Llorente González, Juan Antonio. Juan Nellert, Astrófilo Hispano. Rincón de Soto (La Rioja), 30.III.1756 – Madrid, 5.II.1823. Canónigo, historiador, abogado del Consejo Real de Castilla y polemista.
Era hijo de Juan Francisco Llorente Alcaraz y de María Manuela González Mendizábal, propietarios de una moderada hacienda que cultivaban por sí mismos como labradores honrados, hijosdalgo de Rincón de Soto, pueblo próspero y huerta fértil, a orillas del Ebro, río que lo separa de Navarra, a dos leguas aguas abajo de la ciudad episcopal de Calahorra. Antes de un mes de nacido, Juan Antonio quedó huérfano de padre, y a los diez años también de madre, con dos hermanos y dos hermanas. Hizo de mentor y padre su tío materno José González Mendizábal, presbítero beneficiado de las iglesias parroquiales de Calahorra y sus anejas, varón virtuoso y ejemplar “que yo tengo gran pena —confiesa su sobrino— de no haber imitado tanto como debía” (Noticia biográfica, art. I, n.º 5). Su hermano mayor, Francisco Javier Llorente González, dieciséis años mayor que él, fue beneficiado y cura del vecino pueblo de Aldeanueva de Ebro, donde el pequeño estudió Gramática Latina, recibiendo precozmente la primera tonsura clerical a los catorce años de edad. Su hermano murió muy pronto, antes de cumplir los treinta años. Su tío materno envió a su sobrino Juan Antonio a Tarazona de Aragón donde hizo brillantemente Filosofía.
Después se graduó en Leyes y en Cánones en la Universidad de Zaragoza, y obtuvo el doctorado en la Universidad de Valencia, y el título de abogado en Madrid. Entre tanto, a sus veinte años, opositó y obtuvo un beneficio en las parroquias unidas de Calahorra, recibiendo el sacerdocio el 29 de mayo de 1779, con dispensa de edad. Tres años después, en 1782, el obispo Juan de Luelmo lo nombró fiscal eclesiástico del entonces muy extenso Obispado de Calahorra, así como provisor y vicario general interino. Muerto el obispo en 1784, Llorente quedó como sustituto de sus cargos anteriores.
Por esta época entró en contacto con un literato ilustrado llegado a Calahorra, y tras largas conversaciones Llorente abandonó para siempre “los principios ultramontanos”, cambió de orientación y de lecturas, dando un giro sin retorno hacia el racionalismo.
A Llorente se le hizo estrecho el ámbito local y dio el salto a Madrid en 1788, con treinta y dos años de edad, primero como administrador de los duques de Sotomayor, y más tarde como censor de libros y como secretario de la Inquisición en la Corte. Logró el favor del rey Carlos IV que le concedió una canonjía en Calahorra, sin obligación de residencia.
A finales de 1791, tras ciertas intrigas palaciegas, Llorente debió regresar a Calahorra y hacer efectiva la residencia de su canonicato. En 1792 protegió con todos los medios a su alcance a ciento cincuenta clérigos franceses, llegados a La Rioja y al Obispado, que huían de la Revolución de su país. En 1801 fue uno de los españoles tachados de jansenismo, como Jovellanos y otros, por lo que fue procesado y recluido durante un mes en el convento franciscano de San Antonio de la Cabrera, a nueve leguas al norte de Madrid. Sin embargo, gozó de la confianza de su obispo Francisco Aguiriano, prelado de actuación ambivalente, quien le confió misiones delicadas y cargos importantes como juez subdelegado de Cruzada. Otros encargos y ocupaciones, algunos de ámbito nacional, perspectiva nunca olvidada por él, llenaron los años calagurritanos, relativamente sosegados y tranquilos, siempre laboriosos, del canónigo Llorente.
Olvidado el proceso anterior, y recuperado por su actuación moderada, Llorente fue llamado a la Corte en 1805 para “ser ocupado en servicio de Su Majestad y del bien público”. Volvía a Madrid, ahora con mayor experiencia y metas más ambiciosas. El 9 de febrero de 1806 el Rey le nombró canónigo, dignidad de maestrescuela de la catedral primada de Toledo, que llevaba aneja la función de canciller de su Universidad, con dispensa de residencia. El salto era ciertamente importante y significativo. Parece que tuvo deseos frustrados de obispar.
Frente a ciertas parcialidades surgidas en el señorío de Vizcaya, que preocupaban en la Corte, Llorente recibió entonces del Gobierno el encargo de retomar sus antiguos estudios y comenzó a publicar su obra sobre los fueros de las tres provincias vascongadas, en orden a su posible suspensión. La obra, evidentemente polémica, iba a causar mucho ruido y mucha desazón por parte de los foralistas. Menéndez y Pelayo dice, refiriéndose a esta obra, que “tenía Llorente razón en muchas cosas, mal que pese a los vascófilos empedernidos”. En 1807 Llorente fue investido como caballero eclesiástico de la Orden de Carlos III, tras las consabidas pruebas de nobleza, retrotraídas hasta los dieciséis terceros abuelos.
En mayo de 1808 comenzó una etapa borrascosa para la historia de España, y también para la biografía personal de Llorente. El 23 de dicho mes y año el general Murat, gobernador de España, convocó a Llorente para que pasara a Bayona de Francia y formara parte de la Asamblea de Españoles Notables que debían preparar el proyecto de Constitución para España. Ya en fechas anteriores, el 30 de mayo de 1808, Llorente firmaba por su cuenta un Reglamento para la Iglesia Española que ponía en bandeja a Napoleón un proyecto drástico de carácter regalista, economicista y desamortizador, con olvido total de los aspectos espirituales y pastorales de la nación.
Pronto le llegaron los reconocimientos y las recompensas. Llegado a Madrid el nuevo rey José Bonaparte, nombró a Llorente el 25 de julio de 1808 su consejero de Estado, adscrito a la sección de Justicia y de Negocios Eclesiásticos, según el artículo LII de la Constitución de Bayona, aprobada apenas tres semanas antes, y de la que el propio Llorente era uno de sus noventa y un firmantes. El 31 de julio de 1808 salió de Madrid para Vitoria y La Rioja acompañado de José Bonaparte. El 5 de diciembre regresó a Madrid y publicó una obra titulada Discurso heráldico sobre el escudo de armas de España, asunto que había quedado pendiente en la Asamblea de Bayona.
En 1809, suprimida la Inquisición de la que en el régimen anterior había sido secretario, Bonaparte puso a cargo de Llorente los archivos de la misma, lo que le sirvió para preparar su famosa Historia Crítica. En el mismo año 1809, suprimidas las comunidades religiosas, se designó a Llorente colector general de los efectos de los conventos, y en el mismo año se le nombró director general de Bienes Nacionales, cargos políticos tan peligrosos, comprometidos y desagradables por su carácter netamente incautador. El plan de Llorente era drástico. Un ejemplo: de los sesenta y nueve conventos de Madrid (treinta y siete de varones y treinta y dos de religiosas) se debían suprimir y confiscar cuarenta y seis, por lo que debían quedar solamente veintitrés, un tercio del total. Y en parecidas proporciones en el resto de España. En 1810 Llorente fue relevado de estos cometidos. Para compensarle se le dio el cargo más amable, pero también muy goloso, de comisario general apostólico de la Santa Cruzada, por fallecimiento de su titular anterior.
Subido al carro de Bonaparte, el canónigo Llorente logró una posición económica nunca soñada, hasta el punto de alcanzar cifras millonarias. Con ello adquirió inmuebles en zonas tan importantes de Madrid como María de Aragón, Alcalá, Fuencarral y otras, procedentes en su mayoría de la confiscación de antiguos conventos. Adquirió igualmente en la serranía de Guadarrama predios y fincas tan apetitosas como Campillo y Monasterio, de más de cinco mil fanegas de tierra, cercadas con muro de piedra, previamente expropiadas a los monjes de El Escorial. Llorente quedó pronto desencantado del rendimiento y administración de estas fincas rústicas que cedió al Real Patrimonio de la Corona, a cuenta de otros inmuebles urbanos de Madrid. También en Logroño adquirió bienes procedentes de los carmelitas descalzos y de las religiosas de Madre de Dios.
A la vez, José Bonaparte concedió a Llorente la alta condecoración de la Orden de España, en su grado de comendador, pensionada con 30.000 reales anuales. Era una orden nueva que suplía a otras tradicionales de la Monarquía española. Con estas insignias lo retrató Francisco de Goya. Un lienzo de 1,89 metros por 1,14 metros que se conserva en el Museo de São Paulo, en Brasil. La sonrisa tristona y cansada del eclesiástico riojano, campechana y atractiva, indescifrable y misteriosa, sobre su sotana y manteo negro, y sobre su banda de color encarnado rosáceo de la Orden de España (motejada la Berenjena, por sus colores) se empareja sin desdoro a la magia y al embrujo de la Gioconda. Según Camón Aznar, el retrato de Llorente es uno de los “de más penetración caracteriológica” que salieron de los pinceles de Goya. Llorente aparece como una “figura sagaz, de psicología complicada, infiel a su profesionalidad y aun a su patria [...] en la que advertimos la astucia, la burla de sus propias convicciones y una sonrisa escéptica que baña todo el rostro”.
Con la caída de Napoleón, el destino de Llorente cambió de signo. Aquella espléndida fortuna, amasada en tan poco tiempo, fue en realidad flor de un día. El 10 de agosto de 1812, ante los peligros de invasión de la capital del reino tras la derrota francesa de los Arapiles (Salamanca), Llorente salió de Madrid, camino de Valencia, con el Rey intruso y su Corte. De Valencia pasó Llorente a Zaragoza en octubre de dicho año, donde continuó su increíble producción literaria. Por fin, el 5 de julio de 1813, tras la derrota francesa de Vitoria, Llorente tuvo que pasar a Francia por Canfranc y Oloron, acompañado de su criado Francisco Carbonoro.
Tras visitar con agrado varias ciudades francesas, en marzo de 1814 Llorente se instaló en París, donde pasó días de soledad y de penuria. Sus bienes y rentas en España le fueron confiscados. Perdió lastimosamente su biblioteca la “mayor y mejor que había en Madrid” —lamenta el propio Llorente en su Noticia biográfica—. “Se componía —sigue diciendo— de más de ocho mil volúmenes, de los cuales un crecido número era de manuscritos inéditos, y otro mayor de libros impresos, pero raros y difíciles de hallar”. En cambio, también él arrambló con cuantos documentos quiso del Archivo de la Inquisición de Zaragoza y de otros sitios para llevárselos a París.
En 1817 publicó Llorente en París la Historia crítica de la Inquisición de España, “matorral de verdades y calumnias”, como la califica Menéndez y Pelayo. Baste decir que Llorente estimaba que fueron quemadas vivas por la Inquisición española treinta y una mil novecientas doce personas, cuando en realidad no llegaron a mil, según estadísticas modernas. Solamente un uno por ciento, más o menos, de los acusados fueron ejecutados. Las Inquisiciones europeas protestantes fueron mucho más rigurosas y sanguinarias.
También en París y en lengua francesa publicó Llorente en 1822 su obra Retrato político de los papas, donde admite patrañas sin cuento, entre ellas la historicidad de la papisa Juana. El escándalo por esta obra le originó a Llorente su expulsión de Francia, donde el ya achacoso clérigo, fruto de sus relaciones con Francoise- Josephine Houllier, dejaba una hija de tres años escasos, Antoinette Elisa, nacida en París el 21 de septiembre de 1820, bautizada tres días después en la parroquia de la Madeleine, como consta en el archivo correspondiente, n.º 85. Llorente se había repuesto y labrado una pequeña fortuna en Francia, que fue disputada por los herederos franceses y españoles.
Juan Antonio Llorente fue expulsado de Francia por actividades revolucionarias en conexión con la sociedad masónica secreta de los Carbonarios. La policía francesa lo puso en la frontera a finales de 1822. Atravesó el norte de España sobre la nieve. Tenía el corazón herido. Apenas cinco semanas después, el 5 de febrero de 1823, a los sesenta y seis años de edad, murió repentinamente de resultas de un accidente apopléjico, por cuyo motivo no pudo recibir los santos sacramentos, en su casa de la calle Palma, n.os 6 y 7, de Madrid, siendo enterrado con hábitos sacerdotales en el camposanto de la Puerta de Fuencarral, después de celebrados sus funerales en la parroquia de San Pedro el Real de Madrid, según copia auténtica de defunción, tomada del libro 8 de difuntos, folio 34 vuelto. “Juan Antonio —comenta uno de sus últimos y mejores biógrafos— había dejado su corazón en París, donde le había nacido una hija llamada Antoinette que en aquel momento tenía apenas tres años”.
Obras de ~: Monumento romano descubierto en Calahorra, Madrid, Don Blas Román, 1789; Discursos Histórico-Canónicos sobre los Beneficios Patrimoniales del Obispado de Calahorra, Pamplona, Juan Antonio Castilla Impresor y Librero, 1789; Fuero-Juzgo o recopilación de las leyes de los visigodos españoles, Madrid, Isidoro de Hernández Pacheco, 1792; Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición, s. l., 1797 (ms.) (ed. de E. de la Lama Cereceda, Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición, Pamplona, Eunate, 1955); Disertación geográfica para demostrar cual debe ser la extensión de La Rioja, s. l., 1806 (ms.) (ed. de F. Abad León, La Rioja, Provincia y Región de España, 1980); Noticias históricas de las tres provincias vascongadas, Madrid, Imprenta Real, 1806-1808; Respuesta del Dr. Llorente a la impugnación del Sr. Aranguren, Madrid, 1808; Colección diplomática sobre dispensas matrimoniales y otros puntos de disciplina eclesiástica, Madrid, Imprenta de Ibarra, 1809; Discurso heráldico sobre el escudo de armas de España, Madrid, Imprenta de T. Alban, 1809; Disertación sobre el poder que los reyes españoles ejercieron hasta el siglo duodécimo en la división de obispados y otros puntos de disciplina eclesiástica, Madrid, Imprenta de Ibarra, 1810; Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la Inquisición, Madrid, Imprenta de la Sancha, 1812; Memoria histórica cobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca de la guerra con Francia, Valencia, 1812 (Zaragoza, Miedes, 1813); Observaciones sobre las dinastías de España, Valencia, 1812; Representación del obispo de Orense, Zaragoza, 1813; Memorias para la historia de la Revolución Española con documentos justificativo por Juan Nellerto, París, Imprenta de M. Plassan, 1814-1846; Ilustración del árbol genealógico del Rey de España Fernando VII, Madrid, 1816, en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores; Defensa canónica de Llorente contra injustas acusaciones, París, Imprenta de Plassan, 1816; Historia crítica de la Inquisición en España: obra original conforme a lo que resulta de los archivos del consejo de la Suprema y de los Tribunales del Santo Oficio de las provincias, París, 1817-1818 (ed. con pról. de J. Jiménez Lozano, Historia crítica de de la Inquisición en España, Madrid, Hiperión, 1981); Consultas del Real Consejo de Castilla y otros papeles sobre atentados y usurpaciones contra la soberanía del rey. La da a luz Astrófilo Hispano, París, Imprenta de A. Bobée, 1818; Monumentos históricos referentes a las dos pragmáticas sanciones de Francia, con notas, seguidas con un catecismo sobre los concordatos, París, 1818; Noticia biográfica o Memoria para la Historia de mi vida, París, Imprenta de A. Bobée, 1818 (Noticia biográfica o Memoria para la Historia de mi vida, Taurus, Madrid, 1982); Discursos sobre una constitución religiosa, considerada como parte de la civil nacional, París, Imprenta de Stahl, 1819; Apología católica del proyecto de Constitución religiosa, París, Imprenta de Moreau, 1821; Portrait politique des Papes: considerés comme Princes temporels et comme chefs de l’eglise, Paris, Davíel, 1822 (Retrato político de los papas, desde San Pedro hasta Pío VII inclusive, Madrid, Imprenta de Alban y Compañía, 1823); Colección de las obras del venerable obispo de Chiapa, don Bartolomé de las Casas, París, Rosas, 1822; Observaciones críticas sobre el romance de Gil de Blas de Santillana, Madrid, Tomas Alban y Compañía, 1822; Notas al Dictamen de la Comisión eclesiástica, encargada del arreglo definitivo del clero de España, impreso de orden de las Cortes, Madrid, 1823.
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Felipe Abad León