Castro y Bravo, Federico de. Sevilla, 21.X.1903 – Madrid, 16.V.1983. Jurista.
Nació en el seno de una familia de larga prosapia universitaria, que había dado ya nombres ilustres a la Universidad española. Su abuelo, del mismo nombre, había sido catedrático de Metafísica de la Universidad de Sevilla y fue uno de los profesores señeros que se unieron a la iniciativa de Francisco Giner de los Ríos, y fundaron la Institución Libre de Enseñanza.
El padre de Federico de Castro, José de Castro fue también profesor numerario de la Universidad de Sevilla y ejerció notablemente la profesión de abogado.
Esta coordinación de las dos dedicaciones debió de ser la idea que inicialmente siguió Federico de Castro, que, según los informes, cursó la carrera de Filosofía y Letras como alumno oficial y la de Derecho como alumno libre. Su primera dedicación intelectual fue la Historia, con una inclinación que no perdió nunca.
En mayo de 1926 obtuvo, en la Universidad de Sevilla, el título de doctor en Filosofía y Letras, Sección de Historia, con un trabajo de investigación histórica que llevaba el significativo título de Las naos españolas en la carrera de las Indias. Armadas y flotas en la segunda mitad del siglo xvi. Con una diferencia de muy pocosmeses Federico de Castro obtuvo el doctorado en Derecho, en Sevilla en febrero de 1927, con la tesis doctoral El autocontrato en el Derecho privado español.
Por esos años, Federico de Castro fue ayudante del catedrático de Derecho civil de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla que era Demófilo de Buen. A esos años sevillanos de Federico de Castro pertenecen los recuerdos que ha esbozado Guillermo Jiménez Sánchez sobre el Ateneo de Sevilla y las figuras sobresalientes en él, donde destaca la amistad que profesó Castro con notables figuras del mundo del arte y las letras, entre quienes hay que citar muy especialmente a Pedro Salinas.
A finales de 1928, se encontraba Federico de Castro en Heidelberg, donde pasó un año entero ampliando sus estudios. El 20 de julio de 1930, cuando no había cumplido todavía veintisiete años, obtuvo por oposición, la cátedra de Derecho civil de la Universidad de La Laguna. De allí pasó a Salamanca, donde fue profesor desde 1931 a 1933, y tras ello a su ciudad natal, Sevilla, donde fue profesor los años 1933 y 1934. En esos mismos años comenzó su afición y su dedicación al estudio del Derecho Internacional Privado, que determinó con posterioridad que pudiera concurrir a la oposición convocada para cubrir en la Universidad Central una cátedra de Derecho Internacional Privado, en la que triunfó en mayo de 1934. La cátedra que había ocupado era la misma que había servido en su momento José de Yanguas Messía, quien —como los demás colaboradores de la dictadura del general Primo de Rivera— había sido privado de sus cargos.
Quiso el destino que por las mismas fechas en que Federico de Castro estaba haciendo las oposiciones a esa cátedra, los avatares de la política republicana y el triunfo de los gobiernos radicales determinaran que se volviera a reconocer a José Yanguas el puesto que había tenido en la universidad y que se dispusiera que el titular de esa cátedra pasara a ocupar otra en la misma universidad. Fue ésta la razón por la que se le nombró catedrático de Derecho civil (Tercera Cátedra-Parte General), que era entonces de reciente creación, y que ocupó, con el único doloroso paréntesis de la Guerra Civil, hasta su jubilación por razones de edad.
La década que se inició en 1940 fue para Castro especialmente fecunda. En 1942 vio la luz en Valladolid el primer tomo —“Introducción al Derecho civil”— de su obra más señera: el Derecho Civil de España. Obra egregia, en el sentido orteguiano de este término, y de gran solidez. Se observa esto en la erudición, de la que no se hace stricto sensu gala, pero que se presenta por doquier: en la utilización de un aparato bibliográfico sencillamente apabullante y en una capacidad de disección, descubrimiento y ordenación de problemas que es extraordinaria.
Una característica de la obra es su nacionalismo, entendido como españolismo. El autor llamó a su obra, de una manera extraordinariamente significativa, Derecho Civil de España, y en ella se enlaza con la tradición jurídica española, esfuerzo que se traduce en la constante referencia a clásicos españoles. Castro concebía el Derecho civil como una colaboración con la obra constructiva del Estado, literalmente: “tiene por último, un carácter acusadamente nacional; por ello las características españolas, la finalidad última justificadora y orientadora de nuestra comunidad, la catolicidad, ha de inspirar sus reglas”. No sería justo ver en Federico de Castro a un antiforalista, enemigo de las peculiaridades hispánicas, sino a un jurista hispánico que aspiraba a la existencia de un Derecho civil de España y de un Código Civil de España.
Otra característica del libro y de su autor es el iusnaturalismo.
La tensión Derecho natural‑Derecho positivo es constante, pero no violenta. El Derecho natural no es un Derecho de ruptura del Derecho positivo, no lo inmoviliza (cfr. pág. 37) ni somete. El Derecho natural ejerce una función negativa, que es la de señalar los “presupuestos inalienables de lo jurídico” (cfr.
pág. 38) y ofrece también el modelo (de lege ferenda) que muestra la perfección a que se debe aspirar, sugiriendo una posible fuente inagotable con que completar la irremediable insuficiencia de la norma positiva: los principios generales del Derecho.
La concepción del Derecho civil que Castro profesaba se puede llamar, con rigor, personalista. Sin ser individualista, porque reconocía el valor de los cuerpos intermedios entre individuo y Estado, hizo girar el Derecho civil en torno a la idea primaria de persona y, tras ella, de la de familia. La persona —decía Castro— no puede ser una pura exigencia de carácter abstracto y formal de las normas jurídicas o de los derechos subjetivos. La idea de la persona, como traducción jurídica en la dignidad jurídica del ser humano, conllevaba la imposibilidad de tratar en un mismo plano de significación a la persona en sentido estricto —persona física— y a la persona jurídica. El ser humano recibe del Derecho la personalidad como un reconocimiento.
La idea personalista tiene como consecuencia el acentuar los instrumentos de defensa de la persona.
En este sentido, es de una gran riqueza, el capítulodedicado al derecho subjetivo (cfr. págs. 566 y ss.).
Existen derechos subjetivos, dice Castro, por imperativo del Derecho natural. A la persona, en reconocimiento de su condición de ser de fines hay que dejarle un ámbito de libre actuación, una potestas procurandi et dispensandi. El reconocimiento de su valor de ser libre por el Derecho positivo es requisito de legitimidad del mismo ordenamiento jurídico. En diferentes pasajes de la obra se dibuja con mucha nitidez la tensión por defender a la persona frente a los agobiantes poderes de un Estado omnipotente y tentacular —totalitario— y de las también tentaculares organizaciones económicas.
Una última característica conviene destacar. Por ser puesto al servicio de valores de carácter preeminente, el Derecho no queda convertido en el objeto de una pura reflexión libre. Las palabras con las que Castro critica el Derecho libre, similares a aquellas con las que se aleja de los límites de un Derecho de creación judicial, son muy significativas. Es verdad que el Derecho no se puede convertir en un mero juego de conceptos: el conceptualismo vacuo y formal carece de sentido.
Sin embargo, el rechazo del juego conceptualista no lleva al rechazo de todo conceptualismo, ni al rechazo de todo dogmatismo. Los conceptos y los dogmas poseen valor en la medida en que se encuentran cargados de sentido. Así la interpretación de la ley no es formalista, es teleológica. Atiende a su ratio, o razón de ser, a su finalidad, pero se produce, de acuerdo con un método jurídico y bajo la gran exigencia de correcta formulación científica. Esto se observa en la necesidad de perfilar la terminología, que acucia a todo el que penetra en la dilucidación de un mundo que se construye teóricamente —cuando habla de “titularidades temporalmente limitadas”, “situaciones jurídicas de pendencia”, o de “titularidades preventivas”—, así como en la utilización de un aparato bibliográfico y crítico, nunca abordado de una manera tan rigurosa.
La obra que se ha glosado tuvo su continuación en lo que en el inicial proyecto de su autor era el volumen primero de un tomo segundo que comprendió el Derecho de la persona y que fue publicado en Madrid en 1952. Los dos tomos constituían un difícil empeño para los estudiantes, si no se olvida que quedaban algunas lecciones fuera de ellos, razón por la cual el profesor decidió resumirlos en una obra destinada al estudio universitario que se denominó Compendio de Derecho Civil cuya primera edición vio la luz en Madrid en 1957 y fue objeto de varias y sucesivas reediciones y reimpresiones.
En la segunda parte de los años cincuenta De Castro fue nombrado consejero de número del Consejo de Investigaciones científicas y miembro del Comité permanente del Instituto Nacional de Estudios Jurídicos.
El Anuario de Derecho Civil se fundó en 1948 por iniciativa de nuestro biografiado, al servicio de una triple fe en el Derecho: como un medio de realización de la aspiración de justicia y de defensa de la dignidad de la persona; como vía de superación del desconcertado y desesperanzador panorama que el mundo moderno ofrecía y —en el Derecho civil— como instrumento jurídico de la defensa de la persona y de la familia. Asimismo, la convocatoria del Anuario de Derecho Civil significaba —y significa— una renovación de la técnica y de la ciencia del Derecho civil, dando todo su valor a la seriedad investigadora, reconociendo, sin embargo, que el aparato científico no es un fin en sí mismo, sino algo al servicio de fines más altos.
Desde 1948 hasta 1983 el Anuario de Derecho Civil estuvo presidido, amparado, configurado, marcado, por la personalidad eximia de su fundador. La labor científica de esos años puede calificarse como extraordinaria por el número de artículos de revistas en el Anuario de Derecho Civil y en otras publicaciones españolas y extranjeras. Fueron muchos sus estudios sobre la nacionalidad; sobre los problemas de las personas jurídicas —que alrededor de 1979 fueron comprendidos en un volumen que llevaba precisamente ese título—; sobre la defensa-protección de la persona y por los derechos de la personalidad —Estudios en memoria de Filippo Vassalli (1960)—; sobre la promesa de contrato, ADC, 1950, pág. 1133, sobre la pretendida validez de las fundaciones familiares, ADC, 1953, pág. 623; sobre la simulación y el requisito de forma de cosa inmueble, ADC, 1953, pág. 1003; o el negocio fiduciario (Estudio crítico de la teoría del doble efecto, Anales de la Academia Matritense del Notariado, 1962, pág. 7).
Pese a que universitariamente su vocación final docente se había decantado por el Derecho civil, no perdió nunca su relación con el Derecho internacional, tanto público como privado. En la práctica, fue asesor, en cuestiones jurídicas internacionales, del Ministerio de Asuntos Exteriores durante muchos años. Y fue, también, largos años profesor de la Escuela diplomática. Esta condición suya de asesor en cuestiones jurídicas internacionales del Ministerio de Asuntos Exteriores determinó que formara parte de la delegación española en la séptima sesión de la Conferencia de Derecho Internacional Privado (1951), que fuera miembro del Instituto Internacional del Derecho Privado (UNIDROIT) y que asistiera regularmente a las reuniones de este Instituto sobre todo en la Comisión encargada de redactar un proyecto de Convención relativa a una ley uniforme sobre venta de bienes muebles corporales. A finales de los años sesenta presidió la delegación española en la Conferencia de Viena sobre un proyecto de convención relativo al Derecho de los Tratados. Su relación con las jurisdicciones internacionales comenzó en 1960, año en que fue nombrado juez en el Tribunal Europeo para la Energía Nuclear, y que se coronó con su nombramiento de juez del Tribunal nacional de justicia en el año 1970, donde transcurrieron diez años de su vida ocupado de todos los asuntos que el Tribunal tuvo en esos años que estudiar y decidir, algunos de los cuales fueron luego objeto de estudio por los especialistas, como puede comprobarse leyendo el estudio de Juan Antonio Carrillo sobre la cuestión de Namibia ante el Tribunal Internacional de Justicia.
Tanto en el tiempo en que fue juez en el Tribunal Internacional de justicia como después de su jubilación como catedrático de Universidad, continuó dedicando el profesor Castro muchos de sus desvelos a las relaciones con el distinguido grupo de discípulos que había creado y al foro de debates que desde 1950 solía tener lugar en el Instituto Nacional de Estudios Jurídicos y que todavía hoy continúa su andadura en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación con el nombre precisamente de Federico de Castro.
Lector infatigable de toda clase de publicaciones y de multitud de sentencias del Tribunal Supremo que anotaba cuidadosamente los últimos años de su vida vieron la aparición de una de sus más memorables obras que se le ha dedicado al negocio jurídico, así como una gran cantidad de trabajos magníficos, inestimables que todavía en esos años continuaron apareciendo en el Anuario de Derecho Civil. En esta revista se publicó incluso un trabajo póstumo (“De nuevo sobre el error en el negocio jurídico”), que había quedado inacabado.
Estuvo casado durante más de cuarenta años con Nella de Castro, dama de originaria nacionalidad holandesa que fue infatigable compañera de todos sus trabajos y estudios y que en sus últimos años de vida adoptó la nacionalidad española y nacionalizó incluso su nombre y sus apellidos. El matrimonio, unidísimo, no tuvo descendencia. Federico de Castro falleció el 16 de mayo de 1983, tras su larga y fecunda vida, pocos meses antes de alcanzar los ochenta años de edad.
Obras de~: Las naos españolas en la carrera de las Indias. Armadas y flotas en la segunda mitad del siglo xvi, Madrid, Editorial Voluntad, 1927; “El autocontrato en el Derecho privado español” en Revista General de Legislación y Jurisprudencia (RGLJ) (1928); “El art. 141 de la Ley Hipotecaria”, en Revista de Derecho Privado (RDP) (1929), pág. 417; “Cesión de arrendamiento y subarriendo”, en RGLJ, 1.º (1930), pág. 130; “La acción pauliana y la responsabilidad patrimonial”, en RDP (1932), pág. 193; “La Ley del Divorcio y el Derecho Internacional Privado”, en RDP (1933), pág. 129; “La cuestión de las calificaciones en el Derecho Internacional Privado”, en RDP (1933), págs. 217 y 265; “La relación jurídica de Derecho Internacional Privado”, en Revista Jurídica de la Universidad de Barcelona (1933), pág. 453; “¿Debe adherirse España al Código Bustamente?”, en RDP (1935), pág. 5; Discurso correspondiente a la apertura del curso académico 1936-1937, Madrid, Universidad, 1936; Discurso correspondiente a la apertura del curso académico 1939-1940, Madrid, Universidad, 1939; Derecho Civil de España, Valladolid, Casa Martín, 1942 (ed. facs. Madrid, Editorial Civitas, 1984); La doble nacionalidad, Madrid, Instituto Francisco de Vitoria, 1948; Compendio de Derecho Civil, Madrid, Gráficas González, 1957; Los llamados derechos de la personalidad, Madrid, Artes Gráficas y Ediciones, 1959; Las condiciones generales de los contratos y la eficacia de las leyes (discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, leído el 3 de abril de 1961), Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1961; El negocio jurídico, introd. de J. Vallet de Goytisolo, Madrid, Civitas, 1985; Estudios jurídicos del profesor Federico de Castro, Madrid, Centro de Estudios Registrales, 1997.
Bibl.: J. Castán Tobeñas, “Contestación” a Las condiciones generales de los contratos y la eficacia de la leyes, op. cit.; L. Díez- Picazo, “Nota introductoria”, en Derecho Civil de España, Madrid, Editorial Civitas, 1984; VV. AA., Conferencias en homenaje al profesor Federico de Castro y Bravo, Madrid, Centro de Estudios Registrales, 1997; R. Domingo (ed.), Juristas universales. Juristas del siglo xx, vol. IV, Madrid, Marcial Pons, 2004.
Luis Díez-Picazo