Despuig y Dameto, Antonio. Palma de Mallorca (Islas Baleares), 30.III.1745 – Lucca (Italia), 2.V.1813. Cardenal y consejero de Estado.
Miembro de uno de los más esclarecidos linajes del archipiélago balear, su tío, el obispo Lorenzo Despuig —luego metropolitano tarraconense—, tuteló y protegió en gran medida sus inicios en la carrera eclesiástica.
Después de su paso por el colegio de Humanidades regido en Palma por los jesuitas, en la Universidad mallorquina obtuvo los títulos de bachiller en ambos Derechos y el de doctor en Sagrados Cánones, al tiempo que recibía las órdenes menores e importantes y bien dotadas prebendas. Canónigo de la catedral de Palma (1769) antes de ser sacerdote, siguió acumulando rentas y beneficios eclesiásticos. Comisionado por su cabildo para resolver en la Península diversos problemas que atañían a la corporación, el joven clérigo entró en contacto con los círculos de poder —en especial, los cortesanos—, en los que llegó a ser muy valorado. Entusiasta de las Bellas Artes y ambicioso en extremo, un temprano viaje a Italia (1782-1783) satisfizo sus inclinaciones y le dio a conocer en los ambientes romanos, gozando pronto del aprecio del mismo pontífice Pío VI (1775-1799). Retornado a Mallorca y ordenado sacerdote, fue nombrado rector y procancelario de su alma mater, teniente vicario general castrense y juez conservador de la Religión de San Juan —de la que era caballero—, y se mostró activo partícipe en las labores desarrolladas por la Sociedad Económica de Amigos del País. Muy poco, sin embargo, duró su residencia en su ciudad natal, ya que en enero de 1785 las poderosas amistades adunadas en Madrid y Roma dispusieron de común acuerdo su nombramiento como auditor de la Rota, cargo remunerado con esplendidez en la época. Introducido en el entorno del Papa, con quien compartía la misma pasión estética y coleccionista, sus frecuentes viajes por toda la geografía italiana le permitieron adquirir y allegar gran cantidad de pinturas, grabados, esculturas, libros antiguos y otros preciados objetos, con los que llegó a formar un verdadero museo, sin olvidar tampoco un intenso mecenazgo que le conquistó el aplauso de las gentes de letras y artistas.
La grata estancia italiana se interrumpió por la satisfacción de una de sus más ambicionadas aspiraciones.
En marzo de 1791 fue, en efecto, designado para regir la importante diócesis orcelitana, a la que arribó un año más tarde. Muy poco se benefició ésta de los trabajos del prelado aristócrata, al que su afición por los viajes le llevó a pasar una prolongada estancia en tierras de Mallorca con motivo de la beatificación de Catalina Thomas y donde preparó el terreno para un posible y muy deseado traslado a su silla episcopal.
Éste se verificó de inmediato, pero no a la mitra balear, sino a la valenciana. Debido al ruidoso enfrentamiento entre el arzobispo Fabián y Fuero y el capitán general duque de la Roca y la obligada dimisión del prelado aragonés, a finales de enero de 1794 Carlos IV presentaba a Despuig para regir la archidiócesis valentina, designándolo su gobernador hasta la llegada de las bulas correspondientes.
Pero apenas llegadas, se vio denominado para la también metropolitana de Sevilla. Los muchos problemas que envolvían a un cabildo catedralicio como el valenciano, dividido entre partidarios y detractores del anterior arzobispo, impulsaron al calculador y cómodo Despuig a solicitar él mismo a su amigo Godoy la marcha a otra sede o cargo relevante, como el de inquisidor general. Dicha traslación confirma la imprevisión que reinaba en las esferas estatales en el planteamiento de los asuntos eclesiásticos y la crisis que comenzaba a dañar seriamente unas estructuras hasta hacía escaso tiempo muy sólidas: presentación en agosto de 1795, posesión efectiva en enero de 1797, marcha definitiva de la diócesis hispalense en octubre del mismo año, teniendo aun así oportunidad de malbaratar gran parte de la buena herencia administrativa dejada por su antecesor, el asturiano Llanes y Argüelles, y sin implementar un mínimo programa pastoral.
El abandono de la sede isidoriana se debió a la participación, real o supuesta, del prelado en el oscuro episodio denominado la “conjuración de Malaspina”, que le hizo perder parcialmente el favor del valido extremeño y, por ende, de los Reyes. La desgracia se disfrazó con el encargo de una misión diplomática y de asistencia ante el atribulado Pío VI, zarandeado por los sucesos acaecidos en Italia tras la invasión de los ejércitos franceses. Recobrada la simpatía de Godoy a consecuencia, fundamentalmente, de su renuncia a la mitra sevillana a fin de que fuera ocupada por el infante Luis de Borbón, Despuig, consumado experto en el trueque y conquista de gajes y bienes, logró en la ocasión los arcedianatos de Talavera y Valencia.
Nombrado consejero de Estado y presidente de la Real Junta de Amortización, el otorgamiento por decisión personal de Pío VI del patriarcado de Antioquía calmó por algún tiempo su voraz apetito de cargos y distinciones, a la espera ansiosa del cardenalato.
La carencia de la condición de purpurado no le impidió, sin embargo, desempeñar un papel de descollante protagonista en el cónclave en el que salió elegido el papa Chiaramonti, al encargarse de modo personal y directo, por orden del ministro de Estado Mariano Luis de Urquijo, de los difíciles preparativos del cónclave veneciano. A modo un tanto de recompensa, Pío VII (1800-1823) le concedió el capelo cardenalicio en marzo de 1803. Sin que le abandonara su aurívoro apetito de antigüedades y tras una larga estadía en Mallorca (1804-1807), acompañó al Papa en su destierro en Francia, logrando pese a todo el permiso imperial para restablecer su salud en la localidad italiana de Lucca, donde falleció.
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José Manuel Cuenca Toribio