San Cristóbal Ballesteros Cruzat, Diego de. Fray Diego de Estella. Estella (Navarra), 13.IV.1524 – Salamanca, 1.VIII.1578. Franciscano (OFM), teólogo, predicador real, escritor espiritual.
Nacido en Estella, en una casa sita en la Rúa Mayor cerca de la plaza de San Martín, hijo de Diego de San Cristóbal Ballesteros y Eguía, natural de Estella, y de María Cruzat y Jasso, natural de Pamplona, ambos con apellidos de gran tradición en Navarra. En Pamplona conoció al secretario real Martín Gaztelu, al que recordará en sus obras. Por la escasez de datos que existen sobre fray Diego, hay que pensar que pasó inadvertido para los cronistas franciscanos de la época, dada la importancia del personaje.
Recibió ciertamente una educación esmerada en las humanidades que le permitió en el futuro manejar la pluma con destreza. Pero nada se sabe de su currículo escolar ante de su entrada en la vida religiosa. Los primeros estudios los cursó en Estella, tras los cuales y gracias a documentos se sabe que por la edad de adolescente se encontraba estudiando fuera de la ciudad. Se dice que comenzó los estudios superiores en Toulouse —aunque no es seguro— y luego en Salamanca. En esta última ciudad se hizo franciscano —quizá en 1541—, en el Convento de San Francisco, lo que sugiere que, como era frecuente, aconteciese siendo estudiante universitario. En todo caso, era ya fraile franciscano el 15 de junio de 1550, cuando sus padres formalizaron su testamento, citando a Diego como fraile y de edad de veintiséis años de edad. Por esas fechas eran profesores de la Orden Franciscana de Salamanca los padres Alfonso de Castro y Andrés de Vega, con lo que quizá Diego fue discípulo suyo.
Su éxito como literato fue muy temprano. Arranca de los años 1551-1554 en que compuso la Vida de san Juan Evangelista, que se imprimió en Lisboa este último año. El hecho no es circunstancial: Diego de Estella había entrado en el círculo de Catalina de Austria, reina de Portugal y hermana de Carlos V, y de Ruy de Silva, el conocido privado de Felipe II, y con el famoso noble portugués viajó a Lisboa. En Portugal se vio apadrinado por la reina Catalina, muy ligada a los franciscanos, a la que se debe la pronta edición de la obra de Estella, como éste subraya en la dedicatoria.
Esta relación le trajo prosperidad. Muy pronto se vio arropado por otra dama de la Corte, la infanta Juana, viuda temprana del infante Juan de Portugal y madre de don Sebastián, la gran mecenas religiosa de la Corte que cifraba sus mejores ilusiones en la fundación de las Descalzas Reales. Fray Diego entró en su círculo justamente en los años 1554-1556, en que la famosa princesa estaba ejerciendo de Reina de España, por ausencia de su padre Carlos V. En su taller de escritor estaba en este momento su obra más conocida, La vanidad del mundo, el libro que quería, y recibió como obsequio dedicado, doña Juana de Austria, desde su primera edición toledana de 1562.
Para entonces fray Diego de Estella cosechaba nuevos éxitos en el improvisado Madrid de los Austrias y encontraba nuevos valedores. Su cita más prometedora era por entonces el obispo de Segovia, Diego Covarrubias de Leyva, el mentor de la política social de Carlos V. A este gran prelado dedicó fray Diego su nuevo libro Exposición sobre el Evangelio de San Lucas, editado en Salamanca, en 1575. Al parecer no era el único dignatario simpatizante del fraile navarro. También el cardenal Granvela le ofrecía sus favores, si bien no ha dejado huellas conocidas de su benevolencia mecenática. Tanto apoyo no se traducía sólo en licencias de impresión y limosnas puntuales. Por entonces era también fray Diego predicador real y sabía airearlo. Con tanto adorno pudo persuadir a sus superiores a que le franqueasen otras puertas: las de los conventos donde necesitase hospedarse y sobre todo las de los editores que se avinieran a editar sus libros. Es lo que revela una carta del ministro general de los frailes franciscanos, Cristóbal Capitefontium (Cheffontaines), de 24 de abril de 1573, ordenando que los superiores le facilitasen los viajes y acceso a los impresores.
Pero fray Diego no se pudo asentar en la Corte ni encontró sólo bienhechores a su lado. Tuvo también enemigos poderosos que lo censuraron y buscaron su desgracia. En el centro de este vendaval estaba otro fraile franciscano que no podía sufrir la crítica de un predicador encendido. Era fray Bernardo de Fresneda, el famoso confesor de Felipe II y conductor de sus reformas religiosas. Hacia 1567 este encumbrado confesor estaba muy dolido de que fray Diego le había denigrado ante el nuncio Castagna y ante el secretario de Estadio, cardenal Alejandrino, señalándolo como causante de las tensiones que existían en el momento entre la Corte de Felipe II y el papa Pío V. La ira de fray Bernardo descargó sobre fray Diego, acaso mediante un severo proceso ante el ministro general de la Orden, realizado antes de 1567.
Fray Diego se sintió perseguido a causa de su libertad en la predicación. Así lo certifica en su dedicatoria del libro de La vanidad del mundo a su protectora la condesa de Luna, Francisca de Beaumont. Acaso por estas amenazas, hubo de retornar a su provincia de Santiago, Salamanca de la mocedad, en donde tenía mejores oportunidades para editar sus libros.
A mediados de la década de 1570 tenía asentada su fama de predicador en las poblaciones de Castilla, principalmente en Salamanca, donde fue nombrado predicador de la ciudad junto con el padre Tamayo. La mismísima santa Teresa de Jesús fue una de sus admiradoras y comitentes, tanto que le encargó un sermón para el día de San Miguel con motivo de la traslación de las Carmelitas Descalzas al segundo Convento fundado por la santa en dicha ciudad. Además de orador, era preceptista. Sabía señalar la estructura del discurso; fijar los términos de los mensajes cristianos, con espíritu catequético; señalar los vicios de los predicadores y la superficialidad de los oyentes. De paso, Estella no dejó de apuntar muchos desajustes que encontraba en la vida religiosa y que pudieron ser la causa de castigos de los superiores, tema no bien esclarecido. En sus “Comentarios al Evangelio de San Lucas” ha dejado un repertorio de observaciones que revelan al maestro y al catequista, pero también al crítico libre y confiado.
Pronto comprobó que sus lectores y oyentes no eran precisamente sus incondicionales admiradores. No faltaron los cazadores de brujas que terminaron llevando su libro de Comentarios al Evangelio de San Lucas —Enarrationes— a los Tribunales de la Inquisición. Es el episodio final y sombrío de su vida. Todo se originó en la Inquisición de Sevilla, donde algún calificador encontró torcidas algunas de las expresiones de fray Diego. Sin pensarlo una segunda vez, denunció la obra ante el Consejo Supremo de la Inquisición, el 17 de noviembre de 1575. Alarmaba a la jerarquía inquisitorial: este libro está circulando con gran éxito en Alcalá y Salamanca, ambientes más liberales; es preciso detener su marcha. Hasta 38 proposiciones disonantes encontraban los inquisidores sevillanos en la obra, si bien en buena parte de los casos se trataba de impropiedades de lenguaje que podían engañar al lector. La denuncia sevillana y la consiguiente demanda de una nueva revisión de la obra en Alcalá produjo el acostumbrado mimetismo. Ahora, en julio de 1578, se decía en Alcalá, que también allí había censores disconformes, que preferían detener el libro. Pero fray Diego no sufría esta suspicacia. Se estaba moviendo con nerviosismo. Temía que algunos émulos suyos intentasen una venganza. Señalaba en especial a los dominicos. A pesar todo en Alcalá hubo un cierto diálogo entre los inquisidores y fray Diego. Estos señalaban más de cien pasajes incorrectos, dulcificando su calificación de simple error material. Fray Diego les contestaba que agradecía el correctivo y que él mismo tenía anotadas más correcciones.
En el verano de 1578 todos estaban a la expectativa: a ver si la nueva edición complutense de los Comentarios al Evangelio de san Lucas seguía conservando los mismos lunares o había salido limpia. Así lo escribía el abad de Alcalá, doctor Torres. Esta vez fray Diego encontró amigos en su casa: los frailes franciscanos de Salamanca, que se apresuraron a recoger los ejemplares de la obra que circulaba por Sevilla, a fin que evitar un grave quebranto económico. Era un lote importante: más de seiscientos ejemplares. Bajo esta sombra de amargura le llegó la muerte. Fue el 1 de agosto de 1578, en San Francisco de Salamanca. Sus familiares y admiradores lo recordarán inmediatamente como genio de la predicación y de la pluma, pero también como víctima de los malintencionados.
Obras de ~: Vida de san Juan Evangelista, Lisboa, Germán Gallarte, 1554; Libro de la vanidad del mundo, Salamanca, Matías Gast, 1574; Enarrationes in Sacrosanctum [...] Evangellium secundum Lucam, Salamanca, Juan de Cánova, 1574-1575; Meditaciones del amor de Dios, Salamanca, Matías Gast, 1576; Modus concionandi, Salamanca, Juan Bautista de Terranova, 1576.
Bibl.: J. de San Cristóbal y Eguiarreta, “Noticias de la vida, padres, parientes, patria y ascendientes del venerable Fr. Diego de Estella, de la Regular Observancia de S. Francisco”, en D. de Estella, La Vanidad del mundo, Madrid, 1785; VV. AA., “Centenario del nacimiento del P. Fr. Diego de Estella, 1524-1924”, en Archivo Ibero Americano, 22 (1924), págs. 5-389; P. Sagüés Azcona (OFM), Fray Diego de Estella (1524-1578). Apuntes para una biografía crítica, Madrid, Espasa Calpe, 1950; Fray Diego de Estella. Modo de predicar y modus concionandi. Estudio doctrinal y edición crítica, Madrid, Instituto Miguel de Cervantes, 1951, 2 ts.; J. M. de Bujando, Diego de Estella, Roma, Iglesia Nacional Española, 1971; M. de Castro y Castro, “Castro, Alfonso de”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 879; P. Sagüés Azcona (OFM), Fray Diego de Estella, Madrid, Institución Francisco Suárez, 1980; M. de Castro y Castro, Escritores de la provincia franciscana de Santiago, siglos xiii-xix, Santiago de Compostela, El Eco Franciscano, 1996, págs. 113-151.
José García Oro, OFM