuerza a ella destinada regresó en febrero de 1782 ante Gibraltar. Para entonces, Calleja había recibido el grado de teniente, aunque su empleo seguía siendo el de subteniente. Ello obedece a que en la época no siempre coincidían empleo y grado. El primero era el lugar efectivo que se ocupaba en el escalafón; el segundo, una distinción en gran medida honorífica.
El 13 de diciembre de 1782 participó en una operación que, sin duda, le resultó inolvidable. Impaciente ante la resistencia británica, la Corona optó por un ataque a fondo. El peso del mismo recayó en las baterías flotantes, concebidas por un ingeniero francés, D’Arçon. En teoría, eran insumergibles e incombustibles. Estaban destinadas a abrir, con su poderosa artillería, una brecha en el frente marítimo de la plaza, para permitir el desembarco de la infantería.
Dada la secular falta de tripulaciones que sufría la Marina, se tuvo que acudir a las tropas de tierra para completar las dotaciones. Con ellas fue Calleja, embarcado en la batería comandanta La Pastora. El hecho de que se presentara voluntario para esta acción, y que se le destinase al buque más importante, indica su elevado espíritu de servicio, pero también que debía gozar de un cierto prestigio.
El ataque fue un fracaso total. A la hora de la verdad, las baterías no cumplieron las esperanzas que se habían depositado en ellas. Al contrario, resultaron tremendamente vulnerables a las balas rojas, o proyectiles incendiarios, que los ingleses dispararon, provocando decenas de incendios que resultó imposible extinguir. Entrada ya la noche, se ordenó la evacuación y la destrucción de las naves abandonadas.
En general, los hombres se habían batido con extraordinario valor, soportando durante un día entero el incesante bombardeo enemigo y combatieron el fuego, sin por eso dejar de manejar los cañones. La Pastora fue una de las batería que más y mejor combatieron, como se refleja en el dato de que fue la que más bajas sufrió, trescientas veintitrés en total, un porcentaje elevadísimo para una tripulación de setecientos sesenta. Los propios británicos aplaudieron la gallardía desplegada por los españoles en aquella ocasión.
Prueba de la consideración de que Calleja disfrutaba, sin duda aumentada por su participación en una acción tan gallarda como desdichada, es que de 1775 a 1779 fue nombrado profesor de los cadetes de su Cuerpo, cargo delicado porque se trataba de formar a futuros oficiales. Sin duda, demostró dotes para la enseñanza, porque de 1784 a 1788 fue capitán y director de estudios del Colegio Militar que se creó en El Puerto de Santa María. Curiosamente, su teniente fue Joaquín Blake, que más adelante fue uno de los generales más conocidos durante la Guerra de la Independencia, y su subteniente, Francisco Javier Elío, futuro virrey de Buenos Aires.
Su siguiente nombramiento fue el principio de una larga relación con Nueva España, como entonces se conocía al México actual, ya que en 1789 fue designado capitán en el Regimiento de Infantería de Puebla, que se encontraba en proceso de formación. Una vez en Ultramar, adonde pasó con el nuevo virrey, conde de Revillagigedo, se le encargó la tarea de instruir a los oficiales, cadetes y sargentos de su nuevo cuerpo, prueba adicional de sus habilidades en el campo de la docencia.
Posteriormente se le encomendó, en 1790, la creación de un regimiento, el de Dragones de la Frontera de Colotlán, cuando era ya capitán efectivo o “vivo”, es decir, con el grado de capitán ya confirmado, que se le había dado el 1 de enero de 1783, probablemente por su actuación en el ataque de las baterías flotantes. De nuevo se trataba de una muestra de confianza. De un lado, porque organizar un cuerpo de nueva creación era tarea complicada que no se encomendaba a cualquier oficial. De otro, porque las unidades “de frontera”, como las que existían también en Chile, Buenos Aires y Montevideo, eran tropas con la difícil misión de combatir a los “indios bárbaros”, notables enemigos a los que sólo se podían oponer fuerzas muy sólidas y bien adiestradas.
Tuvo que cumplir a plena satisfacción de sus superiores, porque en los siguientes años no dejó de recibir comisiones: formar un plan de arreglo de las fronteras de Colotlán y Nayarit, incluidas sus misiones y las compañías de indios flecheros; inspección de las milicias de la Nueva Galicia; crear los cuerpos de frontera del Nuevo Santander y del Nuevo Reino de León; inspeccionar la guarnición de Veracruz, etc. Se trataba de labores complejas, ya que, según un documento anejo a su hoja de servicios, incluían aspectos tan diferentes como el establecimiento de padrones militares, “proyectos de comercio, agricultura y minería”, “examinar puertos” y “construir mapas”. El 13 de junio de 1798 recibió las Reales Gracias por sus desvelos. A los tres días fue nombrado coronel graduado. En 1796 se le confía el mando de la defensa de la Costa del Seno mexicano y las fronteras del norte del virreinato, región de gran importancia estratégica.
El 20 de septiembre de 1800 fue designado para el cargo que marcó el resto de su vida, cuando se le puso al frente de la 10.ª Brigada de Milicias, con cabecera en San Luis de Potosí, ciudad donde ya había estado destinado desde 1796 hasta 1799. El 27 de diciembre de 1806 se le concedió licencia para casarse con una acaudalada criolla, que poseía extensas propiedades en la región, lo que reforzó tanto su influencia como su arraigo en la provincia.
Cuando en 1810 estalló la insurrección, el virrey Venegas se encontraba casi sin medios para dominarla: carecía de tropas europeas y parte de las regulares americanas de guarnición se hallaba en Cuba. En tan crítica situación, las condiciones que reunía Calleja, brigadier desde abril, eran las más adecuadas: poseía experiencia de operaciones activas y de crear e instruir unidades; llevaba más de veinte años destinado en Nueva España y, merced a su matrimonio, tenía extensas relaciones con la elite criolla. Inmediatamente se entregó a la tarea de constituir un ejército. Lo hizo sobre la base de dos unidades existentes, los regimientos de Dragones de Milicias de San Luis y de San Carlos, a los que añadió otros dos que formó sobre el terreno: el Regimiento de Caballería de Fieles de Potosí y el de Infantería Ligera de San Luis, conocido como “Los Tamarindos”. Dice mucho de su eficacia que estas dos últimas, a pesar de estar constituidas con paisanos, fueran seleccionadas años después por Iturbide para integrar el primer Ejército mexicano. A estas fuerzas de tres mil jinetes y seiscientos infantes sumó mil quinientos indios y cuatro cañones, organizando así una pequeña pero sólida agrupación, que llegó a alcanzar una calidad similar, si no superior, a la de las tropas veteranas peninsulares y americanas. Sus componentes fueron todos reclutados localmente, muchos de ellos en la extensa hacienda de Calleja, Bledos, y en las de terratenientes criollos. No es de extrañar, por ello, que un insurgente se lamentara de que “los mismos brazos americanos son los que sostienen [al gobierno realista] y ayudan a ponernos las cadenas”.
La peculiar composición de sus fuerzas explica que Calleja tuviera una especial relación con ellas, siendo tanto o más conocido por sus hombres como “amo Don Félix” que por su categoría militar.
Mientras, Hidalgo había realizado importantes conquistas, al frente de una multitud de unos ochenta mil hombres, gran parte de ellos sin fusiles ni adiestramiento, tomando Celaya, Guanajuato y Valladolid.
El 30 de octubre está en el Monte de las Cruces, desde donde amenaza la propia capital. Venegas, que ha pedido a Calleja que marche en su auxilio, lanza contra los insurgentes una parte considerable de sus escasas fuerzas, alrededor de dos mil efectivos. El combate es desfavorable para los realistas, pero logran infligir tan graves pérdidas a sus enemigos que muchos de ellos se desmoralizan ante la potencia del fuego que han sufrido. Hidalgo vacila. Se acerca aún más a México, avanzando hasta Coajimalpa, a sólo veintisiete kilómetros, pero permanece allí, indeciso, el 31 de octubre y el 1 de noviembre. El día 2 da la orden de repliegue sobre Guanajuato. Pero ha concedido así un tiempo precioso a Calleja, que, reunido con el débil destacamento que manda el coronel conde de la Cadena, le corta el paso en Aculco el 6 de noviembre. Para entonces, entre las bajas y las deserciones, le quedan a Hidalgo unos cuarenta mil hombres. Sus adversarios son entre seis mil y siete mil, pero incomparablemente mejor armados y disciplinados. Apenas hay combate. Tras un cañoneo y un amago de carga contra un flanco, los insurgentes se desbandan, perseguidos por los de Calleja, que consigue así, casi sin pérdidas, su primera victoria, al tiempo que aleja la amenaza que se cernía sobre México.
La siguiente batalla será mucho más reñida. Se da en el puente de Calderón, el 17 de enero de 1811. Hidalgo ha reunido de nuevo varias decenas de millares de hombres, que algunos cifran en cien mil, pero cuya instrucción y cuyo armamento apenas han mejorado. Están situados, ésa es su mayor ventaja, en una excelente posición. Calleja dispone de la misma fuerza, aproximadamente, que en Aculco. Toma la ofensiva con la idea de hacer un doble envolvimiento, pero su ala izquierda avanza prematuramente y se ve comprometida, mientras que la derecha es rechazada. Calleja interviene entonces personalmente. Restablece la situación en la derecha y se traslada con tropas frescas a la izquierda, para reanudar el ataque. Tras seis horas de combate, los insurgentes ceden. Esta vez, las fuerzas de Hidalgo han quedado deshechas. El 21 de marzo, el propio caudillo, que ha sido despojado del mando, es capturado, junto con los mejores jefes que le acompañan. Al poco fueron fusilados.
Sin embargo, la victoria total de los realistas aún está lejana. En el sur ha surgido otro caudillo que, con fuerzas superiores en calidad a las de Hidalgo, obtiene sucesivos triunfos, hasta el extremo de que la capital está de nuevo en peligro. Calleja, con grandes reticencias, porque teme que a su retaguardia estallen nuevas sublevaciones, pero apremiado por el virrey, se pone en movimiento el 11 de noviembre, desde Guanajuato.
El 1 de enero de 1812 está ante Zitácuaro, bastión enemigo asaltado dos veces, sin éxito, por los realistas. Venciendo la resistencia insurgente, logra tomarlo. Quizás afectado por el espectáculo de las cabezas de oficiales muertos en los anteriores intentos, que colocadas en estacas rodean la localidad, autoriza el saqueo de la plaza, expulsa a los habitantes y da orden de quemarla.
Venegas le manda entonces que se dirija a Tasco para proseguir las operaciones. Ello encona las relaciones entre los dos hombres, que ya eran malas. Calleja estima que es un error arrastrar a sus tropas, milicianos a los que no les gusta operar lejos de sus localidades natales y poco acostumbrados al malsano clima de las tierras calientes, a esas latitudes. El virrey insiste. Calleja presenta su dimisión, que ya ha ofrecido antes, porfiando hasta que es aceptada, y se le designa un sucesor. Pero la oficialidad no acepta la decisión y comunica por escrito su negativa a servir bajo otro jefe. Venegas se ve obligado a ceder, lo que será un pésimo precedente. Calleja, mariscal de campo desde septiembre de 1811, es ya más que un simple subordinado. Posee el mejor ejército de Nueva España, que sólo le sigue a él y al frente del cual hace su entrada triunfal en México el 5 de febrero de 1812.
El día 12 se pone en campaña para enfrentarse al que será su gran duelo con Morelos, el sitio de Cuautla. El asedio fue terrible: los insurgentes morían de hambre y de la peste; los realistas, mal aclimatados, de enfermedades. Tras setenta y dos días de resistencia, Morelos, a la cabeza de sus hombres, rompe el cerco. Aunque había obtenido la victoria, el carácter incompleto de ésta y su elevado precio, en vidas y dinero, fue un golpe a la reputación de Calleja, al tiempo que aumentaba la de su rival.
El 16 de febrero, enfermo, el general está de regreso en la capital. El día 17, Venegas, quizás aprovechando su pérdida de popularidad y alegando, lo que es cierto, que ya no quedan grandes concentraciones de insurgentes, disuelve su reputado Ejército del Centro. Calleja, que ha quedado sin mando, decide permanecer en México, donde su residencia se convierte en una pequeña corte a la que acude la facción más radical de criollos y europeos descontentos con la gestión del virrey. Todos creen ver en él a un posible salvador. Hasta la sociedad secreta insurgente de los “Guadalupes” establece contactos, con la esperanza de convencerle para que cambie de bando.
Los siguientes puestos que ocupa son de relativa importancia: gobernador militar de la capital en diciembre de 1812 y, en enero del año siguiente, presidente de la Junta Política que sustituye a la suprimida Junta de Policía.
El 28 de febrero se recibe la noticia de su nombramiento como nuevo virrey. La decisión ha sido tomada el 16 de septiembre de 1812, pero llega con gran retraso, por estar interceptadas las comunicaciones con Veracruz. El 4 de marzo de 1813, Calleja toma posesión. El estado de cosas que encuentra no es alentador. Los insurgentes, aunque muy castigados, dominan el sur y el este del territorio, tras la victoriosa tercera campaña de Morelos; el comercio está prácticamente colapsado por el control que el enemigo ejerce sobre las principales vías, hay un déficit de treinta millones de pesos y el nuevo orden que supone la Constitución de 1812 complica la situación.
En un notable despliegue de energía, Calleja irá haciendo frente a estos problemas. En el ámbito militar, elabora un plan, basado en un incremento de las fuerzas de autodefensa, centradas en los pueblos y las ciudades y en las grandes haciendas, completadas por columnas volantes de unidades regulares. Decreta, al tiempo, grandes levas, para completar los cuerpos. Al término de su mandato dispone de cuarenta mil veteranos y cuarenta y cuatro mil milicianos, todos ellos americanos, excepto unos seis mil veteranos, pertenecientes a un puñado de batallones europeos enviados desde la Península. Esas medidas, combinadas con un gran rigor, darán como resultado que, en 1816, la insurgencia esté, a todos los efectos, derrotada, con Morelos y la mayoría de los principales dirigentes vencidos y ejecutados y los demás reducidos a una guerra de guerrillas, en algunos casos próxima al simple bandolerismo. Calleja podía, en efecto, alardear, como hizo, de que para entonces “no había una sola provincia, ciudad ni pueblo de consideración ocupado por los facciosos”. Quedaba claro que el independentismo no podría alcanzar sus objetivos por la fuerza de las armas.
En cuanto a la situación económica, también mejora. De un lado, el virrey acude a toda clase de métodos para allegar fondos con la ayuda de la Junta Permanente de Arbitrios que crea, estableciendo incluso una lotería obligatoria. De otro, la reapertura de comunicaciones, producto de los triunfos militares, contribuye a restablecer el comercio y, por tanto, a aumentar los ingresos fiscales. Al tomar Calleja posesión del virreinato, el déficit se cifra en doscientos cincuenta mil pesos mensuales. Cuando lo deja está reducido a ciento treinta y un mil.
En el plano político, igual que Venegas, recurrió, por lo que a la Constitución se refiere, al viejo dicho de “se acata, pero no se cumple”, al menos en algunos de sus extremos, como la libertad de prensa, que decidió ignorar. Calleja, en lugar de ver la nueva Carta Magna como un medio para satisfacer las aspiraciones de la mayor parte de los criollos, simplemente reformistas, no independentistas, la consideró como una traba a sus poderes, incompatible con la situación excepcional que vivía Nueva España. Quizás a ello se debieran sus éxitos contra la rebelión, pero con esa actitud se deslegitimaba como gobernante, al no respetar la legislación vigente. Al tiempo, hacía ver a los americanos que no había alternativa entre la relación secular con la metrópoli y la independencia, y que era imposible el término intermedio, que muchos deseaban, sin cortar totalmente los lazos con España.
El triunfo de Calleja llevaba, pues, en sí mismo, el germen del fracaso, que no tardó en producirse, al empujar, incluso a los moderados, a fórmulas rupturistas.
Sin embargo no cabe desdeñar la labor que realizó. Desde muchos puntos de vista, dejó una herencia mejor de la que recibió, y ello teniendo que enfrentarse, además de a los problemas ya mencionados, a lo que se ha llamado “el terrible año de 1813”, cuando tuvo que afrontar una inflación que llegó al 300 por ciento y una peste que, sólo en la ciudad de México, afectó a más de la mitad de la población, causando al menos veinte mil muertos, un 12 por ciento de los habitantes.
En suma, durante su estancia en Nueva España Calleja se reveló buen militar, aunque mal subordinado, y administrador no despreciable. Fue también brutal, como lo eran las circunstancias y sus enemigos. Careció de visión política y de flexibilidad, pero posiblemente no se podían exigir estas características a quien en realidad era un soldado que, durante más de treinta años, había servido a una Monarquía absoluta.
El 20 de septiembre de 1816, y cuando ya ostentaba el empleo de teniente general, alcanzado en agosto de 1814, fue relevado en el mando del virreinato por Juan Ruiz de Apodaca, hasta entonces gobernador y capitán general de Cuba.
Calleja regresó a España tras liquidar sus bienes y, una vez en la Península, se integró en la Junta militar consultiva de Ultramar, con un grupo de generales, como Morillo y Sámano, con experiencia americana y empecinados en que la única solución a la situación de las Indias era la militar, descartando cualquier fórmula política.
Fernando VII, sin dudar de su probada lealtad a la Corona ni de sus ideas conservadoras, le confía en agosto de 1819 el mando del más poderoso contingente de tropas que España poseía en la época, el ejército concentrado en Andalucía para ser enviado a la reconquista de Buenos Aires, y en el que se acababan de producir graves alteraciones de la disciplina.
En opinión de uno de sus ayudantes, Calleja “carecía de la salud robusta que tanto necesitaba para dirigir la trabajosa expedición” y, además, ignoraba todo de la región donde se debía operar, por lo que aceptó el cargo con grandes reticencias. Sin embargo, para otro contemporáneo envuelto en la conspiración que se fraguaba y al que, por tanto, no se puede acusar de subjetivo, era “muy idóneo” para desempeñar ese cargo. No obstante, le consideraba poco informado del estado de ánimo de la fuerza.
Por eso, probablemente, le sorprende la sublevación que encabeza Riego el 1 de enero de 1820, cuando algunos batallones, dirigidos por oficiales liberales, masones muchos de ellos, y compuestos por soldados que ven con repugnancia la idea de servir en Ultramar en una guerra impopular y que parecía interminable, se alzan en armas. Calleja tiene que pasar por la humillación de ser arrestado por sus propios subordinados en su cuartel general de Arcos de la Frontera.
Puesto en libertad el 24 de marzo, vuelve a Madrid y se reincorpora a la Junta. En noviembre pasa de cuartel a Valencia, a petición propia, y es confinado en Ibiza por el Gobierno constitucional que llega al poder tras la sublevación de Riego. Con el regreso del Absolutismo, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, es destinado a la Corte, con permiso de residir en Valencia hasta que se restablezca su salud. En esa ciudad fallece el 24 de julio de 1828.
La figura de Calleja ha sido muy criticada por sus adversarios, que le han reprochado la dureza que aplicó para reprimir la insurrección en Nueva España. Sus partidarios, en cambio, no han dudado en calificarle de “segundo Hernán Cortés”. Plumas más objetivas le han descrito como “el oficial más brillante de Nueva España, un político extraordinariamente hábil, un realista leal y el más capaz de los últimos virreyes”. Personas que le conocieron, y que no le eran especialmente favorables, subrayaron su “instrucción distinguida y carácter afable”, y destacaron que “gozaba este general de buen concepto”. Sin duda, desempeñó un papel clave en la lucha contra la sublevación en Nueva España.
Calleja recibió el título de conde de Calderón por su victoria en la batalla de ese nombre y las Grandes Cruces de San Fernando, San Hermenegildo e Isabel la Católica. Casó con María Francisca de la Gándara y Cardona, hija de español y criolla. Tuvo cuatro hijos.
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Julio Albi de la Cuesta