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Manuel Fernández Caballero

Biografía

Fernández Caballero, Manuel. Murcia, 14.III.1835 – Madrid, 26.II.1906. Compositor y director de orquesta.

Decimoctavo hijo de una familia modesta, su educación inicial la recibió de su tío, Julián Gil. Con sólo siete años participaba en las actividades de la orquesta y la banda. A los diez se trasladó durante unos meses a Madrid, donde recibió algunas clases de Salvador Palazón, cuñado de su madre. Aprendió casi de modo autodidacta a tocar algunos instrumentos de viento, a la vez que comenzaba a escribir algunas obras religiosas, piezas de baile y arreglos de fragmentos operísticos conocidos. Volvió a Madrid definitivamente e ingresó en el Conservatorio en 1850, convirtiéndose en alumno de Pedro Albéniz, Antonio Aguado y José Vega, así como de Hilarión Eslava, bajo cuya tutela obtuvo los primeros premios de composición en 1856 y 1857. Se presenta a unas oposiciones para maestro de capilla en Cuba, pero su excesiva juventud le cerró las puertas. En Madrid trabajó como primer violín en el foso del Teatro Real.

En 1853 fue nombrado director de orquesta en el Teatro Variedades, para el que compuso fantasías, oberturas y piezas de baile. También se hizo cargo puntualmente de las orquestas de los teatros Lope de Vega, Circo y Español. Su debut como compositor escénico en el Teatro Lope de Vega tuvo lugar, en 1854, con Tres madres para una hija, con libreto de Alverá Delgrás. A raíz del estreno, la crítica señaló sus “buenas disposiciones”, afirmando incluso que “cuando adquiera más experiencia y se penetre de las exigencias escénicas será más afortunado”. Animado por Barbieri y Gaztambide a asumir mayores responsabilidades, durante estos años llevó a cabo algunos estrenos, casi todos en el Teatro de la Zarzuela.

Entre ellos hay que destacar Mentir a tiempo (1856), lastrada por un deficiente libreto del entonces principiante Ángel María Dacarrete. Con el extravagante título Cuando ahorcaron a Quevedo, Caballero y Luis Eguilaz presentaron en 1857 una zarzuela con un argumento tan embrollado y confuso que fue despreciado por su poca inteligibilidad. Fue con Juan Lanas (1857) cuando, beneficiado por un buen libreto de Francisco Camprodón, obtuvo un recibimiento mejor, hasta el punto de que los mismos medios que le habían atacado celebraron algunos de sus pasajes.

Traducida del francés por José María García, se estrenaba el 28 de junio de 1858 una obra de ambición, El vizconde de Letorières, auxiliado en los cantables por Luis Fernández Guerra. Para ella escribió Caballero una partitura bien recibida, pero que no llegó a cuajar a medio plazo.

Las dificultades que vive la zarzuela en estos años se constatan en la cantidad de estrenos que se realizan sin fortuna, aunque ese trabajo dotó a Fernández Caballero de un sabio oficio, facilitándole su ubicación en el panorama lírico madrileño. Traducida del francés, en arreglo de Camprodón, se presentó Un cocinero (1858), acogida con aprecio gracias a una buena interpretación de Luisa Santamaría. Frasquito (1859) dio pie a la presentación del que, años después, fue el célebre sainetero Ricardo de la Vega. Todos los medios señalan que en su éxito tuvo mucho que ver tanto la música de Caballero como las memorables actuaciones de Elisa Zamacois y Tomás Galván. El prestigio del compositor murciano se iba acrecentando poco a poco. Con La guerra de los sombreros (1859), gacetilla lírica de José Picón, volvió a obtener el aplauso general, pese a tratarse de una pieza de limitadas dimensiones, éxito corroborado por Un zapatero (1859), último estreno de la temporada del Teatro de la Zarzuela, con letra de Camprodón y Serra.

La nueva sociedad que se organiza en el Teatro Circo, en competencia con la de la Zarzuela, requiere la colaboración de Caballero, pero éste opta por no vincularse a ninguna y presentar trabajos para ambos centros. Así, El gran bandido, junto a Oudrid y Camprodón, se presentaba en el coliseo de la calle de Jovellanos el 23 de diciembre de 1860. Caballero era sólo responsable del segundo acto, pero fue tan aplaudido que sirvió para mantener la obra en repertorio durante algún tiempo. La relación con Oudrid se materializó tanto en El caballo blanco (1861) como en Llegar y besar el santo (1861), ambas presentadas en el Teatro de la Zarzuela en apenas tres días. Ante la desaparición de algunos miembros de la generación anterior, Caballero, dotado de gran capacidad de trabajo, se configura como una referencia sólida. Ello se muestra en obras como La reina Topacio (1861), traducción de una obra homónima inspirada en La Gitanilla de Cervantes. El éxito consolida al músico murciano, hasta el punto de permitir la reposición de su Frasquito, en esta ocasión bien aceptada por el público, lo que sirvió para avalar a una figura en alza, Isidoro Pastor, apadrinado por la eximia Beatriz Portuondo.

En plena etapa de grandes fracasos del Teatro de la Zarzuela, una pieza como Roquelaure, en colaboración con Rogel y Oudrid, tampoco se salvó de la quema en 1862. En la misma piedra tropezaron Equilibrios del amor (1862) junto a Oudrid, Juegos de azar (1862), del libretista Mariano Pina, y Los suicidas (1862), al contar con una traducción de Camprodón falta de interés. Algo de mayor fortuna tuvieron las Aventuras de un joven honesto (1862), junto al mismo Pina, que ganó cierta popularidad gracias a una jota.

Caballero opta en 1864 por abandonar Madrid e instalarse en Cuba, donde permanecerá siete años. Se sabe relativamente poco de esta época, aunque llevó a cabo el estreno de alguna obra escénica como Tres para dos (1865) en el Teatro Tacón. Regresa a Madrid en 1871 y acepta un libreto de Céspedes, entregado por Salas, que se estrenaba el 31 de enero de 1872 con el título El primer día feliz. El éxito de crítica y público parecía celebrar su regreso, lo que impulsaría su inagotable capacidad creativa hasta convertirse en el mayor factótum zarzuelístico de toda la década.

Importante, y productivo, fue su encuentro con Ramos Carrión. La gallina ciega (1873), popularizada por su célebre habanera, luego adaptada por Sarasate en sus Danzas españolas, y cuyo espíritu supo traducir como nadie el autor murciano, se convirtió en uno de los grandes acontecimientos del género, éxito que volvió a repetirse con La Marsellesa (1875). Sin embargo, la mayoría de los comentaristas señalan que el gran éxito en su transcurrir creativo se produjo con Las nueve de la noche, estrenada el 19 de octubre de 1875, el mayor triunfo hasta el momento. Durante la temporada 1876-1877, Fernández Caballero se hace cargo de la dirección de la orquesta del Apolo. Paralelamente compuso dos obras fundamentales: Los sobrinos del capitán Grant (1877) y El salto del pasiego (1878). La primera, en plena eclosión de los Bufos de Arderius, se benefició de las espectaculares características técnicas del Teatro Príncipe Alfonso. La unión de un libreto fantástico, que permitía la exhibición de veintidós decoraciones y más de trescientos trajes, y una música ecléctica, donde se funden todo tipo de variantes musicales que van desde la mazurca hasta la habanera pasando por los bailes propios de Sudamérica, como el pasacalle chileno o el de la zamacueca, popularizó uno de los grandes frescos de la historia de la zarzuela. El salto del pasiego, por su parte, obra póstuma de Luis Eguilaz, volvió a suscitar un enorme éxito. También gustó El lucero del alba (1878), que pasó a figurar en el repertorio, representándose con frecuencia hasta fines de siglo por su fácil montaje, libro gracioso y música pegadiza. Un año más tarde, en 1879, Caballero asume junto a Luis Mariano de Larra la dirección artística de un teatro de la Zarzuela en crisis, con voluntad de cambio y renovación.

Los años ochenta transformaron el mundo de la zarzuela.

La llegada del género chico, introducido en los setenta, se fortalecía progresivamente, mientras que el grande se veía monopolizado por Chapí, quien brindó tres o cuatro títulos de gran efecto y trascendencia.

Fernández Caballero se adaptó bien a las circunstancias y durante las dos siguientes décadas todavía proporcionó obras de relevancia, sobre todo en el terreno del género chico, lo que es más meritorio teniendo en cuenta que su vista comenzaba a resentirse considerablemente hasta dejarlo prácticamente ciego. En 1883, Caballero se une a Arrieta, Chapí, Llanos y Marqués, así como a los libretistas Ramos Carrión, Zapata, Estremera y Novo y Colson para firmar un acuerdo con el que llevar a cabo la temporada del Teatro Apolo, asegurando la provisión de piezas nuevas en cada una de las dos temporadas que había de durar el denominado compromiso “de los ocho”, ya que Novo se salió antes de firmar. Caballero, junto a Chapí y Llanos, figuraba también como director de orquesta. Y fue precisamente una obra del murciano, El arte patrio, la que se presentaba el 28 de septiembre de 1883, en lo que casi podría considerarse un pregón de los planes de la nueva empresa que, según Chispero, tenía un matiz nacionalista, por venir impulsada por Emilio Arrieta, “gran propulsor de la lírica nacional”. Durante esta década hay que destacar entre sus variadas aportaciones el impacto popular de Los bandos de Villafrita.

Con letra de Navarro Gonzalvo, reconocido crítico del panorama político, se estrenaba en el Teatro Recoletos el 5 de agosto de 1884. Ejemplo de revista política de circunstancias, se puede considerar la obra más característica de Navarro, acerada sátira de la restauración alfonsina y sus tendencias oligárquicas, además de una acentuada crítica a Cánovas, ambientada en un pueblo manchego. Se mantuvo en repertorio durante mucho tiempo merced a la gracia de la música de Caballero. Importante fue también el estreno de Chateau Margaux (1887) que, con letra de Jackson Veyán, se presentaba en el teatro Variedades en 1887, a mayor gloria de Leocadia Alba y José Mesejo. Su difusión se debió a que, al tratarse de una obra sencilla, con pocos personajes y un solo cuadro, se favorecía que montaran los por grupos de aficionados como aquellas compañías de escasos recursos. Ese mismo año tuvo una gran resonancia el estreno de Cuba libre (1887), con libreto de Jaques, zarzuela de circunstancias acomodada a un cierto tipo de patriotismo exaltado por la actitud independentista de algunos sectores cubanos. Aquí la música de Caballero tuvo la capacidad de moverse como pez en el agua gracias a su buen conocimiento de la realidad musical de la isla. En poco más de un mes generó 15.000 duros de ganancias, cifra impresionante para la época.

Se vio favorecida, además, por la excelente interpretación de Cecilia Delgado, Pepita Hijosa y, sobre todo, Ramón Rosell, un nombre mítico en el panorama.

Culminaba esa década con Los zangolotinos (1889), donde Jackson y Caballero buscaban repetir el mismo éxito de su Chateaux Margaux, favorecido por las imponentes formas de su protagonista, María Montes.

A pesar de todo se reflejó que la partitura no tenía “la inspiración que Caballero solía derrochar en sus producciones”, teniendo en cuenta además que el argumento resultaba intrascendente. Se convertiría en uno de los blancos favoritos del crítico José Yxart.

La vitalidad artística de Caballero se mantuvo durante los noventa pese a sus dificultades de salud. Tras piezas como El fantasma de fuego (1891), sobre una novela de Verne, que fue mal acogida a pesar de los numerosos decorados, se estrenó Los aparecidos (1892), con letra de Lucio y Arniches, y que consiguió desde el primer momento que el público entrara en el carácter de la obra. La música de Caballero estaba llena de graciosas y pegadizas melodías. Se hicieron tan populares, bien interpretadas por Luisa Campos, Pepe Rodríguez o José Riquelme, que se volvió a colocar el cartel de “no hay billetes”. Después de éxitos menores, como Triple alianza (1893), con libro de Jackson Veyán a mayor gloria de Lucrecia Arana, el gran acontecimiento se produjo con El dúo de la Africana, estrenada el 13 de mayo de 1893, con letra de Miguel Echegaray, que se ha mantenido en el repertorio hasta la actualidad. Un año más tarde llegaron otros acontecimientos, caso de Los dineros del sacristán (1894), con libro de Luis de Larra y Mauricio Gullón. En 1895, El cabo primero obtuvo un increíble éxito tanto por el libreto de Arniches como por algunos números musicales.

La conocida romanza protagonizada por Joaquina Pino hubo de ser cantada tres veces. La temporada 1896-1897 llegó a la plenitud con El padrino de El Nene, que suponía un gran éxito para Ricardo de la Vega así como para el carismático actor Julián Romea.

En esta ocasión Fernández Caballero colaboró con Hermoso, en parte porque las limitaciones visuales empezaban a ser cada vez más fuertes. En una demostración de cómo llevar a la escena el mundo de la torería madrileña, supuso la revelación de Conchita Segura. En la misma temporada se presentaba La viejecita (1897), de nuevo con letra de Miguel Echegaray, donde la Segura obtuvo uno de sus mayores éxitos junto a la no menos celebrada Lucrecia Arana. Tras obras secundarias, como San Gil de las afueras (1897), vino El señor Joaquín (1898), compuesta a instancias de Julián Romea, convertido en empresario de la Zarzuela.

Estrenada el 18 de febrero del citado año, fue un gran acontecimiento popular. Pero fue con Gigantes y cabezudos como se generó otro de los grandes momentos en la historia de la lírica española, posiblemente el último gran éxito en la carrera del compositor murciano.

Caballero se adaptó a la capacidad de sentir el mensaje aragonés, en una excelente ambientación que aprovechaba la sensibilidad social producto de la crisis del 98. Tras presentarse el 29 de noviembre de ese año, el entusiasmo del público superó todas las previsiones.

Un año más tarde se estrenaba El traje de luces, con libro de los Quintero y en la que colaboró Hermoso. En esta ocasión se achacó que la labor musical no estaba a la altura de lo esperado, a pesar de contar con un libreto de muy alta calidad.

Aunque, aparentemente, la incesante actividad de Caballero parece no resentirse en los primeros años del siglo xx, sin embargo su salud y, posiblemente, también su incapacidad para adaptarse a los requerimientos del denominado género ínfimo (cuplés) —que invadía todos los sectores— fueron razón suficiente para no encontrar aquellos éxitos a los que se había acostumbrado el compositor. Así, Los estudiantes, con libreto de Echegaray (1900), era mal recibida por la crítica, que despachaba la música al valorarla “sin extraordinario relieve”. En 1903, ni La mariposa negra ni La guerrilla del fraile, basada ésta en una anécdota de la Guerra de la Independencia, consiguieron el favor del público, a pesar de la inevitable jota cantada por la Pino. Un año más tarde, El día de San Eugenio (1904), no obstante contar con un libreto de Arniches, se fue al foso sin remisión. Mejor suerte le cupo a El abuelito (1904), en gran parte por la excelente labor de dos veteranos, José Mesejo y Pilar Vidal, así como por la simpática música. Contrasta el poco éxito de sus obras con el cariño que el maestro recibe de sus colegas y del público en general. Así, en 1904 se celebraron sus bodas de oro con el arte lírico con un homenaje multitudinario. En 1900, con una salud visual muy precaria, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le concede una dispensa para tomar posesión de su puesto como académico “por hallarse privado de la vista”. Ingresó en ella el 2 de marzo de 1902, con un discurso sobre Los cantos populares españoles considerados como elemento indispensable para la formación de nuestra nacionalidad musical, un escrito profundo y de gran trascendencia. En 1904, tal como dio a conocer Bretón en la Academia, Caballero sufrió una operación quirúrgica de la que no debió de salir muy bien. Después de larga convalecencia, el 26 de febrero de 1906 moría en Madrid.

El entierro fue multitudinario, con las calles adyacentes a la comitiva fúnebre llenas de un público deseoso de mostrar sus últimos respetos. Su cadáver fue enterrado en el cementerio de Santa María.

 

Obras de ~: La gallina ciega, 1873; La Marsellesa, 1875; Las nueve de la noche, 1875; Los sobrinos del capitán Grant, 1877; El salto del pasiego, 1878; Chateau Margaux, 1887; Cuba libre, 1887; El dúo de la Africana, 1893; La viejecita, 1897; Gigantes y cabezudos, 1898.

Escritos: Los cantos populares españoles considerados como elemento indispensable para la formación de nuestra nacionalidad musical, discurso leído ante la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en la recepción pública de Manuel Fernández Caballero, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1902.

 

Bibl.: P. L. Villalba Muñoz, Últimos músicos españoles del siglo xix, Madrid, Ciudad de Dios, 1908; J. Deleito y Piñuela, Origen y apogeo del Género Chico, Madrid, Revista de Occidente, 1949; J. Subirá, La música en la Academia: historia de una sección, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1980; J. González Cutillas, “Manuel Fernández Caballero: de la zarzuela al género chico”, en R. Barce (coord.), Actualidad y futuro de la Zarzuela: actas de las jornadas celebradas en Madrid del 7 al 9 de noviembre de 1991, Madrid, Alpuerto-Fundación Caja de Madrid, 1994; N. Blanco Álvarez, “Un hito en la historia de la zarzuela”, en El Dúo de la Africana, Madrid, Teatro de la Zarzuela, 2000.

 

Luis Miguel Gracia Iberni