Sáez Sánchez Mayor, Víctor Damián. Budia (Guadalajara), 12.IV.1777 – Sigüenza (Guadalajara), 3.II.1839. Canónigo, confesor real, obispo de Tortosa, ministro de estado.
Estudió en el Seminario de Sigüenza, y, una vez ordenado, realizó una rápida carrera clerical que, partiendo de la misma Sigüenza y pasando por Toledo, le llevó a la Corte como predicador. En marzo de 1819, con ocasión del entierro de la madre del Rey, María Luisa de Borbón, Sáez, entonces canónigo de Toledo, fue el encargado de pronunciar el discurso fúnebre; al parecer, sus dotes oratorias impresionaron a Fernando VII y al poco se le designaba confesor del Rey.
Ligado estrechamente a la persona de Fernando VII, del cual se convirtió a más de confesor en confidente político, durante el Trienio Constitucional se vio forzado a exiliarse por la presión de los liberales. La causa que originó su destierro fue su actuación cerca del Monarca animándole a no firmar la ley de reforma de regulares que significaba la supresión de buena parte de los establecimientos monacales existentes. Tuvo que huir a Francia y volvió con los Cien Mil Hijos de San Luis; en agosto de 1823 fue nombrado por la junta de regencia absolutista ministro de Estado interino en sustitución del titular Andrés Vargas Laguna y enviado cerca del Rey, en el momento de su liberación de las manos de los liberales, para conseguir del Monarca que ratificase las decisiones tomadas por la referida junta. Sáez no sólo obtuvo la mencionada ratificación, sino que fue repuesto como confesor y confirmado por Fernando VII como titular del Ministerio de Estado (1 de octubre de 1823). Interpuso su influencia en el ánimo del Monarca, le apartó de los consejos moderadores del duque de Angulema, impidió la promulgación de la proyectada amnistía, que inicialmente el Rey parecía dispuesto a aceptar e inició una política de carácter fuertemente represivo sobre los liberales.
La Guerra de la Independencia abrió un período de protagonismo político de los eclesiásticos, paralelo a la implantación del régimen liberal y a la pérdida de peso específico de la Iglesia dentro del proceso de disolución del Antiguo Régimen. Paradójicamente, o no tanto si se mira con detenimiento, los individuos del clero desempeñaron un papel importante, por su predicamento y por su cultura, en las luchas por mantener o socavar el viejo edificio del absolutismo que se originaron con la irrupción del liberalismo. Sáez fue, entre los eclesiásticos, uno de los protagonistas más destacados en el marco de dichos enfrentamientos en los que el estamento clerical se decantó mayoritariamente por la defensa de las esencias tradicionales y las prerrogativas estamentales, aunque no se puede olvidar que algunos de muy notados se ubicaron en el campo contrario.
En un esbozo biográfico anónimo, más bien panegírico, de Sáez se afirma que sus ideas políticas “eran monárquicas, absolutamente monárquicas” y que “el trono le parecía un áncora de salvación para la Iglesia y para el Estado”. Víctor Sáez era el típico eclesiástico educado en los principios del Antiguo Régimen que tuvo que afrontar, desde la consideración de la Iglesia tradicional, la radical revolución derivada de los principios de la Ilustración y el Enciclopedismo y, sobre todo, las consecuencias de la Revolución Francesa y su aplicación a la realidad española a partir de la Guerra de la Independencia y la revolución liberal iniciada al socaire de la misma. Hombre de buena formación intelectual según algunos y, según otros, falto de conocimientos necesarios para gobernar y totalmente apegado a los parámetros escolásticos y tradicionales, los cuales postulaban la preponderancia de la Iglesia en la sociedad, su función ideológicamente rectora y la alianza natural con el Trono, la permanencia y solidez de dicha alianza era, en su visión, el sostén y la base de todo el edificio político y social. Sáez, durante su corta y fulgurante trayectoria política, actuó con la convicción de que era necesario salvaguardar dicha preeminencia de la Iglesia y su alianza con el Trono, que él interpretaba como fundamento esencial de la sociedad y creía, junto con buena parte de los partidarios del Antiguo Régimen, que sólo con la absoluta extirpación de todo vestigio liberal podía garantizarse.
Una vez restaurado el absolutismo, liberado Fernando VII y repuesto Sáez en su cargo de confesor y, al mismo tiempo, nombrado ministro de Estado, se promulgaron un conjunto de durísimos decretos contra los liberales, en buena parte inspirados y algunos redactados por el mismo Sáez, que en nada ayudaban a pacificar los ánimos. Sáez, en su situación de jefe del ejecutivo, pasó de ser una esperanza para las potencias restauradoras de la Santa Alianza, que creían en su supuesto talante apaciguador, a convertirse en problema y obstáculo en el camino de la moderación que querían imprimir, sobre todo Francia, en la política española y especialmente en el ánimo del Rey. Chateaubriand, el hombre que consiguió que el Congreso de Verona se decidiera a intervenir en España, se lamentaba de la actitud de Sáez diciendo que era un hombre equivocado y fuera de su tiempo, e ironizaba sobre su persona afirmando que se había confundido de Tebaida; también el enviado del zar de Rusia, Pozzo di Borgo, lo comparaba a una especie de visir del gran Lama del Tíbet. Todos coincidían en que la ascendencia de Sáez en la voluntad del Rey y su afinidad con el Monarca eran el impedimento principal para la normalización de la política española, la consecución de una amnistía y la asunción de un absolutismo temperado. Esto fue lo que impulsó a las potencias europeas a presionar a Fernando VII y decidió la caída de Sáez. Solamente la diplomacia vaticana, especialmente el nuncio Giustiniani, valoró, a posteriori, su postura militante a favor de la preservación absoluta de los derechos y prerrogativas de la Iglesia.
Su trayectoria política fue, pues, corta, circunscrita entre las dos fechas de 19 de agosto de 1823 y 2 de diciembre del mismo año. La trayectoria personal de Sáez y su perfil sociológico lo convierten en un ejemplo paradigmático de la defensa a ultranza de la alianza entre el altar y el Trono, que en él se manifiesta en perfecta simbiosis. A su predicamento en el ánimo del Rey y al ser el depositario de su confianza, en medio de las conspiraciones y luchas sordas entre éste y los liberales, deberá Sáez el ser nombrado ministro universal o de estado del primer gobierno constituido en las postrimerías de la primera guerra civil, a la que desgraciadamente seguirían otras, del siglo xix hispánico. Sáez alcanzó con su nuevo cargo el punto culminante de su carrera, convirtiéndose en el máximo exponente del protagonismo político de la Iglesia española y el representante de la reacción absolutista, que pretenderá desarraigar hasta la más mínima pervivencia del régimen liberal y sus seguidores. De hecho es uno de los pocos eclesiásticos, el único en la época contemporánea, en alcanzar la más alta dignidad, salvando la real, del estado hispánico. Pero dicha situación fue en extremo efímera. La dura política seguida por Sáez y su gabinete alarmará a las potencias de la Santa Alianza, valedoras del Monarca español, temerosas de una nueva insurrección liberal espoleada por la desesperación. A través del embajador ruso, Pozzo di Borgo, conminarán al Rey a frenar la represión y éste no tendrá más remedio que aceptar las exigencias de sus aliados y protectores. Sáez se verá cesado de todos sus cargos, incluido el de confesor real, y apartado de la Corte mediante su elevación a la dignidad episcopal, siendo investido obispo de la diócesis de Tortosa, vacante desde 1821 por la muerte de su obispo Manuel Ros de Medrano, como consecuencia de la fiebre amarilla que en dicho año asoló la ciudad. El nuevo obispo tomó posesión de su cargo en Tarragona en agosto de 1824, siendo apadrinado por el Monarca, y al mes siguiente realizó una entrada apoteósica en la capital de su diócesis, que significó al mismo tiempo una exaltación del absolutismo y una manifestación antiliberal.
La llegada de un personaje como Sáez, tan conspicuo del ultraabsolutismo, aureolado de su prestigio y predicamento como ex-jefe del gobierno y al mismo tiempo revestido de la dignidad obispal, marcará con su pontificado toda una época en la diócesis tortosina que resultará determinante en la decantación de sus gentes hacia el carlismo.
Las tierras abrazadas por el obispado de Tortosa, confines de Cataluña, Aragón y Valencia, conformaban, hasta la segregación sufrida en 1959, una diócesis con cabeza en Cataluña, cuerpo en Valencia y presencia en el sur de Aragón, con una idiosincrasia propia y característica, cuajada en torno de las tierras fronterizas de los tres antiguos reinos, en lo que tradicionalmente se venía definiendo como la comarca de Tortosa y su zona de influencia. Tierras geográficamente determinadas por el tramo final del río Ebro y el protagonismo de las abruptas estribaciones del sistema ibérico que enlazan el norte valenciano con el sur catalán, penetran en Aragón y configuran un eje estratégico entre la costa levantina y el interior, que se revelará fundamental en las futuras luchas civiles, especialmente en la primera carlista y, posteriormente, en la Guerra Civil de 1936-1939 serán escenario de batallas tan trascendentales como la campaña del Maestrazgo y la batalla del Ebro. Estas comarcas habían ostentado ya un protagonismo bélico importante en la pasada Guerra de la Independencia y más recientemente, durante las luchas del Trienio Constitucional (1822-23), habían sido foco de insurrección con su epicentro en las comarcas del Ebro y los puertos de Morella, Tortosa y Beceite. Desde ellas había partido la expedición realista del aventurero francés Bessières a finales de 1822, arriesgado intento de sorprender Madrid y precedente militar de la futura Expedición Real carlista de 1837. Finalmente, es necesario tener muy presente que de Tortosa surgirá el principal líder carlista, Ramón Cabrera, y que la mayor parte de sus mejores tropas estarán formadas por paisanos de la comarca tortosina. Al respecto cabe recordar que Cabrera fue durante largos años un simple clérigo de tonsura, que ostentaba un beneficio eclesiástico, bajo la dependencia del obispo Sáez, al cual se le atribuye la negativa a ordenarlo por considerar al futuro líder carlista más inclinado a las armas que al ejercicio del ministerio sacerdotal.
Estas tierras contiguas y fronterizas, entretejidas en su devenir histórico, tenían, y en algunos aspectos siguen teniendo, una idiosincrasia común por encima de las divisorias administrativas oficiales. Anteriormente a la época del pontificado de Sáez, durante el Trienio, el liberalismo había presentado en la diócesis una implantación precaria, reducida a algunas ciudades —Tortosa, Vinaroz— en algunos casos asegurada por la guarnición militar, y con escasísima presencia en los pueblos donde, en cambio, el absolutismo era pujante. No era de extrañar que los numerosos partidarios del absolutismo en el obispado viesen en Sáez un líder natural, reforzado aún más por su condición de obispo, entonces con una autoridad moral y social muy por encima de sus cometidos pastorales.
Durante el transcurso de los años comprendidos entre 1824 y 1827 la comarca de Tortosa y sus vecinas de Aragón y Valencia parecen uno de los epicentros de las conspiraciones de los apostólicos o ultrabsolutistas. La fracasada conspiración de Bessières en 1825 tenía ramificaciones en Tortosa; consecutivamente en 1825, 1826 y 1827 se descubren complots de oficiales del ejército secundados por paisanos para apoderarse de la plaza de Tortosa y en septiembre del mismo 1827, en plena guerra de los Malcontents o Agraviados, el capitán general de Valencia tiene que actuar en la zona de los puertos de Morella para sofocar la revuelta surgida entre los pueblos de Cataluña y Valencia limítrofes con el río Cenia, divisoria histórica de los dos reinos y territorio de la diócesis tortosina. Muchos en la época veían en dichos intentos insurreccionales la mano del obispo o al menos su aquiescencia. Oficialmente Sáez se mantuvo dentro de la legalidad, pero varios clérigos y miembros del capítulo catedralicio figuraron como sospechosos de participar en las conspiraciones, incluso algún confidente incriminó a uno de los sobrinos del obispo; Sáez había nombrado canónigos a dos de sus sobrinos y uno de ellos, Damián Gordó Sáez, era entonces su secretario y años más tarde sucedería a su tío en la mitra tortosina.
La postura oficial de Sáez durante su pontificado fue irreprochable y de absoluta prudencia; basta leer sus pastorales y circulares para comprobar que siempre acataba y secundaba, al menos en letras de molde, las disposiciones emanadas del gobierno. Pero también resulta evidente que las sospechas gubernamentales y las voces que le implicaban en las conspiraciones carlistas eran fundadas, ya que resultaba difícil suponerlo al margen de los transcendentales acontecimientos que se producían ante sus ojos, por muy cerrados que los quisiera tener. No se concibe que un hombre de su categoría, experiencia y ascendente pudiera estar ajeno a los graves sucesos que él mismo se encargaba, aunque fuera a instancias del gobierno, de apaciguar. Prudencia oficial y conspiración oficiosa se podrían explicar por la voluntad de guardar la necesaria discreción para el buen éxito de los planes absolutistas y al mismo tiempo por la circunstancia de que, al parecer, Sáez siempre disfrutó de la protección de su Monarca.
El antiguo confesor y su real penitente se volvieron a ver en medio de las difíciles circunstancias de la Guerra de los Malcontents (1827). Fernando VII se dirigía a Cataluña a pacificar la revuelta y Sáez se trasladó a Castellón de la Plana, entonces la segunda capital de su diócesis, a recibir al rey y le acompañó en su entrada en Cataluña. De lo que se dijeron el obispo y Fernando VII en aquella tesitura no ha quedado constancia, lo que sí es cierto es que el monarca, una vez pasado el peligro y sofocada la insurrección, se dirigió a Tortosa con su esposa, a la cual había ido a buscar a Valencia, y pasó dos días en la ciudad en medio del regocijo general, las ceremonias oficiales y el agasajo de Víctor Sáez, pareciendo que el Monarca honraba a Tortosa con su visita más por cumplimentar a su antiguo ministro que por conocer la ciudad. Posiblemente nunca se rompieron los fuertes lazos que habían asociado a Víctor Sáez con la persona del Rey y el primero siguió siendo su confidente en la distancia.
No se puede negar a Sáez, aparte de otras consideraciones, una dedicación pastoral intensa a las tierras encomendadas a su cuidado como obispo de Tortosa y sus desvelos constantes por la formación de sus diocesanos.
Valiéndose de su predicamento en la Corte, consiguió erigir un seminario conciliar en la capital del obispado, realizó frecuentes visitas pastorales y secundó iniciativas de mejora pública y beneficencia en diversos lugares de su diócesis, entre ellas, como ejemplo característico y a título de curiosidad, el traer a su costa un reputado oftalmólogo de la Corte que en pocos días operó de cataratas a numerosas personas de la capital de la diócesis y sus alrededores.
En junio de 1833 Sáez estuvo en Madrid para asistir a la jura de la princesa Isabel como heredera del reino; en esta ocasión le fue concedida por Fernando VII la Gran Cruz americana de la Orden de Isabel la Católica, posiblemente con la esperanza de atraerle a las filas isabelinas. Tres meses después (29 de septiembre), moría el Rey pero Sáez no se encontraba en la capital de su diócesis para oficiar los funerales por su Monarca y antiguo penitente. En vísperas de la defunción del Rey había iniciado una visita pastoral por la zona más meridional del obispado y en el momento de su muerte se hallaba en Fansara, punto extremo de su circunscripción. Respecto a su presencia en dicho lugar no puede afirmarse si se debía a cálculo, a la espera de acontecimientos, o a simple casualidad. Lo cierto es que el Gobierno recelaba de Sáez y más cuando el gobernador militar de Tortosa, Manuel Bretón, no se cansaba de denunciar que el objetivo de la visita no era pastoral, sino que escondía la intención de reclutar seguidores para el infante Carlos. El nerviosismo del gobierno llegó al máximo cuando el 13 de noviembre estalló la insurrección carlista de Morella, una de las poblaciones más importantes del obispado tortosino. Sáez recibió una real orden que le conminaba a presentarse en Madrid; el 8 de noviembre, el mismo día en que Morella era abandonada por los carlistas y recuperada por las fuerzas gubernamentales, escribía desde Onda al capítulo tortosino su marcha a la capital. No volvería más a su diócesis.
La trayectoria de Sáez a partir de su confinamiento en Madrid se desvaneció y cayó en el anonimato; el eclesiástico influyente, el hombre público, el dirigente político se oscureció, tragado por el vértigo de los acontecimientos. Sáez, al estallar la epidemia de cólera, se ausentó de Madrid con permiso del gobierno y se trasladó a Sigüenza; al poco se le reclamó otra vez en la Corte, pero, temeroso —entretanto se había producido la matanza de frailes en la capital—, se escondió en la misma Sigüenza. Buscado infructuosamente por unos y otros, liberales y carlistas, finalmente, en mayo de 1837, el Gobierno le declaró extrañado y privado de todos sus cargos y honores, y vivió sus últimos años enfermo y escondido. Su nombre no volvió a tener resonancia pública hasta los días de la Expedición Real, cuando los rumores afirmaban que Cabrera se dirigía a Sigüenza para rescatar a su obispo, aunque los que eso suponían no sabían que Sáez, afectado por un ataque de apoplejía, achacoso y enfermo, era ya una sombra de sí mismo que se apagaría el día 3 de febrero de 1839. Aún así no descansó en paz, pues, fallecido en la clandestinidad, sus allegados decidieron embalsamar su cuerpo y en septiembre de 1839, pacificado el centro y norte peninsular después del Convenio de Vergara y hechas las oportunas gestiones ante las autoridades, se creyó oportuno hacer pública su muerte: una mañana apareció su cadáver ante las puertas de la catedral de Sigüenza revestido con las ropas obispales y se procedió acto seguido a levantar acta y enterrarlo. Posteriormente, en 1850, su cuerpo fue exhumado y trasladado a Tortosa, donde se celebraron solemnes funerales presididos por su sobrino Damián Gordó Sáez, a la sazón obispo de Tortosa, y fue finalmente inhumado en la capilla del Sagrario de la Catedral dertusense que él mismo había costeado y mandado construir; allí reposan también los restos de su sobrino y sucesor.
Sáez, como personaje, fue muy conocido en su época y en la inmediatamente posterior, pero luego su recuerdo se eclipsó y quedó circunscrito a fugaces y circunstanciales menciones en los libros especializados, pasando desapercibida su trascendencia y protagonismo políticos en las obras generales de historia. Sólo Benito Pérez Galdós lo convirtió en personaje secundario en dos de sus novelas, 7 de Julio y Los Cien Mil Hijos de San Luis. En Tortosa su recuerdo va asociado al de Ramón Cabrera en razón de su pretendida negativa a conferir las órdenes sagradas al futuro caudillo carlista. Afirmaba Julio Caro Baroja: “Hay épocas que, como Saturno, se comen a sus propios hijos”, la que le tocó vivir a Sáez fue una de esas.
Obras de ~: Oración fúnebre, que en las solemnes y reales honras celebradas de órden de S. M. el Sr. D. Fernando VII por el alma de su augusta madre la señora doña María Luisa de Borbón, dijo en la iglesia de S. Francisco el Grande de Madrid el dia 22 de marzo de 1819 el doctor D. Víctor Damian Saez, Madrid, Miguel de Burgos, 1819; Nos don Victor Damian Saez Sanchez Mayor, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostolica Obispo de Tortosa, del Consejo De S.M. [...] A todos nuestros muy amados Diocesanos [...],Tortosa, 1825; Estatutos que da al Seminario Imperial de Santiago y Sn Mathias de la Ciudad de Tortosa [...] Don Victor Damian Saez [...] Por cuya solicitud fue este Colegio erigido en Seminario Conciliar Tridentino, Rasquera, 1825 (ms. inéd.); Nos don Victor Damian Saez Sanchez Mayor, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostolica Obispo de Tortosa, del Consejo de S.M. [...] A todos nuestros muy amados Diocesanos [...], Tortosa, 1827.
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Roc Salvadó Poy