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Gabriel de Aristizábal y Espinosa

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Biografía

Aristizábal y Espinosa, Gabriel de. Madrid, 25.III.1743 – San Fernando (antes Isla de León) (Cádiz), 5.VI.1805. Marino de guerra.

Nacido a finales del reinado de Felipe V, su vida transcurre en los reinados de los monarcas borbones hasta la revolución que trajo consigo las instituciones modernas. Su padre, Nicolás de Aristizábal, Caballero de la Orden de Santiago, y su madre, Rosa Espinosa, lo educaron con el mayor esmero desde su más tierna infancia, destinándolo al servicio de las armas, con cuyo motivo sentó plaza de guardiamarina a la edad de diecisiete años, ingresando el 18 de octubre de 1760 en la Real Academia establecida en Cádiz en aquella época. Pronto sobresalió entre sus compañeros por su aplicación y talento, distinguiéndose tanto en el estudio de las ciencias matemáticas como en el de los idiomas, de los cuales aprendió con perfección el latín, italiano, inglés y francés. Terminada su educación teórica como guardiamarina, navegó cinco años en los navíos Septentrión, Triunfante y Buen Consejo.

En ellos cruzó los mares de las islas Azores y de las Filipinas, tomando parte en aquellos combates con los ingleses que si bien dieron por resultado algunas pérdidas sensibles, aseguraron en cambio la posesión de alguno de los mejores dominios de Ultramar.

Vuelto a su país natal después de tan largo tiempo de ausencia y de penosas fatigas, ascendió a alférez de fragata el 23 de febrero de 1766. Año y medio después, el 17 de septiembre de 1767, fue promovido a alférez de navío y destinado al Departamento de Cartagena. Allí continuó dos años entregado a los estudios de su profesión, hasta que, embarcado en la fragata que salía para Manila (primero de noviembre de 1769), regresó de nuevo a ese país que ya había conocido en sus expediciones como guardiamarina, y en el cual puede decirse que comenzaron a desarrollarse sus dotes de mando, y ese conjunto de brillantes cualidades que tanto contribuyeron desde entonces a crearle una alta reputación, que en adelante no se vio nunca desmentida.

A su llegada a Filipinas el 9 de agosto de 1770, tuvo conocimiento de que había ascendido a teniente de fragata el 18 de diciembre de 1769. El gobernador y capitán general de aquellas islas le nombró tan sólo un mes después de su llegada comandante del Arsenal y Ribera del puerto de Cavite cuando sólo tenía veintisiete años sin lugar a dudas por su eficaz trayectoria profesional. Transcurrido un año, el mismo gobernador le designó comandante general de Marina de dichas islas; elección difícil de concebir en una época en que la juventud militaba siempre en las últimas filas, y en que sólo la edad y los grandes servicios daban derecho a posiciones tan elevadas y honoríficas.

El nuevo comandante de las Islas Filipinas supo hacer ver muy pronto que era digno de la difícil misión que se le había confiado en edad tan temprana. Al frente de aquel vasto Departamento emprendió obras importantes y construcciones útiles para la Marina, hizo respetar el pabellón español en aquellos mares. Mandando él mismo las fragatas San Carlos y San José, transportó cuantiosos fondos del Estado y del comercio.

Hizo por primera vez el viaje a América por el cabo Bojador, regresando de esta importante expedición al cabo de cinco meses, con dos millones de pesos fuertes y algunas tropas.

Sin lugar a dudas, la empresa más atrevida fue la que dirigió contra los piratas que de continuo invadían aquellas costas. Aprestó con este fin una escuadra sutil de treinta y seis embarcaciones, entre ellas tres galeras y dos paquebotes, con mil quinientos hombres de tripulación y tropas de desembarco. Al frente de ella, logró contener a los feroces corsarios que infestaban aquellos mares y perseguían el comercio. Se dirigió contra los moros de la isla de Mindoro, después de varios encuentros logró darles un combate decisivo.

Sin perder una sola lancha les apresó diez embarcaciones, varios géneros de valor, y hasta cincuenta mil pesos fuertes que ingresaron en las arcas del erario.

Sin embargo, sus altos servicios y merecimientos no obtenían de parte del Gobierno toda la recompensa a que eran acreedores, ya que se le omitió en la promoción de oficiales del cuerpo verificada en 1773. Tan notable debió ser esta omisión, y tan conocida la reputación del joven marino, que el teniente de navío José de Mazarredo, uno de los más distinguidos generales que algunos años después tuvo la Armada española, no vaciló en decir con este motivo al ministro de Marina Julián de Arriaga, que “suponiendo que cada Oficial de Marina valiese un cien por cien más que él, no valían, sin embargo, todos juntos la mitad que D.

Gabriel de Aristizábal”, hipérbole sencilla y enérgica, que era la fiel expresión del elevado concepto que, a pesar de sus pocos años, disfrutaba ya aquel bizarro e inteligente oficial.

Hecho significativo fue el fallecimiento de su madre, a quien amaba entrañablemente, ocurrido el año de su ascenso a teniente de navío (28 de abril de 1774). Vino a España con Real Licencia, después de haber desempeñado por tres años la Comandancia General de la Islas Filipinas. El Gobierno hizo entonces justicia a su mérito, rindiendo un espontáneo tributo de homenaje a sus superiores conocimientos.

Aunque no era más que un teniente de navío, mereció ser consultado por los hombres que dirigían la marcha de los negocios públicos sobre el estado de las islas Filipinas y sobre los medios que, así en lo militar como en la administración, convendría introducir en el régimen de aquella colonia para su memoria y engrandecimiento; sobre cuyo importante asunto, escribió una extensa memoria que aún conservan sus descendientes.

Estuvo destinado en el Departamento de Ferrol hasta el año de 1776. En adelante, su carrera siguió una trayectoria rápida y brillante como no podía menos de ocurrir dada la gran reputación que había adquirido.

Ascendido a capitán de fragata el 17 de febrero de 1776, fue nombrado comandante del convoy de la primera expedición a Pensacola, donde se justificó la idea que se tenía de su celo e inteligencia en el mando. Fue ascendido a capitán de navío el 23 de mayo de 1778 y cuatro años después, fue nombrado brigadier de la Armada el primero de diciembre de 1782, año memorable para las armas españolas, porque al paso que se reconquistaba la isla de Menorca después de setenta y cuatro años de independencia de su metrópoli, se realizó un último esfuerzo contra los muros de Gibraltar previo a la paz que a solicitud de Inglaterra se ajustó con ella en 1783.

El 31 de agosto de 1783 fue honrado el brigadier Aristizábal con una misión importante relacionada con los actos del tratado de paz y amistad concertado por primera vez entre España y la Puerta Otomana (14 de septiembre de 1782) firmado en Madrid y ratificado solemnemente en Constantinopla el mes de abril del año siguiente. Con tal ocasión, se aprestó una división para ofrecer al sultán los ricos presentes que en demostración de amistad le enviaba S. M. Católica, entre ellos la magnífica tienda que había servido a Fernando el Católico en la última campaña contra los moros del reino de Granada. Al frente de los navíos Triunfante y San Pascual, fragata Santa Clotilde y bergantín Infante se dio a la vela en Cartagena el 24 de abril de 1784.

Desempeñó esta importante misión brillantemente y consiguió además que sus mejores oficiales levantasen planos y formasen derroteros de aquellas costas tan poco frecuentadas y de la ciudad de Constantinopla, sus templos, monumentos, fábricas, puertos y fortalezas, población, impuestos, fuerzas militares y marítimas, cuerpo eclesiástico, altos dignatarios y hasta sus ceremonias diplomáticas y religiosas. La inteligencia y el acierto con que desempeñó su misión, le valió una recompensa de parte del Monarca a quien tan dignamente había representado por primera vez y en ocasión tan notable, cerca del Gran Señor de Turquía. Recibió justa y merecidamente el ascenso a jefe de escuadra el 14 de junio de 1785. Se incorporó como jefe subordinado en la escuadra al mando del teniente general Juan de Lángara, que se denominó de evoluciones, y se empleó en la instrucción de jefes y oficiales de la Armada.

Acabado el reinado de Carlos III, siguió el de su hijo y sucesor Carlos IV, durante el cual no cesó de prestar a su país grandes y señalados servicios. Fue elevado a teniente general el 1 de marzo de 1791, nombrándosele dos años después para el mando de una escuadra destinada a la América septentrional, donde permaneció hasta el año de 1800. La escuadra varió su composición conforme a las circunstancias y necesidades de cada servicio. Constaba en un principio de seis navíos y dos fragatas, llegando a reunir en Nueva España hasta once navíos, siete fragatas y nueve bergantines, con 1.144 cañones.

Se hizo a la vela en el puerto de Cádiz con rumbo a La Habana en junio de 1793, y a su llegada se adoptaron todas las disposiciones necesarias para llevar a cabo el plan cuya ejecución le estaba confiada, principalmente proteger nuestro comercio en aquellas tierras, conducir las cuantiosas remesas de fondos que de ellas enviaban a España, y hostilizar la isla de Santo Domingo en la parte sometida al dominio de Francia, cuyos corsarios hacían frecuentes incursiones en aquellos mares. Obstáculos invencibles, superiores al esfuerzo humano vinieron a paralizar sus trabajos. Por una parte, los terribles huracanes que ocurrieron, impidieron la reunión de buques y la llegada de las tropas de desembarco que se aprestaban en La Habana.

Por otra, una de esas epidemias asoladoras y mortíferas invadieron los buques, hasta el punto de haber fallecido en poco más de dos meses 1.173 hombres, entre ellos treinta oficiales y continuamente enferma la mitad de cada tripulación.

Salvados estos obstáculos, hizo rumbo la escuadra a la isla de Santo Domingo, sin desatender los cruceros, los convoyes de fondos y otras atenciones importantes del servicio. Emprendió uno de los hechos más gloriosos de su vida, la conquista de Fuerte Delfín y sus fortalezas sometidas a las armas. Bloqueó la plaza con solo tres navíos, una fragata y algunas embarcaciones menores, Trató de reducir a sus enemigos, con el aparato de guerra, por una parte, y, por otra, con sus proclamas prudentes y conciliadoras. Logró tomar estos lugares por sorpresa en la madrugada del 28 de enero de 1794 y la plaza por capitulación al día siguiente, sin disparar un solo tiro. Los detalles de esta memorable jornada, la capitulación misma y la relación del considerable numero de efectos de guerra de los que se apoderó la escuadra, entre ellos treinta y ocho cañones de a 24 y 36, tres morteros y gran provisión de pólvora y municiones de todas clases, se publicaron en la Gaceta de Madrid (1 de abril de 1794). El monarca español le hizo gentilhombre de cámara con entrada, y los habitantes de Fuerte Delfín le tributaron las más lisonjeras demostraciones de gratitud. Se conservó ese importante lugar hasta la paz de Basilea.

A continuación llevó a cabo otras importantes operaciones marítimas.

No quiso el jefe de la escuadra española, abandonar la isla de Santo Domingo sin prestar un homenaje de profundo respeto a las cenizas del insigne descubridor del Nuevo Mundo Cristóbal Colon, que yacían sepultadas en la catedral de la ciudad, y creyó deber transportarlas a paraje más seguro en los dominios españoles. Al efecto solicitó y obtuvo (20 de diciembre de 1795) del gobernador general y arzobispo de la isla su exhumación y entrega para que España conservase eternamente los restos mortales del ilustre almirante.

Depositó sus cenizas en una caja de plomo disponiendo su traslado a La Habana, a bordo de un bergantín, que por casual coincidencia, se denominaba el Descubridor, pasada la rada, se embarcaron en el navío San Lorenzo. Se inhumaron en la capilla mayor, al lado del Evangelio en la catedral el 19 de enero de 1796.

Continuó prestando sus servicios en las costas de Venezuela y demás de Tierra Firme, seno mexicano, ambas Florida y Antillas españolas, hasta el año 1800, en que, concluido su mando en América, regresó a España por Estados Unidos, visitando algunos puertos extranjeros, siempre con el espíritu de estudiosa investigación que le guiaba en todas sus empresas y viajes.

Digno sería poder describir especial y detalladamente los resultados obtenidos por este ilustre general durante sus navegaciones en América. Entre ellos, destacan los siguientes: Haber puesto a salvo más de cien millones de pesos fuertes en metálico y frutos con sus escoltas y convoyes, conduciendo mucha parte de ellos en sus propios buques, hasta dejarlos asegurados en Europa.

Haber socorrido la isla de Santo Domingo en tiempo de huracanes facilitando además en ella la salida de todas las corporaciones y establecimientos pertenecientes a la dominación española, transportando a Cuba, la Guaira, Puerto Cabello y Puerto Rico, desde noviembre de 1795 a julio de 1796 más de cinco mil personas, con todos sus equipajes y efectos tanto de casa como de campo, que no quisieron permanecer en la isla después de la paz.

Haber impedido la insurrección de Trinidad, cuyas consecuencias hubieran podido ser muy funestas.

Haber conquistado Fuerte Delfín y conservado su posesión hasta que fue devuelto a Francia a pesar de la rebelión de los negros auxiliares.

Haber hecho treinta presas marítimas que aprobó el Gobierno, sin querer admitir la generosa cesión que la escuadra hizo de ellas al Estado, adjudicando una por entero a la fragata Santa Perpetua y consumiendo el importe de las restantes en la manutención del Ejército y de la Armada.

Haber socorrido con sus buques a todos los puertos de América septentrional situados entre la Florida y la Trinidad.

Haber inutilizado las incesantes tentativas y esfuerzos de los corsarios para invadir nuestras costas y apresar nuestras embarcaciones, atendiendo sin descanso a las reparaciones, carenas y armamento de buques en épocas en que su escuadra llegó a constar de catorce navíos y ocho fragatas.

Durante este período de sus servicios y a pesar de la cruel epidemia que invadió a aquélla y que se ha mencionado más arriba, sólo perdió unos dos mil hombres por los trabajos y penalidades de sus continuas expediciones y por la variación de climas. Número bien escaso en verdad, si se le compara con el inmenso personal de sus buques. Es además sumamente notable, que entre tantas y tan importantes medidas como adoptó este jefe en el largo período de su mando en América, ni una sola de ellas fuese desaprobada por el Gobierno de Su Majestad.

Joven aún, y militando en los primeros grados de su carrera se había cruzado en la Orden de Alcántara; y luego que cesó en el último mando, le concedió S. M. la encomienda del Peso Real de Valencia, perteneciente a la misma Orden. Más tarde, por Real Decreto (28 de mayo de 1802), se le confirió la capitanía general de Marina del Departamento de Cádiz, de cuyo destino tomó posesión el 15 de noviembre de 1802. Durante ese intervalo, fue nombrado, en el mes de julio, vocal de una junta de generales para examinar el Código Naval que el Estado Mayor General había formado y dar su dictamen.

En la Capitanía General de Cádiz permaneció más de dos años, descansando de las fatigas de su larga y trabajosa carrera, hasta que habiendo enfermado gravemente a fines de 1804, tuvo que resignar el mando falleciendo en la isla de León el 5 de junio de 1805, a los sesenta y dos años de edad y cerca de cuarenta y cinco de honrosos y brillantes servicios.

La muerte de este ilustre general causó una sensación profundísima en la Armada, donde tan apreciadas eran sus grandes virtudes, sus relevantes dotes como marino y sus felices disposiciones para el mando.

 

Bibl.: J. M. Antequera, Galería biográfica de los Generales de Marina del Vicealmirante D. Francisco de Paula, Madrid, 1873; A. Carrasco y Saiz del Campo, Icono-biografía del generalato español, Madrid, Imprenta del Cuero de Artillería, 1901; J. Guillen, Los marinos que pintó Goya, o sea Apuntes [...] para el estudio de su iconografía, Madrid, Imprenta de la Marina, 1928; A. Carrasco y Saiz del Campo, “Un Goya al Museo Naval”, en Revista General de Marina, t. II (julio de 1969), págs. 3-7; J. I. González-Aller, Catalogo Guía del Museo Naval de Madrid, Madrid, Ministerio de Defensa, 1996.

 

Alfonso Rivero de Torrejón