Ordóñez Araujo, Antonio. Ronda (Málaga), 16.II.1932 – Sevilla, 19.XII.1998. Torero.
Hijo de Consuelo Araujo de los Reyes y del famoso matador de toros Cayetano Ordóñez Aguilera Niño de la Palma, también fueron toreros sus hermanos Juan, José, Alfonso y Cayetano, y diestros de alternativa sus nietos Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez, hijos del torero Francisco Rivera Paquirri y de su hija Carmina Ordóñez, fruto de su matrimonio con Carmen González Lucas, Carmina Dominguín (1928- 1982), también hija y hermana de toreros. Antonio Ordóñez nació en el cortijo El Recreo de San Cayetano, propiedad de su padre, si bien a los cinco años se trasladó con su familia a Sevilla.
Ordóñez vistió su primer traje de luces en 1948. El 6 de octubre de 1949, tras intervenir ese año en más de sesenta novilladas, se presentó en la madrileña plaza de Las Ventas, alternando con Manuel Calero Calerito y Jerónimo Pimentel. Los novillos estaban anunciados de Manuel Arranz, aunque Ordóñez estoqueó uno de Moreno Y agüe y otro de Castillo de Higares. En 1950 intervino en cuarenta y seis novilladas, entre ellas la de su repetición en el coso madrileño, el 19 de marzo, festejo en el que cortó un apéndice de un utrero de Carlos Núñez. Antes de tomar la alternativa en Las Ventas, el 28 de junio de 1951, el 20 de mayo realizó en esa misma plaza una faena memorable a un novillo de Felipe Bartolomé, al que cortó dos orejas. Con anterioridad había obtenido otra de una res de Joaquín Buendía.
Ordóñez recibió el doctorado en Madrid en la tradicional Corrida del Montepío de la Policía, que se celebró el citado 28 de junio de 1951. Vestido de celeste y oro, el diestro rondeño lidió en primer lugar el toro Bravío, de la viuda de Galache. Julio Aparicio y Miguel Báez Litri —que en ese festejo cortó tres orejas— fueron el padrino y el testigo, respectivamente, de la ceremonia. Desde ese mismo momento, Antonio Ordóñez se situó en los primeros puestos del toreo, no tanto en número de actuaciones como en consideración entre los aficionados. Según Don Ventura, en 1951 toreó cuarenta corridas de toros; setenta y cuatro en 1952; cuarenta y siete en 1953; cuarenta y nueve en 1954; no toreó en 1955 por encontrarse haciendo el servicio militar; y sesenta y cinco en 1956. A partir de 1957 abrió su cátedra particular en Ronda. Eran las Corridas Goyescas, en la añeja plaza de piedra, “la de los toreros machos” —que cantara Fernando Villalón—, coso que se convertiría en una especie de teatro internacional taurino donde el Premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway acudía como cronista eximio del diestro. Su mundialmente famoso Verano sangriento, texto en el que contó la apasionante rivalidad en los ruedos entre Ordóñez y su cuñado Luis Miguel Dominguín, figura del toreo de la misma talla que el rondeño, fue uno de los últimos intentos de novelar el mito ancestral de la corrida. Ronda fue, también, un aula donde Orson Welles se mostraba cada vez más ordoñista. Y donde, en suma, cada septiembre se citaba, sin excusa ni pretexto, toda la crema de la Fiesta.
En el dilatado período comprendido entre 1951 y 1981, Ordóñez intervino en no menos de mil corridas en España, América y Francia, y lidió más de dos mil toros. Sufrió numerosos percances de importancia, entre otras plazas en Madrid, Sevilla, Valladolid, Castellón, San Sebastián, Tijuana…, heridas que no hicieron mella ni a su valor contrastado ni a su condición de máxima, y casi mítica, figura del toreo.
Dos veces se fue de los ruedos, en 1962 y 1971, para volver pronto y entre el fervor de la taurinidad. Como decía el cronista César Jalón Clarito: “Torea como una de las maravillas de la historia del toreo, que no llegan a las siete de la historia del mundo”.
Era lo que ratificaba Antonio Díaz Cañabate, años después de haberse deleitado con una faena que el rondeño le brindara a la emperatriz Soraya en la plaza de San Sebastián: “Fue una faena en la que los pases eran prodigios ligados… ligado, lento, suave, armonioso, elegante, toreaba Antonio Ordóñez aquel toro… el recuerdo de esta faena se ahondó en mi memoria, no sólo por lo excepcional de su traza, sino porque la carne de gallina en la que se trocó mi piel me hizo temer que jamás recobraría su tersura normal”.
Y no hubo plaza apenas en la que tal prodigio no apareciera. Más, si cabe, en las “catedrales” del toreo. Así, fue tres veces triunfador absoluto del exigente San Isidro (la tercera en 1968), y sumó muchos triunfos en Sevilla, entre otros, el de la Feria de Abril de 1967, abono en el que conquistó la Oreja de Oro y la totalidad de los galardones instituidos en la Real Maestranza. A lo que hay que añadir los innumerables éxitos cosechados en muchas plazas del Norte, incluida Pamplona, en cuyos Sanfermines fue un auténtico ídolo.
El escritor Néstor Luján, siempre tan brillante, describió a la perfección el toreo de capa y de muleta de Ordóñez. “La personalidad más importante, desde el punto de vista artístico, que ha surgido desde la muerte de Manolete es Antonio Ordóñez […]. Con la capa, toreando a la verónica, anula a los mejores. Verónicas con gran juego de brazos, suaves y espectaculares, lentas, magnífica; verónicas densas, dramáticas y profundas, cargando la suerte; verónicas alegres, aladas y palpitantes con los pies juntos, medias verónicas amplias, cerradas petulantemente sobre la cadera, como una flor misteriosa. Y con el capote para adornos, ha sido límpido, matemático y preciso. Con la muleta, Ordóñez ha sido un maestro de difícil facilidad. Posiblemente con Manolete y Silverio Pérez, el que ha poseído el más emocionante temple. Toreando sobre la mano derecha, su plasticidad es extraordinaria y cuando condesciende a torear al natural llega a la perfección sólo superada por su pase de pecho, de una majestad desafiante”.
Tal y como escribió Hemingway, “El valor tiene que ser una cualidad cuya presencia consiente al torero hacer todas las cosas que se propone pero no hay necesidad de asombrar al público con él”. Precisamente, así era el valor de Ordóñez. Muy lejos de cualquier tremendismo, cuando el terno se le llenó de sangre, casi siempre era de la suya. Treinta cornadas acabaron firmando un certificado de hombría impresionante. Porque también Ordóñez tenía su enunciada teoría inflexible sobre el toreo, que consistía “en hacer al toro lo mejor dentro de lo que el toro se deje”. Y sublimando este posibilismo, hubo treinta veces en la que el astado parecía haber encontrado en el cuerpo del torero —con la bella metáfora de Alfonso Canales— “el boquete para salir de la plaza”.
Sobre su estilo versificó Gerardo Diego: “Antonio Ordóñez, hondo, / manda y cimbrea / Va y viene el lance jondo. / La Luz torea”.
Incluso después de retirado siguió toreando la tradicional Goyesca de Ronda, por él organizada. El triunfal resultado de la que tuvo lugar el 9 de septiembre de 1980, probablemente le animó a reaparecer de manera continuada. Volvió a vestir el traje de luces el 9 de agosto de 1981 en Palma de Mallorca, alternando con Joaquín Bernadó y Manolo Cortés, con reses de Eusebia Galache. Al día siguiente toreó en Ciudad Real, acompañado por José María Manzanares y Niño de la Capea, la última corrida de toros de su vida. Retirado definitivamente, se dedicó a su ganadería, al empresariado taurino y dirigir los primeros pasos de su nieto Francisco Rivera Ordóñez. En agosto de 1982 enviudó de Carmina Dominguín y volvió a contraer nuevo matrimonio, al año siguiente, con Pilar Lezcano Delgado.
Más de treinta años, pues, fue Antonio Ordóñez referente en los ruedos. Y en este extenso período explicó, con la autoridad de un magisterio reconocido por aclamación, las más bellas tauromaquias, fundidas con la suya propia, cosechando los máximos laureles y llenando toda una época, hasta auparse entre los grandes de la historia del toreo.
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Francisco Garrido Domínguez y José Luis Ramón Carrión