Villarroel Ordóñez, Gaspar de. Quito (Ecuador), 1592 – Charcas (Bolivia), 12.X.1665. Agustino (OSA), obispo de Santiago de Chile, arzobispo de Charcas, escritor.
Era criollo, hijo del licenciado Gaspar de Villarroel y de Ana Ordóñez, ambos de viejos solares peninsulares. De su padre dirá Fr. Gaspar que fue “de los mayores letrados de Indias” (II, 491). En 1608 ingresó en la Orden agustiniana; “entreme fraile muy niño”, escribe, lo que hace elegir, entre otras posibles, el año de 1592 como fecha de nacimiento. Era lo normal; otro agustino ilustre, Fr. Payo Enríquez de Rivera, entró agustino a los quince años.
Estudió en el convento de Lima, se doctoró en la Universidad de San Marcos (c. 1620), fue prior y vicario provincial, y en San Felipe el Real compuso su Comentario al Libro de los Jueces. En 1637, a propuesta de Felipe IV, fue preconizado para Santiago de Chile. Pasó a Indias, se consagró en Lima y a fines de 1638 entró en la sede. Generoso, humilde y abnegado, visitó el obispado dos veces, descubriendo un mundo empobrecido —económica y humanamente— por la guerra interminable, con muchas doctrinas sin renta, sin curas, sin indios. Todo se agravó por el terremoto de 1647, con sus secuelas de ruinas y muertos. Hasta la catedral quedó muy deteriorada. Una tierra, en suma, desolada a cuya reconstrucción se entregó Villarroel con entusiasmo, hasta su traslado a la diócesis de Arequipa; en la que entraba el 17 de agosto de 1652. Su obra inmediata fue acabar la catedral, que inauguró en 1657, y hacer la visita canónica, aunque mediante delegado. A los seis años de gobierno fue trasladado a Charcas. En 1660 salía de Arequipa hacia el Alto Perú. En Charcas fundó el monasterio de monjas carmelitas y colaboró en la construcción de la catedral. Murió el 12 de octubre de 1665.
Como escritor, su obra maestra es el Gobierno eclesiástico pacífico, que redactó en 1646, en sólo seis meses, sin abandonar ninguna de sus obligaciones pastorales. Se utiliza la segunda edición de 1738, preparada por el P. Francisco Vargas, en dos volúmenes. La censura le fue confiada a Solórzano Pereira, que no escatima los elogios. Su propósito es: informar a los obispos de la existencia de muchas Reales Cédulas que las Audiencias suelen ocultar “hasta que el obispo yerre”; señalar las fronteras de los campos del derecho canónico y civil; demostrar que es posible y se deben acatar en conciencia las disposiciones del Rey o del Consejo de Indias.
Llega a aconsejar que, por la paz, debe el obispo ceder ante la jurisdicción real en lo que no esté seguro que sea pecado. Se puede decir que su regalismo es fuerte, y que si no fue censurado en Roma, se debió al tono suave del libro y, quizá también, a las distendidas relaciones Madrid-Roma por el Concordato de 1732; doctrinario auténtico del tiempo de los Austrias, defiende la fidelidad a la religión y el acatamiento al trono. Es fácil observar esta amalgama en escritos, sobre todo de juristas; por un lado, sumisión sincera a las enseñanzas de la Iglesia; por otro, defensa de la actuación de los reyes y sus ministros. El Rey es supremo mandatario, defensor de la Patria y de la Iglesia, y encargado de su tutela; y si estos títulos no fuesen suficientes, añade que es vicario del papa en Indias. Títulos que le permiten entender en los problemas que afecten a los eclesiásticos. En América se había llegado a una situación de hecho, en la que pocas materias eclesiásticas quedaban fuera de la jurisdicción estatal, apoyándose en dudosas concesiones pontificias que interpretaban en toda su amplitud.
Villarroel quiere probarlo todo, aunque sin probarlo, “con solo citar al señor Solórzano”. Cabe pensar que no conocía la prohibición de la obra de este autor por la Congregación del Índice (20 de mayo de 1642), pues no se ha visto ninguna referencia. Se sabe que se mandó retener y recoger el Decreto de la Congregación, pero esta orden no fue comunicada, al menos al Perú, hasta finales de noviembre de 1647, cuando ya el Gobierno eclesiástico estaba redactado y, tal vez, camino de España para la imprenta. Parece que Villarroel es el primer obispo que asume la teoría vicarialista, aplicándola a la relaciones Iglesia-Estado.
Su adhesión a la Monarquía es absoluta; los reyes, dice, conocen sus derechos, de modo que cuando mandan algo, es temerario pensar que no puedan hacerlo (I, 34); los obispos son vasallos de los reyes, lo que es un honor para aquéllos. Al rey incumbe que los obispos gobiernen bien, y manda cartas exhortatorias de la mayor importancia en cosas de jurisdicción eclesiástica; pero como no usa allí de su jurisdicción, utiliza la fórmula “Ruego y encargo”, excusando el estilo que pudiera parecer imperio (I, 34). Salva, por supuesto, la exención jurisdiccional de la Iglesia, pero en lo demás transige en todo. Y la prueba definitiva de que el Rey tiene esos derechos, es que los usa, y si no hubiese otros motivos para obedecerlos, bastaría el de la gratitud, pues son obispos a presentación suya (I, 38). La extensión de esta obediencia la perfila al examinar la fuerza obligatoria de las cédulas; son muchas, en la legislación indiana, las dirigidas, directa y exclusivamente, a eclesiásticos, y sobre materias espirituales o tocantes a personas eclesiásticas. Villarroel lo explica en virtud de una cierta jurisdicción eclesiástica, para lo cual, lo más fácil es admitir una delegación de la Santa Sede para estas materias: el vicariato pontificio, que presupone concedido a los reyes de España para las Indias (II, 93). No esclarece mucho este asunto vidrioso; para él, el privilegio es evidente, por dos razones: ser el Consejo el que despacha las cédulas, y que lo dice Solórzano (II, 95). A estas facultades legislativas hay que añadir las que usan para intervenir en las leyes de la Iglesia, demorando e impidiendo su aplicación mediante el Pase Regio; regalía que supone examinar el documento pontificio, y decidir sobre su publicación. Para él no es más que una súplica de los reyes al pontífice para que, dadas las circunstancias, reconsidere si conviene reformar las normas generales o las dictadas para Indias. Lo que considera no solo lícito, sino también piadoso (I, 28-29). Y los Recursos de fuerza, es decir, la impetración del regio auxilio contra la violencia de los tribunales eclesiásticos. Invocado el auxilio regio, los tribunales civiles llaman a sí las causas que tramitan los eclesiásticos, para reformar los fallos o suspender la ejecución de las sentencias, provisional o definitivamente. Tema deslizante al que pensaba dedicar un tercer tomo; por eso en los publicados no hay más que alusiones, aunque suficientes para entender su pensamiento. Pues bien, Villarroel reconoce a los tribunales del Estado facultades para conocer en los casos de violencia notoria ejercida por la autoridad eclesiástica (II, 137), y cuando los tribunales eclesiásticos conocen causas en las que sólo intervienen seculares, y el asunto no es espiritual; las Audiencias intervienen suspendiendo la tramitación de la causa, mediante la resolución conocida como auto de legos (I, 537). No deja de reconocer los abusos, pero es extraño que no conociera la opinión, ya muy defendida, de que los recursos de fuerza nunca son lícitos, aunque había una gran confusión. También hoy se equivocan los que reducen el problema a una lucha entre el clero y el laicado; pues la mayoría de los recursos de fuerza los interponían eclesiásticos, buscando el amparo de la Audiencia para eludir la autoridad de sus legítimos superiores. Un caso, frecuente y grave en Indias, fue la intervención de la Audiencia en auxilio del cabildo que se negaba a recibir al obispo sin bulas o que considera insuficientes. Villarroel aplica a estos casos la teoría corriente sobre recurso de fuerza. Ve en él un caso de posesión retenida, y que el cabildo acude a la Audiencia para oponerse al obispo intruso; aunque reconoce los abusos de las Audiencias en su afán de inmiscuirse en asuntos eclesiásticos.
Admite que la autoridad civil pueda extrañar a clérigos que no obedecen los preceptos regios; para lo cual, utiliza un argumento que parece peligroso: la potestad económica y política de los padres de familia para expulsar de casa a quien perturba la paz y la inquieta; “y esta es verdadera jurisdicción y de ella usan los reyes de España cuando los obispos usurpan su jurisdicción” (I, 35). Es posible que ni a él mismo le convenciera este argumento, y por eso lo refuerza con su confianza en la sabiduría y piedad del Consejo (I, 36). 7) En las denominadas causas mixtas, ambas jurisdicciones pueden conocer con igual derecho, como son la violación de juramento, la usura, la blasfemia, el sacrilegio, el amancebamiento..., aunque los inculpados sean laicos. Era opinión común que los jueces eclesiásticos impetraran el auxilio regio antes de ejecutar las sentencias, y que el juez seglar se reservase el derecho de examinarla previamente; y así lo admite Villarroel. Lo que no deja de sorprender, pues ni Cevallos —caracterizado regalista— llegó tan lejos. De todos modos, aconseja prudencia.
El Patronato en su versión indiana tiene peculiaridades; las facultades regias, desde finales del siglo xvi, se interpretan como una delegación de facultades jurisdiccionales que la Santa Sede hace a los reyes de España, de modo que puedan considerarse como vicarios o legados pontificios para Indias. Solórzano formuló la tesis vicarial del modo más amplio y tendencioso, que, como es norma, Villarroel asumió sin reparo. Conoce a los franciscanos Focher, Rodríguez, Miranda y al agustino Veracruz, pero ya en sus tiempos habían pasado al olvido las polémicas entre los que nació la teoría. Villarroel no se preocupa de la historia de la idea, le basta con que lo diga Solórzano. El sistema vicarialista encuentra, en tiempos de Felipe IV, al gran teórico Solórzano Pereira que lo formula y defiende.
En sus obras De indiarum iure y Política Indiana utiliza toda la argumentación conocida, llegando hasta las últimas consecuencias: a los reyes de España se les ha concedido cierta autoridad de legados o vicarios pontificios para las Indias. Pues bien, Villarroel afirma, más que argumenta, que la jurisdicción eclesiástica puede delegarse a los laicos (II, 94), como ha ocurrido con los reyes de España, y por eso proceden como delegados. Y escribe: el Patronazgo, como tal, no da jurisdicción en las cosas eclesiásticas, la presentación no es un acto jurisdiccional; pero no es así el de los Reyes Católicos, que tienen privilegios suficientes para que los autores los puedan denominar vicarios o legados a latere, pues el papa, aunque el rey no sea eclesiástico, puede darle jurisdicción en lo civil y en lo criminal. No da pruebas, pero lo dice Solórzano; quien, por cierto, acudió a la Bula de Alejandro VI “en la que el Papa hace a los reyes legados suyos”, y a otra de Eugenio II, que extiende esta jurisdicción delegada a virreyes y audiencias. Sabe que el papa no puede “suprimir de raíz toda la exención”, ni ceder “toda” la jurisdicción a un príncipe secular, pero sí puede, por justas causas, cometerle algunas (II, 160).
No hace falta decir que esta interpretación de la Bula alejandrina no es correcta, ni recordar que la existencia de la Bula de Eugenio II es más que dudosa. Pero hay que reconocer que ambos —Solórzano y Villarroel— sabían que el vicariato no es una delegación total; y que fue utilizado sólo para materias ya en uso en la práctica regalista, no para introducir nuevas arbitrariedades. De hecho, Villarroel se acoge a la solución del vicariato en los siguientes casos: que las cédulas reales obligan a los eclesiásticos (I, 251 y ss; II, 93); que lo reyes y audiencias pueden extrañar del reino a eclesiásticos en general (II, 482), incluso a obispos (I, 36); que pueden castigar a clérigos que perturban la paz con sus predicaciones (II, 59), aclarar dudas sobre erección de iglesias (II, 504), y el uso de que los obispos electos gobiernen las diócesis con poderes del cabildo (II, 159).
Observa López Ortiz, con acierto, que el recurso a la teoría vicarial atenuó el recurso a argumentos jusnaturalistas que, como se ha visto, se infiltraron en el Gobierno eclesiástico. Así, el de la jurisdicción económico- política; en principio pareció convencerle, pero lo abandonará, justificando el extrañamiento del reino con los poderes vicariales. De estas doctrinas jusnaturalistas el obispo Villarroel sólo admite algunas, referentes a recursos de fuerza que no le alarmaron porque estaban admitidas por todos (I, 134). Incluso para justificar la revisión de las sentencias eclesiásticas por el tribunal civil para su ejecución, recurre al consentimiento tácito de Roma (II, 413). Es decir, para legitimar las intromisiones regalistas, el autor acude a los derechos patronales y vicariales, y a la prescripción de alguno de ellos, por la tácita aprobación de Roma.
Digamos que era la mentalidad media del regalismo de la época austriaca, contra el cual ni siquiera trató de reaccionar. Su mentor fue Solórzano, de quien se fía y a quien sigue fundamentalmente; aunque disiente en puntos secundarios; por ejemplo, admite la competencia del tribunal episcopal en la infracción de un juramento, que Solórzano niega, y no comparte cierto recelo antijerárquico que captó en Solórzano, que quiere obispos, curas y juristas, más que frailes y teólogos; y apoya a los cabildos, frente al obispo, exagerando sus defectos (I, 571). Pero ya se dijo que Fr. Gaspar era conciliador: condesciende cuanto puede con la jurisdicción regia, sin renunciar a las libertades y exenciones de la Iglesia, al menos en lo que considera esencial pretendía la concordia entre obispos y audiencias, y asumía el papel de consejero de sus hermanos en el episcopado. Y lo hace con objetividad; reconoce que las curias indianas gustan del litigio, y que el Consejo acepta mejor los alegatos de la Audiencia que los de los obispos (II, 486); lamenta que la mutua antipatía existente entre audiencias y prelados, a veces no tenga más fundamento que simples cuestiones de etiqueta. Pero parece que aquí Villarroel se olvidó de las intromisiones estatales en la conducta de muchos eclesiásticos, que lógicamente ofrecían una legítima resistencia. Habla el autor con cierto desdén de aquellos obispos que, sin conocer los límites de la jurisdicción eclesiástica, “quieren ser mártires por la libertad e inmunidad de la Iglesia” (II, 23). Y se vuelve a equivocar: estos obispos percibían que, pese a las buenas intenciones, el sistema era inaceptable; la Iglesia no podía renunciar a sus derechos sobre la grey cristiana, y por eso, a veces, aparecen “prelados querellones”. Y él mismo, en ocasiones, se suma a esos obispos que “quieren ser mártires de la libertad e inmunidad de la Iglesia”.
Parece que, sin dejar de reconocer la significación capital de la obra de Solórzano, la obra de Villarroel tiene ventajas sobre aquélla; acepta casi todos los principios de Solórzano, pero procura suavizar roces entre audiencias y prelados, al ponerlos en práctica; ofrece un cuadro expresivo de la religiosidad colonial, presentando hechos concretos para explicar la actitud de obispos y oidores, que se considera más opuesta en la praxis que en la teoría doctrinal. Es como una contrapartida a Solórzano; en el Gobierno eclesiástico se ve el sistema del famoso oidor contrastado con la realidad y benévolamente enjuiciado por un hombre de iglesia.
Obras de ~: Comentarios sobre los evangelios de Cuaresma, Lisboa, 1631; Comentarios [...] Segunda parte, Madrid, 1632; Comentarios. Semana Santa, Sevilla, 1634; Judices commentariis literalibus cum moralibus aphorismis illustrati, Matriti 1636; Gobierno eclesiástico pacífico y unión de los dos cuchillos, pontificio y regio, Primera y segunda parte, Madrid, Domingo García Morrás, 1656-1657; Historias sagradas y eclesiásticas, morales, con misterios de nuestra fe, Madrid, 1660 (Fray Gaspar de Villarroel: siglo xvii, est. y selec. de G. Saldumbide, Puebla, J. M. Cajica, 1960).
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Paulino Castañeda Delgado