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Rafael Elías Arias y Porres

Biografía

Arias y Porres, Rafael Elías. Antonio de Fuentelapeña. Fuentelapeña (Zamora), III.1628 – Madrid, c.1704. Capuchino (OFMCap.), escritor, científico, místico y teólogo.

Rafael Elías Arias nació, en los primeros días de marzo de 1628 en el pueblo zamorano de Fuentelapeña, en el seno de una familia bien situada en el entramado social de su época. Su padre, Gómez Arias, era natural de Fuentelapeña, y su madre, Catalina y Porres, era natural de Alaejos. El matrimonio reside en la villa zamorana, en la casa solariega. Es precisamente en este pueblo, en la parroquia de Santa María de los Caballeros, donde el 12 de marzo de 1628 tiene lugar el bautizo de Rafael Elías. La trayectoria y ambiente familiar debió determinar la infancia de Rafael, ya que uno de sus hermanos, José, optó por la vida contemplativa e ingresó en los Jerónimos, Orden de gran prestigio social y muy cercana a la Monarquía hispánica, en la que llegará a ser, como aparece en el Ente dilucidado, maestro jubilado y prior del convento de San Jerónimo de Ávila; otro hermano, Gómez, fue regidor perpetuo de Medina del Campo y alcaide de su fortaleza, al mismo tiempo que vestía el hábito de San Juan; pero el más significativo de todos fue su hermano Manuel, que fue caballero de San Juan, comendador de las encomiendas de Yébenes, el Viso y llegó a ser presidente del Consejo soberano de Castilla, arzobispo de Sevilla y cardenal. Es de suponer que la educación de Rafael estuviera en consonancia con la de sus hermanos, seguramente asistió a las aulas de la Universidad de Salamanca, aunque esto debió de ser por un período muy corto de tiempo, ya que a la edad de quince años ingresó en los capuchinos.

El 23 de diciembre de 1643, tiene lugar la toma de hábito en la ciudad del Tormes, en el convento noviciado que los capuchinos de Castilla habían situado en la ciudad universitaria, con el propósito de captar vocaciones provenientes del ámbito universitario. A partir de este momento, Rafael cambiará su nombre de bautismo por el de Antonio de Fuentelapeña, con el que será conocido para la historia. Su profesión religiosa tiene lugar un año más tarde, el 23 de diciembre de 1644. Aunque no se puede determinar con exactitud el rumbo que toma su vida, concluido el año de noviciado debió emprender los estudios de Filosofía y Teología conducentes a la ordenación sacerdotal, que se dilataban a lo largo de siete años, aunque es posible que en su caso fuesen más cortos, en razón de los estudios y formación que había recibido anteriormente.

Se puede intuir que dichos estudios debieron de ser de Derecho, puesto que el padre Fuentelapeña desempeñará diversos cargos en los que era preciso un buen conocimiento del Derecho, tanto Civil como Eclesiástico.

Sin poder precisar la fecha exacta se sabe que su ordenación tuvo lugar en 1651. Concluida su formación es destinado a diversos oficios docentes, aunque su vida pasa casi inadvertida por un período de ocho años. Su trayectoria intelectual debió de estar determinada por lo académico, cumpliendo quizás la delicada tarea de introducir a nuevos candidatos en el estudio de la Teología y la Filosofía, tarea que debió compaginar con la tradicional actividad capuchina de las misiones populares. Con todo, es difícil precisar este hecho, puesto que no aparece nombrado como tal a lo largo de esos años. Sí es cierto que no llegó nunca a ser lector, puesto que nunca aparece citado con tal apelativo y condición. En 1659, concluido el Capítulo Provincial, el padre Francisco de Tecla, que había sido reelegido como provincial, escoge como secretario de la provincia a Antonio de Fuentelapeña, tarea que desempeñará durante once años consecutivos, en los que se suceden cinco superiores diversos.

En 1665, el general de los capuchinos nombra al padre Francisco de Tecla comisario delegado para visitar las provincias de Aragón, Cataluña y Valencia, aunque evita dicha tarea, por su delicado estado de salud, el general se mantiene en su idea, por lo que Tecla escoge al padre Fuentelapeña como consultor personal. Su encomienda sólo alcanzó a visitar la provincia de Aragón, ya que cuando concluían ésta, tuvieron noticia del fallecimiento del ministro general, lo que suponía la implícita cesión de la comisión.

No cabe duda de que a estas alturas Fuentelapeña ya gozaba de gran prestigio y aceptación entre sus hermanos. Prueba de ello será en el Capítulo Provincial de 1667, donde es elegido como custodio para ir al Capítulo General. Ese mismo año aparece como censor de las Súmulas y Lógica del también capuchino Martín de Torrecilla. En estas mismas fechas, el nuncio de Madrid lo nombra notario apostólico, cargo que venía justificado por su discreción y ciencia.

En 1670, cuando ya había abandonado el cargo de secretario provincial, ocupa el cargo de custodio para Castilla la Nueva, y en ese Capítulo es elegido nuevamente como custodio para asistir al Capítulo General a Roma. Será en ese mismo Capítulo, y en cumplimiento del breve de Clemente IX Debitum pastorales (9 de noviembre de 1667), cuando le nombre examinador de los candidatos a órdenes sagradas y al ministerio del confesionario.

Un año más tarde, el Capítulo Provincial lo elige como ministro provincial, tarea que desarrollará hasta mayo de 1675. No será su etapa de gobierno un período de grandes decisiones o acontecimientos. Si se intenta rastrear la mano de Fuentelapeña en el gobierno, lo más que se alcanza a vislumbrar es su decisión para potenciar la predicación de misiones populares.

Con todo, su provincialato se caracterizó por una observancia rígida y rigurosa al interno de la vida claustral. Concluido su trienio de gobierno, el nuevo consejo provincial lo elige como examinador de ordenandos y confesores.

En 1677, con la presencia en Madrid del padre Esteban de Cesena, ministro general, y sus negociaciones ante la Corte de Carlos II, se nombra al padre Fuentelapeña visitador de las provincias capuchinas en el reino de Sicilia, que en aquel momento se encontraban bastante revueltas y convulsionadas. La tarea encomendada por el Monarca consistía en lograr de aquellas provincias la observancia y obediencia al real servicio, ya que existía un fuerte malestar, originado por la guerra y el desacuerdo y oposición entre el juez de la Monarquía y el padre Esteban de Cesena.

Para mayo de aquel año está ya en la isla cumpliendo su cometido, para el que había pasado antes por Roma, con la intención de que se le concediese la autoridad apostólica requerida y evitar así el malestar que el nombramiento real había creado al Papa. El año que duró su tarea de visitador generó gran documentación, como puede verse en los archivos de Simancas y del Vaticano (nunciatura de Madrid). Su actuación viene valorada por distintos personajes entre dicha documentación, entre las diversas opiniones resalta la de Juan Roano y Corrionero, arzobispo de Monreale, que en carta a Juan de Austria afirma que “las prudentes resoluciones que el padre fray Antonio de Fuentelapeña ha practicado en reducir las provincias [...] a su antigua unión, tranquilidad y quietud, manifiesta el acierto que vuestra Alteza logró en la elección que hizo de su persona para este fin”. El mismo juez de la Monarquía, ante la partida del visitador, habla también de él en estos términos: “Vino en estas turbaciones pasadas a gobernar estas provincias de su Religión y mantenerlas en observancia y obediencia al servicio real; vuelve a su provincia de Castilla habiendo conseguido una y otra con singular prudencia y destreza”.

Concluida su tarea, el padre Fuentelapeña se dirige a Roma para la celebración del capítulo general que tendría lugar el 27 de mayo de 1678, de camino pasa por Nápoles donde tiene contacto con el marqués de los Vélez, virrey de Nápoles, que lo propondrá como candidato para general a los capitulares españoles e italianos. No cabe duda de que los intereses de la Corona pretendían obtener el nombramiento de un general o definidores afines. Así se intuye del trato dado a Fuentelapeña durante estos días: “Fue sumo el honor con que le trataron los ministros de su Majestad y, de manera especial, el Embajador, que en todo el tiempo del capítulo le hizo numerosos agasajos y honores y se valió de él para diferentes asuntos concernientes al propio marqués del Carpio”.

La situación debió resultar especialmente complicada, puesto que entre los capuchinos dependientes del monarca español, había dos grupos claramente diferenciados. En aquel que seguía las disposiciones emanadas del marqués del Carpio, embajador de su Majestad y del virrey de Nápoles se encontraba el padre Antonio. Él mismo da cuenta de la satisfacción del embajador por su actuación y disponibilidad hacia todo aquello que se le encomendaba. En el grupo contrario se encontraba el padre Martín de Torrecilla y el padre Juan Francisco de Milán. Finalizado el Capítulo, Fuentelapeña escribe al virrey de Nápoles dándole cuenta de cómo se habían malogrado las intenciones de la Corona y éste le invita a pasar por el virreinato. No logrados los intereses reales, el embajador informa al Consejo de todos los pormenores y pide que se cree una junta y que se impongan sanciones, como se hará poco después.

Así el 16 de septiembre, el padre Fuentelapeña, Martín de Torrecilla y Juan Francisco de Milán son desterrados fuera del reino, con el argumento de que no habían defendido, en el Capítulo, los intereses de la Monarquía católica. Ante esta situación el padre Fuentelapeña, acompañado del padre Félix del Bustillo, que se había mantenido siempre a su lado, visita al cardenal protector, al ministro general y al procurador general, y logra además una carta del embajador para el Rey, amén de otras del cardenal Portocarrero, al que había acompañado en el viaje y visita a Sicilia, así como del juez de la Monarquía, del arzobispo de Monreale y de las provincias sicilianas. Con todo, e incluso con esos apoyos, no le queda otra opción que marchar al destierro.

No se sabe por qué medios, aunque se supone que debió de embarcarse en Nápoles, llega a Portugal desde donde escribe el 3 de noviembre en estos términos: “Previniendo con mi obediencia la voluntad del rey [...] sin esperar se me notifique su real decreto, me vine a Portugal donde me quedaré en la ciudad de Elvas, en el convento de mi Padre San Francisco”. Al mismo tiempo, un certificado del notario Manuel Fangueiro, daba fe y testimonio de su presencia y persona, al mismo tiempo que se refrendaba en Badajoz, de mano del escribano Bartolomé Penzel. El 5 de diciembre el padre Fuentelapeña vuelve a escribir a la junta informando de que la observancia franciscana no ha querido recibirlo en su convento, por lo que se encuentra sin residencia y pidiendo para comer por las calles. En razón de este abandono pide poder regresar a Madrid. El mismo Capítulo Provincial de los capuchinos de Castilla, el 17 de diciembre, desde San Antonio del Prado escribe al Rey asegurando que “los PP. Martín de Torrecilla, Antonio de Fuentelapeña y Juan Fancisco de Milán están cumpliendo la orden de vuestra Majestad en el reino de Portugal con suma incomodidad, extrema necesidad, viviendo entre seglares apartados de la regularidad y clausura, atento a lo cual pide y suplica a vuestra Majestad se les permita residir en un convento de esta provincia donde puedan vivir con regularidad y debajo de un prelado”. Pero la respuesta a su petición se dilata excesivamente, perdiéndose la cuestión en oficios que van de uno a otro de los consejos y comisiones. La situación se muestra cada vez más difícil y angustiosa, como se deja entrever por su correspondencia.

El 31 de marzo de 1679, el rey Carlos II escribe al nuncio Savo Millini un decreto en defensa de los religiosos capuchinos desterrados, que se convertirá en una pieza clave para la solución del conflicto. Por fin, el 23 de noviembre de 1679, la junta solicita al Rey el levantamiento del destierro, hecho que curiosamente se debió ejecutar con gran rapidez. Amén del interés que los religiosos tenían de volver a sus actividades antes de tan oscuro asunto. Sin ninguna duda para finales de aquel año el padre Fuentelapeña se encuentra ya en Madrid. El asunto todavía tendrá sus coletazos, y se daría definitivamente por zanjado el 25 de febrero de 1681, cuando el Consejo de Estado se pronunciara en los siguientes términos: “que en este religioso es poca o ninguna la culpa por que ha padecido, y que será muy de la grandeza de vuestra Majestad el mandársele decreto o despacho de vuestra Majestad, honrándole y dándose por bien servido de lo que ha obrado en todo lo que ha estado a su cargo”. No se sabe si esto llegaría a realizarse.

Su regreso a la Villa y Corte supone el retorno a las actividades que realizaba anteriormente. Así el 16 de agosto de 1681 aparece en San Antonio del Prado emitiendo su juicio sobre el Místico Cielo, del padre Isidro de León. Un mes más tarde, conjuntamente con otros teólogos, aprobaba la publicación de las Consultas morales, del padre Torrecilla. A partir de 1688 empiezan a darse algunos conflictos entre los capuchinos castellanos, a los que se intentará poner freno en el Capítulo Provincial celebrado en octubre de 1690, en el que viene elegido el padre Antonio, que renuncia en razón de su delicado estado de salud.

Así en los años siguientes se tiene noticia de los juicios y censuras referentes a la publicación de algunas obras, al mismo tiempo que desaparece su nombre de los cargos y responsabilidades de gobierno, por lo que se puede intuir que fueron años en los que se centró en la publicación de sus obras, así como en la atención espiritual y en la del confesionario, que quedará también plasmada en alguna de sus obras.

El último dato sobre su vida aparece en la edición de 1704 de la Vida del capuchino español [...] Fray Francisco de Pamplona, escrita por Mateo de Anguiano, donde Fuentelapeña aparece como uno de los comisionados por el ministro general, por lo cual no ofrece duda el hecho de que en enero de ese año todavía estaba vivo.

Pero si el padre Fuentelapeña ha pasado a la historia, esto se debe especialmente a la publicación en 1676, con aprobación eclesiástica, de El ente dilucidado, un curioso libro que algunos consideran el primero de aviación en español, ya que en el último capítulo se cuestiona la posibilidad del hombre para volar. Pero esta obra es algo más que eso, es el primer libro de un proyecto de mayor envergadura; se trataba de una obra completa de Filosofía natural que llevaría por título Trípode phísico mathemático, aunque los otros dos no llegaron a ver nunca la luz. El éxito de este primer volumen que gozó de una gran aceptación, y prueba de ello es el hecho de dos ediciones en dos años consecutivos, es el intento por parte del autor de descubrir al Creador a través de lo ordinario y extraordinario, de lo patente y de lo oculto. Con todo lo que se ha podido decir de esta obra, es un libro desmitificador del ocultismo y del mundo esotérico.

Quizás lo más curioso de la obra es la pregunta acerca de si existen los duendes, a lo que él responderá positivamente.

Pero si ésta fue la obra más importante del padre Fuentelapeña, no fue la única, puesto que sus escritos en el ámbito de la espiritualidad gozaron de una gran aceptación. En 1685 publica la primera edición de su Retrato divino, que tenía como intención acercar al pueblo la imagen divina. Esta obra está estrechamente unida a la devoción popular al Padre Eterno, que tenía especial aceptación en la época y que se propagó especialmente por la América española, al contar con el padre Fuentelapeña como uno de sus mayores impulsores. Dicha obra, tres años más tarde, tendría una segunda edición con nuevas adicciones.

En 1701 publica su Escuela de la verdad, que está estrechamente unida a la precedente, y que intenta poner freno a algunos desmanes que se dan en el acompañamiento espiritual, al ocuparse de que su obra vaya especialmente destinada hacia los principiantes en la vida cristiana. Para ello utiliza el método dialogado, donde Lucinda manifiesta querer aprender, mostrando su ignorancia, preguntando y exponiendo sus dudas y temores, que son respuestas y acalladas por el maestro, que atestigua a partir de toda la tradición.

Dicha obra gozó de una gran acogida en su tiempo. Para los especialistas en espiritualidad esta obra sigue siendo significativa por desenmascarar los errores místicos del barroco.

 

Obras de ~: El ente dilucidado: discurso único novísimo que muestra hay en la naturaleza animales irracionales, invisibles y cuáles sean, Madrid, 1688; Retrato divino en que para enamorar las almas se pintan las divinas perfecciones, con alusión a las facciones humanas, Madrid, 1688; Compendio de la mística teología, Madrid, 1701; Escuela de la verdad en que se enseña a Lucinda y a todas las almas que aspiran a la perfección, los medios verdaderos que han de escoger. Tratado primero de la oración mental, Madrid, 1701; El ente dilucidado: tratado de monstruos y fantasmas, Madrid, 1978.

 

Bibl.: B. A. Bononia, “Antonius de Fuente la Penna”, en Bibliotheca scriptorum Ordinis Minorum s. Francisci Capuccinorum, Venetiis, Apud Sebastianum Coleti, 1747, pág. 24; V. de Castañeda, “El primer libro impreso sobre aviación ¿es español?”, en Revista de archivos, bibliotecas y museos, 33 (1915), págs. 350-360; I. da Milano, “Antonio de Fuentelapeña”, en Enciclopedia Cattolica, vol. I, Città del Vaticano, Enciclopedia Cattolica e Il Libro Católico, 1948, pág. 1544; É. d’Alençon, “Fuentelapeña, Antonio de”, en A. Vacant, Dictionnaire de Théologie Catholique, vol. VI, Paris, Letouzey et Ané, 1920, págs. 950-951; J. Duhr, “Antoine de Fuente la Penna”, en M. Villier (dir.), Dictionnaire de Spiritualité, vol. I, Paris, Beauchesne, págs. 711-712; L. de Aspurz, “Fuentelapeña, Antonio de”, en Q. Aldea Vaquero, J. Vives Gatell y T. Marín Martínez (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 965; T. Estébanez de Gusendos, “Antonio de Fuentelapeña, un curioso escritor capuchino del siglo xvii”, en Collectanea Franciscana, 55 (1985), págs. 55-74 y 255-287; T. de Azcona, “Las cosas de los capuchinos en el siglo xvii: el manifiesto del P. Cesena y la restauración española (1675)”, en Laurentianum, 29 (1988), págs. 112-160; “Catálogo de documentos sobre las cosas de los capuchinos en el siglo xvii (1671-1682)”, en Estudios Franciscanos, 89 (1988), págs. 301-405.

 

Miguel Anxo Pena González, OFMCap.

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