Primo de Verdad y Ramos, Francisco. Aguascalientes (México), 19.VI.1760 – Ciudad de México (México), 4.X.1808. Abogado, síndico del Ayuntamiento de Ciudad de México y protomártir de la Independencia.
Nació en la hacienda de Ciénaga del Rincón (Aguascalientes), pero pronto se trasladó a la Ciudad de México para estudiar en el Colegio de San Ildefonso, donde obtuvo el título de abogado, que ejerció durante algunos años en la Real Audiencia. Síndico del Ayuntamiento, era miembro de un grupo de criollos novohispanos que conocían y estudiaban el desarrollo de las ideas de los ilustrados tanto a través de los textos que les llegaban de España, como de los revolucionarios franceses y de otras tendencias ideológicas.
Entre sus amigos más íntimos estaban el regidor Juan Francisco Azcárate y el canónigo Beristáin, además de fray Melchor de Talamantes, uno de los más atrevidos, quien planteó en nombre de todos un proyecto de Congreso Nacional, al constatar que, conforme se multiplicaban las noticias que llegaban de la Península, crecía el núcleo de los que se inclinaban por la autonomía, como los marqueses de Uluapa y Guardiola, Jacobo Villaurrutia o el hacendado José María Fagoaga, miembro de la nobleza criolla más reciente.
Como precursores del liberalismo mexicano, partían de un cuerpo doctrinal que se había ido elaborando a lo largo de los años, recogiendo las formulaciones de los ilustrados españoles y franceses, y el modelo de la revolución norteamericana. La invasión de las tropas francesas de la Península y la ambición de Napoleón sobre las colonias de América habían abierto un proceso difícil de parar.
Cuando se publicó en La Gaceta de México la noticia de la abdicación de Carlos IV y de Fernando VII, y su traslado a Bayona, se produjo una extraordinaria conmoción política y social. El Ayuntamiento en pleno, con Primo a la cabeza, se personó el día 19 de julio de 1808 ante el virrey, expresando la voluntad de la ciudad, que consistía en “rechazar esas abdicaciones, desconocer a cualquier funcionario que llegase de la península y que el virrey continuara gobernando provisionalmente con el apoyo del Ayuntamiento de la Ciudad de México, como cabeza y metrópoli del Reino de Nueva España”. La población se echó a las calles para aclamar a los regidores, en su mayoría criollos.
El virrey Iturrigaray aceptó esta representación, redactada por los licenciados Azcárate y Primo de Verdad, y en una circular publicada una semana después, decidió convocar a una junta general que se celebraría en la Ciudad de México, “entretanto pueda convocarse la de todos los lugares del reino situados á largas distancias”.
Como la tensión no disminuía, y tanto la Audiencia como el obispado multiplicaban sus presiones sobre el virrey, el Ayuntamiento le hizo llegar una nueva representación, fechada el 5 de agosto, en la que se exigía la reunión de las autoridades de la capital, “ínterin se reúnen los representantes del reino”. Por otra parte, Jacobo de Villaurrutia, retomando los planteamientos de fray Melchor de Talamantes, propuso la convocatoria de una junta representativa.
El día 9 de agosto se celebró en el palacio virreinal una junta general a la que asistieron la Audiencia, el Ayuntamiento, el arzobispado, fiscales, canónigos e inquisidores, además de funcionarios, prelados, títulos y vecinos principales. Abierta la sesión por el virrey, tomó la palabra el licenciado Primo de Verdad para explicar la finalidad de la reunión. Su proposición principal afirmaba que al no existir monarca legítimo en España, tras las abdicaciones de Bayona, “la soberanía había regresado al pueblo”, por lo que resultaba necesario la formación de un gobierno provisional, de acuerdo con lo establecido en las Leyes de Partidas. Se solicitaba al virrey y a la junta “que jurasen por rey legítimo de España y de las Indias a Fernando VII”, y que no se reconociera a ningún monarca “que no perteneciese a la rama borbónica, ni se entregara la Nueva España a nadie que no fuese de la familia real legítima”.
Rechazada esta propuesta por el oidor Aguirre, que se pronunció en nombre de la Real Audiencia tras una larga discusión, el virrey se inclinó a favor de la posición del Ayuntamiento y del licenciado Primo de Verdad, afirmando su adhesión a la legítima realeza de Fernando VII y rechazando la obediencia de Nueva España a la Junta de Sevilla.
Los días siguientes fueron de confusión y controversia, mientras el Ayuntamiento y la Real Audiencia entregaban al virrey representaciones e informes contradictorios.
La llegada a mediados de agosto de Juan Jabat y del coronel Tomás de Jaúregui, comisionados de la Junta de Sevilla, significó el reforzamiento de la posición de la Audiencia; pero, en cambio, las noticias procedentes de Londres, informando que la Junta de Asturias había solicitado el apoyo del gobierno inglés, reavivaron los ánimos de quienes se mostraban favorables a la postura de los criollos.
El enfrentamiento entre ambos bandos se fue haciendo cada vez más violento. Por una parte, siguiendo la fórmula de Primo de Verdad, se extendió la conciencia de que había llegado el momento de organizarse y de concretar un proyecto de gobierno propio, similar a los que se habían instalado en la Península.
Pero, por lo contrario, los españoles peninsulares, apoyados por la presencia de los comisionados de Sevilla, buscaron la colaboración del arzobispo Lizana, las autoridades de procedencia peninsular y la nobleza más españolista.
Dirigidos por el hacendado Gabriel del Yermo, los seguidores de esta postura se conjuraron para deponer al virrey, organizando los “batallones de voluntarios de Fernando VII”, integrados entre otros por los “dependientes de las casas españolas de comercio”, y estableciendo una estrategia que los llevara a la toma del poder. La noche del 15 al 16 de septiembre, una multitud debidamente aleccionada irrumpió en las estancias virreinales, apresó a José Iturrigaray y desencadenó una amplia represión, que alcanzó a cuantos habían tomado partido a favor de las decisiones del Ayuntamiento.
Primo de Verdad fue uno de los primeros criollos en ser detenido. Esa misma noche se le encerró en la cárcel del arzobispado, manteniéndolo en incomunicación absoluta, pero pocos días después, el 4 de octubre, se produjo su muerte, por causa desconocida, aunque desde el primer momento se rumoreó que había sido envenenado. Según el historiador Lucas Alamán, recibió ayuda y asistencia de su familia y pudo ser enterrado en la capilla de El Sagrario de Guadalupe.
Bibl.: M. Puga y Acal, Verdad y Talamantes, primeros mártires de la Independencia, México, Tipografía de El Progreso Latino, 1908; A. Villaseñor y Villaseñor, Biografías de los héroes y caudillos de México, México, Biblioteca El Tiempo, 1910; J. M. Miquel i Vergés, Diccionario de Insurgentes, México, Editorial Porrúa, 1969.
Manuel Ortuño Martínez