Arias López, Encarnación. Somoza (Orense), 1886 – Benavente (Zamora), 11.VIII.1934. Abadesa cisterciense (OCist.) del monasterio del Salvador, muerta en olor de santidad.
Se llamó Julia en el mundo, y sus padres fueron Pedro Arias y Josefa López, de arraigadas creencias cristianas que procuraron inculcar a sus hijos. Esa formación cristiana de Julia se desarrolló en ese ambiente de piedad que se respiraba en el hogar, completada luego por el sacerdote que estaba al frente de la parroquia.
Fruto de esa piedad y buena formación fueron las bendiciones que Dios derramó sobre aquél.
Tres de los vástagos fueron llamados por Dios al estado religioso. Un varón ingresó en los mercedarios.
Al llegar el Movimiento Nacional le detuvieron los comunistas de Herencia (Ciudad Real), le llevaron a la cárcel y más tarde le condenaron a muerte, por el único “delito” de ser religioso, mereciendo la dicha de dar la vida en defensa de la fe. De las dos hermanas, una ingresó en las Hijas de la Caridad, y Julia optó por la vida contemplativa, encaminando sus pasos hacia el Salvador de Benavente, donde recibió el hábito monástico el 17 de marzo de 1904, cambiando el nombre por el de Encarnación; hizo la primera profesión un año más tarde, y la consagración definitiva a Cristo el 5 de mayo de 1908. Su entrega fue generosa y total, llegando a ser perfecto modelo de religiosas, prestando señalados servicios a la comunidad.
“Fue un ángel de caridad dentro del claustro —dicen de ella—, sacrificándose por el bien de sus hermanas.
Cuando veía a alguna hermana enferma, pedía autorización para ofrecer por ella ayunos y penitencias, y solía decir: “No hay cargo que me guste tanto como el de enfermera”. Procuraron satisfacerle estos deseos, mostrándose exquisita y llena de sacrificio en el trato con las religiosas, y siendo una excelente enfermera como si fuera verdadera madre.
Fiel a su ideal contemplativo, todos los días se inmolaba al Señor y permanecía con los brazos en alto en la cima del monte, como Moisés, para pedir el triunfo de los que trabajaban en el apostolado, comenzando por sus dos hermanos, entregados a la acción como Marta. Dícese de ella que desgastó su vida orando y sacrificándose por los misioneros. También se distinguió por la amabilidad desplegada en el oficio de tornera, recibiendo a todas las personas con gran amabilidad, y repartiendo con ellas tesoros de la caridad ardiente que ardía en su pecho, no marchando del torno ninguna persona afligida, sin el debido consuelo.
A los treinta y tres años, cuando sólo llevaba dieciséis de vida religiosa, y antes de cumplir la edad canónica, las religiosas la juzgaron digna de presidir los destinos de la comunidad, nombrándola abadesa.
Fue un gran acierto, porque en ella hallarían una verdadera madre que sería el alma de la comunidad, en una época en que los bienes de fortuna escaseaban y las necesidades materiales se multiplicaban.
Hay un hecho en el cual se advierte la mano generosa de la Divina Providencia, que salió en favor de su fidelísima sierva. Cierto día se acercó a la portería una joven pidiéndole limosna. La madre apenas tenía en casa unas monedas. Pensó: “Con esta miseria —se dijo— no tengo yo para ir a ninguna parte. ¿por qué no se las entrego a esta joven? Quizá la pueda sacar de apuros”. Así lo hizo, le entregó cuanto tenía la comunidad y se quedó tan tranquila. Al poco rato llegó el cartero con el correo; se acercó al torno y entre la correspondencia del día apareció un talón bancario con una limosna considerable que tuvo para remediar las necesidades más urgentes de la comunidad. Lección manifiesta de confianza en la Divina Providencia, que llenó de admiración a todas sus hijas. Deseosa de elevar el nivel económico de la comunidad, como tenían una huerta considerable, pero carente de riego, se empeñó en hacer una prospección y logró un raudal de agua que fue capaz de poder regar las hortalizas necesarias para alimento de la comunidad.
Tan grande era su devoción a Cristo crucificado, que adquirió una efigie del santo Cristo de Limpias —devoción muy extendida en aquellos tiempos—, la cual mandó colocar sobre la silla abacial del coro, al par que le decía al Señor: “Toma tú mi puesto, Señor, gobierna y manda, Redentor nuestro”. Después de terminar felizmente el tiempo de su abadiato, a pesar de que estaba enferma la nombraron priora, esto es, segunda superiora de la casa, logrando lo que fue buscando al monasterio, una santa muerte.
Fuentes y bibl.: Archivo del monasterio del Salvador, Benavente (Zamora).
Redacción, “Rda. Encarnación Arias, Priora de Benavente”, en La Voz del Císter, Abadía de Viaceli, a. VII, b.º 73, págs. 157-159.
Damián Yáñez Neira , OCSO