García Gómez, Gregoria. María Esperanza del Niño Jesús. Olmedo (Valladolid), 31.III.1908 – Ávila, 17.XII.1999. Carmelita descalza (OCD), superiora, priora y maestra de novicias.
Gregoria García Gómez fue el nombre de pila de esta ejemplar religiosa de San José de Ávila. Fue una de las carmelitas de mayor relieve en la comunidad primitiva de la descalcez durante el siglo XX.
Gregoria —o Goya, como se la llamaba familiarmente— fue hija de Jorge García y de Esperanza Gómez, que poseían una fábrica de harina en Olmedo.
Joven muy conocida en la comarca por su recia personalidad, no menos que por su innata afición a la música, el baile y el buen gusto en el vestir. Recibió un fuerte impacto sobrenatural durante unas misiones populares que le llevaron a cambiar completamente la orientación de su vida. Bajo la dirección de un severo fraile franciscano, de cuyo nombre no ha quedado memoria, empezó a darse a la oración y a penitencias junto con otras jovencitas dirigidas de este padre.
Sin embargo, sería otro sacerdote, Eduardo Gallinar, el que sabría labrar el alma de Goya con la prudencia y suavidad que ella estaba necesitando. El padre Eduardo, que era por entonces vicario de la parroquia de Olmedo, tuvo en su vida justa fama de excepcional virtud —“lo mejor que tengo en la diócesis”, decía su arzobispo—. No cabe duda de que fue la persona que más influyó en la formación de Goya, marcando el espíritu de su dirigida con ese tono de serenidad y equilibrio que tanto habrían de caracterizarla a lo largo de su vida. Bajo la acertada dirección del padre Eduardo floreció pronto en ella una firme vocación a la vida religiosa. El buen sacerdote tuvo la inspiración de orientarla hacia el monasterio de carmelitas descalzas de San José de Ávila, donde ingresó en enero de 1931, no sin antes soportar una terrible oposición por parte de su familia. Se cuenta en su carta de edificación, escrita a raíz de su fallecimiento, una simpática anécdota: “Buscando algún medio de ablandar el corazón de sus padres, decidió comenzar, con el fin de mostrar el malestar de su espíritu y la tristeza que sentía, una ‘seria huelga de hambre’ que paró en la lógica preocupación de sus padres, desconocedores por su parte de la ‘despensa’ que ella se había ingeniado detrás de un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús [...].
Un día fingió dormir en el salón de casa y comenzó a balbucir como ‘entre sueños’ algunas frases entrecortadas: ‘Si no me dejan ser monja, me va a dar algo’; ‘Me muero de pena si no consigo el permiso [...]’; ‘¿Qué va a ser de mí?’ [...]”.
El día 27 de noviembre (fiesta de la Virgen Milagrosa) de 1930 le dieron por fin la licencia paterna, quedando esta fecha grabada en el alma de Goya con inmenso agradecimiento a la Santísima Virgen.
Desde su ingreso en la clausura, la vida de la nueva monja se volcó totalmente hacia los demás en una entrega plena a la voluntad de Dios. Pronto comenzaron las pruebas. La feliz postulante, que había tomado el nombre de María, se vio obligada a volver a casa tres meses después, debido a la inestable situación política de España (es el año de la quema de conventos y el comienzo de las agitaciones que darían lugar a la Guerra Civil de 1936-1939). Goya sufrió mucho con este contratiempo, tanto que sus padres le permitieron volver de nuevo a San José algunos meses más tarde, el 16 de julio de 1931, tomando el nombre de María Esperanza del Niño Jesús.
Comenzó el noviciado a la sombra de tres almas de gran altura espiritual: el padre Eusebio del Niño Jesús (OCD), que le dio el hábito el 17 de enero de 1932 y fue mártir en la Guerra Civil; el padre Balbino del Carmelo (OCD), confesor de la comunidad, que puso en su alma semillas de generosidad absoluta, y, sobre todo, la maestra de novicias, la madre Encarnación de Santa María Magdalena de Pazzi, con la que existió una profunda unión.
La madre Encarnación fue una carmelita excepcional: después de desempeñar cargos de responsabilidad en el convento primitivo, fue llamada al monasterio de la Encarnación como formadora cuando aquella comunidad decidió abrazar la descalcez en 1940. Alma de extraordinario fervor, se dice que hizo de sí un ofrecimiento a Dios, que se tradujo en la terrible enfermedad del trigémino que la martirizó durante diez años. La hermana María Esperanza, que tantos ejemplos había recibido de su maestra en el noviciado, se entregó de lleno a cuidar a la madre como enfermera, con una caridad sin límites, que le valió una alta estima por parte de la comunidad.
A partir de su profesión solemne (18 de enero de 1936) le fueron confiados diversos cargos en que demostró siempre un gran espíritu de servicio, teñido de sencillez y olvido propio. Ayudó mucho a la comunidad como organista, oficio para el que tenía naturalmente muy buena disposición. Pero en los que más destacó fueron en los de formación y gobierno (subpriora, priora, maestra de novicias) que desempeñó de forma casi ininterrumpida hasta que la edad y la enfermedad le impidieron seguir en ellos. Fue la madre que modeló la mayor parte de las almas que formaron la comunidad en años sucesivos, marcando en ellas un inconfundible sello teresiano, hecho de virtudes sólidas, alegría y libertad interior.
Quizá el aspecto más destacado del gobierno de la madre María Esperanza sea el de su lucidez para conservar en la comunidad el verdadero carisma del Carmelo, sabiendo aunar el amor a las ricas tradiciones de la Orden con una prudente y sana apertura a las condiciones de los tiempos. Así, la madre supo mantener firme la herencia teresiana defendiendo en lo que estuvo de su parte el cuerpo legislativo de las Constituciones junto con las costumbres propias de San José en los años difíciles del posconcilio. Pero tampoco se encogió a la hora de introducir un aire renovado y atractivo al monasterio, concediendo importancia a algunos aspectos a los que en otros tiempos se prestaba, quizá, menos atención: trabajo, higiene, buena alimentación, sencillez en la decoración de la casa, atención más humana y comprensiva a las monjas, sobre todo a las novicias.
En el cargo de maestra, especialmente, fue una verdadera madre, sabiendo ganarse el cariño y el aprecio de todas. Perlas gozosas en su vida fueron el cariño y el aprecio que supo granjearse por parte de propios y extraños debido a su bondad y caridad. Tuvo la dicha de presidir el IV Centenario de la Reforma (24 de agosto de 1962-1963) como priora de San José, que culminó con la coronación canónica de la imagen del patriarca que preside la iglesia. Fue un oráculo para muchos miembros de la Orden (incluido el padre general) en los años difíciles de las adaptaciones de las leyes carmelitanas tras el Concilio Vaticano II. Un prestigioso padre de la Orden se expresaba así: “Muévase V.R. que es el timón más seguro que ahora tienen [las carmelitas descalzas]”. La beata madre Maravillas de Jesús se dirigió a la madre en diversas ocasiones, manifestando su confianza en el papel de San José ante la confusa situación de la Orden: “La Santa Madre vela por su Orden y tienen ahí en San José hijas verdaderas que lo dan todo por conservar el espíritu de Nuestra Santa Madre”.
Fue madre y consejera prudente para las religiosas que le sucedieron en el gobierno, aportando con su experiencia, seriedad y equilibrio ese tono de solidez que siempre ha caracterizado la casa, incluso en los años más arduos por los que ha atravesado la vida religiosa en la Iglesia.
Pero sus perlas más valiosas fueron sin duda las del dolor. La madre María Esperanza supo en su vida de tragos amargos: personas que no correspondieron al cariño y atención volcado en ellas; enfermedades, trabajos, incertidumbres, responsabilidades que hubieran ahogado a un carácter menos firme. Sobre todo en su última enfermedad (comenzada con un párkinson que fue minando su organismo durante más de quince años) demostró la autenticidad de sus virtudes en una actitud de total sumisión a los planes de Dios, en obediencia, humildad, caridad y sacrificio. Ni una queja, ni una actitud de rebeldía, jamás se la oyó decir: “no puedo [...], no quiero [...]”, frases que hubieran sido muy humanas en una persona anciana y con tantas limitaciones. Sus últimos años fueron un completo holocausto en manos de Dios y de la caridad de las hermanas, que se desvivieron por atenderla como merecía esta carmelita inolvidable.
Su muerte, acaecida el 17 de diciembre de 1999, dejó una estela de paz en la comunidad.
Fuentes: Archivo del Convento de San José de Ávila, Carmelitas descalzas de San José, Madre M.ª Esperanza del Niño Jesús (1908-1999), pág. 7; Carta de edificación, pág. 22.
Julia de la Madre de Dios, OCD