Ribera, Alonso de. Úbeda (Jaén), 1560 – Concepción (Chile), 9.III.1617. Militar, gobernador y capitán general del Reino de Chile, gobernador del Tucumán (Argentina), caballero de la Orden de Santiago.
Nació en Úbeda, en 1560, como hijo natural del hidalgo y capitán de Infantería Jorge de Ribera Zambrana y Dávalos —que pretendía ser descendiente de los Reyes de Aragón— y de Ana Gómez de Montecinos y Pareja. Fue legitimado, junto a sus hermanos, por reales cédulas de 17 de abril de 1593 y de 6 de diciembre de 1600. Después de cursar estudios de Matemáticas, se unió como soldado al Ejército español de Flandes, donde inició una larga y exitosa carrera militar. Participó en la toma de Bruselas, y villa de Corbié, sitio de Calais, batalla de Dourlens y defensa de Amiens. Peleó en Francia bajo las órdenes de Alejandro Farnesio, duque de Parma e integró la invencible Armada en 1588 y las huestes del cardenal archiduque Alberto, gobernador de los Países Bajos. Era dueño, en Úbeda, de un vínculo de 1000 ducados y, en Nápoles, de una renta de 400 ducados.
Su larga y extensa trayectoria militar le valió el reconocimiento del rey Felipe III, quien, en 1599, lo nombró gobernador y capitán general de Chile, cargo que ejerció primero, entre 1601 y 1605 y, luego, entre 1612 y 1617.
Cuatro años antes de arribar Ribera para hacerse cargo por primera vez de la administración de Chile, la Capitanía General había sido escenario de una de las insurrecciones indígenas más destructivas y traumáticas para los españoles y habitantes de este territorio. El desastre de Curalaba —ocurrido en 1598— no solamente implicó la muerte en combate del gobernador Martín García Óñez de Loyola, sino que también el despoblamiento y la ruina de las ciudades de Santa Cruz de Óñez, La Imperial, Valdivia, Osorno, Angol y Villarrica, todas ellas ubicadas al sur del Biobío. Chillán corrió la misma suerte, aunque de modo temporal. Los fuertes de Arauco y Concepción fueron sitiados, pero lograron repeler el ataque de los mapuches liderados por Pelantaru. La lucha parecía estéril. El ejército español estaba integrado, fundamentalmente, por vecinos de las ciudades que cumplían la obligación legal de contribuir a la defensa del territorio. No obstante, la mayoría cumplía con este mandato de forma ineficiente a los ojos de las autoridades españolas. Por ello, se imponía tomar la decisión de dar un giro radical a los hechos y poner freno a las acciones de los indígenas. Con este fin se eligió a Alonso de Ribera como gobernador.
Alonso de Ribera salió de Sevilla, en abril de 1600, con sólo trescientos hombres. Llegado a América se entrevistó con el ex gobernador Alonso de Sotomayor, quien le informó sobre las características de la Guerra de Arauco. Luego, se dirigió al Perú y, finalmente, llegó a Concepción en febrero de 1601.
Tras su arribo, la tarea más urgente que acometió el gobernador Ribera fue la evaluación del ejército. Insistía ante el Rey en el corto número de sus soldados, puesto que —según cuenta minuciosa que le enviaba con su apoderado Domingo de Erazo en 15 de enero de 1602— constaba de setecientos ocho hombres, sin tomar en cuenta las tropas existentes en Valdivia, Osorno y Chiloé. Aún así, eran una cantidad suficiente como para acometer la defensa del territorio.
Pero no fue el pequeño contingente lo que sorprendió a Ribera: no era un ejército regular. Él mismo lo describió: “Estaba esta gente tan mal disciplinada y simple en las cosas de la milicia que nunca tal pudiera imaginar ni me sería posible darlo a entender”. La falta de rigor militar y la adquisición de hábitos y costumbres inusuales a las europeas chocaron con un hombre con la experiencia guerrera del gobernador. El jesuita, padre Diego de Rosales daba cuenta del relajo moral de las tropas: “Como si en otras partes no se hiziese la guerra sin mugeres y sin criadas, que si solamente sirvieran de criadas fuera tolerable; pero ni ellas ni ellos se contentan con eso, sino que usando de ellas para sus apetitos desordenados, va el exército cargado de pecados y ofensas de Dios”.
Las medidas que tomó para remediar esta situación fueron varias: vigiló que no ingresaran mujeres, reorganizó a las tropas de Infantería, impuso la disciplina militar y puso orden en los campamentos. Buscando recursos, dedicó a la manutención del Ejército la quinta parte de las ganancias que se producían por concepto de ventas de indios prisioneros. Para la provisión del Ejército, sacó a varios artesanos de las tropas y estableció algunas zapaterías, sombrererías, sillerías y otros oficios. También fundó, entre Chillán y Concepción, la estancia del Rey, dedicada al cultivo de trigo y, en le Maule sur, la estancia de Catentoa, dedicada a la crianza de ganados. Asimismo, con ese mismo objetivo, creo en Talagante un obraje de paños.
Finalmente, sus constantes peticiones de refuerzos militares al Rey fueron escuchadas. Encontrándose en Concepción en 1604, Ribera se enteró de la noticia de que Felipe III había determinado que en la Capitanía General de Chile era necesario que se mantuviese un ejército permanente de mil quinientos hombres. Para el pago de esa gente, el Monarca asignaba un real situado ascendente a 120.000 pesos anuales que debía ser suministrado por las Cajas Reales del Perú.
No contento con ello, Ribera solicitó una serie de beneficios para el nuevo contingente armado, muchos de los cuales les serían concedidos paulatinamente: pago de haberes rezagados, aumento de dotaciones, ascensos, renovación del vestuario y equipo y becas para el Colegio Real de Lima.
Con una visión de general, Ribera planteó una nueva estrategia militar. Empezó por hacer un estudio panorámico de la guerra de Arauco y concluyó que era suicida continuar con la táctica de dividir las escasas fuerzas españolas para mantener dos frentes de combates: uno en la raya del Bío-Bío y otro en las ciudades del sur. Por el contrario, su plan consistía en concentrar las fuerzas en una línea fronteriza que se extendería poco a poco, por medio de fuertes, sin dejar jamás en la espalda a un enemigo. En las campañas realizadas durante su primer gobierno, logró introducirse en territorio mapuche y construyó diecinueve fuertes, algunos de ellos con carácter de provisorios.
Durante su primera administración, Alonso Ribera fue el responsable de la primera organización de la propiedad territorial en Santiago y sus alrededores. En agosto de 1603, designó a Ginés de Lillo para realizar una visita general de toda la tierra, la que implicó la medición de las propiedades (mercedes de tierras) concedidas por los gobernadores y el Cabildo, y la fijación de los límites de éstas, siempre en permanente litigio. Su intención era, además, devolver parte de las tierras que los españoles habían usurpado a los indígenas.
El gobernador también se preocupó de la situación de los indígenas sometidos a régimen de encomienda, tratando de eliminar los abusos de que eran objeto por parte de los encomenderos como por ejemplo, prohibir que los naturales cargasen en sillas de mano a las mujeres que iban a misa o de visita.
En 1603, estableció una nueva tasa o reglamentación de la labor indígena en las encomiendas, que restablecía el trabajo personal, pero con un sistema especial llamado demora: un tercio de los naturales de las minas trabajaban ocho meses, quedándole dos años y cuatro meses para dedicarse a sus actividades, antes de que les tocara retornar a las labores mineras.
A pesar de sus logros militares, la actitud desenfadada del gobernador — acostumbrado a la rica vida cortesana de Flandes— escandalizó a una sociedad retraída y austera como era la de Chile colonial. Ribera introdujo algunas prácticas sociales desconocidas para la época: los grandes banquetes, las fiestas, los juegos de naipes y otros prohibidos por el Rey, además de los trajes suntuosos y el novedoso tenedor en la mesa. A esto se agregaba su actitud galante hacia las muchachas del Reino.
Estas costumbres, sumadas al hecho de que Ribera se había casado en Concepción, el 10 de marzo de 1603, con la criolla Inés Fernández de Córdoba y Aguilera, sin el permiso previo del Rey —requisito indispensable para los gobernadores y jueces, debido a la prohibición que existía al respecto— motivaron severas acusaciones en contra suya que le costaron el desprestigio y el fin de su primer mandato en 1605.
Ribera fue sometido, como correspondía, a un juicio de residencia, en el que se examinaban todas las quejas que quisiera hacer cualquiera persona respecto de alguna autoridad. El suyo incluyó varias denuncias: se le acusó de tratar con rudeza a los soldados, abrir la correspondencia ajena, favorecer a los parientes de su mujer, realizar juegos de azar, perseguir a dos clérigos y ser hombre de poca devoción. Luego de dejar la gobernación, se trasladó a Córdoba de Tucumán con su familia, para hacerse cargo del gobierno de esa región permaneciendo allí hasta 1612, cuando nuevamente asumió la gobernación de Chile.
A partir de 1605 pasó a desempeñarse como gobernador de Tucumán, donde permaneció hasta 1612, año en que nuevamente fue nombrado gobernador de Chile.
Mientras se mantuvo en Tucumán, la Corona se puso a la búsqueda de una persona capaz de asumir el gobierno de Chile con menos costo de dinero y hombres y que, al mismo tiempo, le permitiera a la Corona quedarse asentada definitivamente en el territorio.
El debate era intenso, la permanencia de una línea militar de fuertes en la frontera requería de un ejército que estuviera siempre alerta y vigilante y, además, de continuos gastos para el mantenimiento de la tropa. El dilema era o abandonar el territorio cuya conquista costó tantas vidas o hacerse cargo de los gastos.
Entonces apareció el padre Luis de Valdivia proponiendo una nueva estrategia de conquista que resultaba ser diametralmente opuesta a la que estableciera Ribera unos cuantos años antes pero resultaba ser muy funcional y concordante con la austera política fiscal de la Corona. Obviamente, no era factible que los españoles abandonaran la capitanía general de Chile, puesto que no podían dejar a merced de los indígenas un territorio tan cercano a Perú, verdadero cerebro del poderío político y económico español. Además, moral y materialmente hubiese sido la primera claudicación en América.
El sacerdote planteaba dejar estática la Frontera que separaría la zona española y la zona indígena, permitiendo sólo a los misioneros incursionar hacia el sur. A pesar de que no estaba totalmente de acuerdo, Ribera cumplió e hizo cumplir sin críticas las órdenes reales que establecían la guerra defensiva en Chile. El fracaso del sistema, sobre todo después de la muerte de los misioneros enviados por el padre Valdivia, convenció al gobernador de la inutilidad de este tipo de guerra. Por lo mismo, la autoridad y el sacerdote rompieron las relaciones cordiales que hasta entonces habían sostenido.
Dentro de las últimas tareas realizadas por Ribera estuvo la defensa de las costas chilenas del ataque de los corsarios holandeses, luego de 1613. Se trató de una escuadrilla de seis naves que la Compañía Holandesa de las Indias Orientales envió a las Islas Molucas, por la vía del Estrecho de Magallanes, al mando del almirante Joris van Spilbergen.
En cuanto tuvo noticia de la presencia de estas naves, el gobernador preparó la fortificación de Valparaíso y de Concepción. El padre Diego de Rosales, siempre pintoresco, relata que cuando Spilbergen supo que el gobernador de Chile era Alonso de Ribera, dijo: “que el monsieur Ribera era un gran soldado, muy conocido en Flandes y temido en toda Francia y que no querían con él nada”.
Un descubrimiento de mundial trascendencia geográfica y marítima alumbró los últimos días del gobernador Ribera, aun cuando haya sido del todo ajeno a la iniciativa. A poco de la partida de Spilbergen desde Holanda, una nueva expedición al mando de Jacobo Le Maire y del piloto Wilhelm Cornelisz Schouten descubrió, el 29 de enero de 1616, el Cabo de Hornos. En Europa, el descubrimiento produjo gran impresión. Era un suceso que honraba a la joven flota holandesa, un gran progreso para las ciencias geográficas y un paso nuevo, más fácil y expedito para la navegación. España comprendió que este suceso posibilitaba una comunicación más expedita entre la metrópoli y sus colonias, por lo que el Consejo de Indias resolvió enviar una expedición para cerciorar el fenómeno.
Hacia 1616, Ribera no gozaba de buena salud. Estaba tan viejo y enfermo que —según el capitán Diego Flores— “apenas puede salir de a caballo y de ninguna manera levantar los brazos ni ceñir la espalda”. Nuevas contrariedades aumentarían sus dolencias. Ese mismo año, el rey Felipe III mandó, por real cédula, eliminar las correrías militares en territorio enemigo y cumplir sólo las ordenanzas defensivas. Con ello, el padre Valdivia triunfaba y el gobernador quedaba humillado.
Sin embargo, no fue la decisión del soberano, que le atestó un duro golpe, la razón de su muerte. El padre Miguel de Olivares refiere que lo que mató a Alonso de Ribera fue la pasividad de sus últimos años: “Como al hierro no usado lo come el orín, así al gobernador, que era de genio marcial, y estaba acostumbrado a las fatigas de la campaña, lo fue consumiendo lentamente la inacción en que estaba forcejeando su obediencia contra su inclinación”.
La muerte le sobrevino en Concepción el 9 de marzo de 1617 y fue sepultado en su entierro propio en la iglesia de San Francisco de esa ciudad. Su viuda le sobrevivió largos años, pues murió en 1661 y su descendencia se perpetuó en Perú.
Bibl.: M. Olivares, “Historia militar, civil y sagrada de Chile”, en Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, t. IV, Santiago, 1864; D. Rosales, Historia General del Reino de Chile. Flandes Indiano, Valparaíso, 1877; J. T. Medina: Diccionario Biográfico Colonial, Santiago, Imprenta Elzeviariana, 1906; C. Errázuriz. Historia de Chile bajo los gobiernos de García Ramón, Merlo de la Fuente y Jaraquemada, Santiago, 1908; F. A. Encina: Historia de Chile, Santiago, Ed. Nascimento, 1940; J. L. Espejo: Nobiliario de la Capitanía General de Chile, Santiago, Ed. Andrés Bello, 1956; A. Ovalle: Histórica Relación del Reyno de Chile, Santiago, 1969; S. Villalobos, Historia del pueblo chileno, t. IV, Santiago, Ed. Universitaria, 2000: D. Barros Arana, Historia General de Chile, Santiago, Editorial Universitaria /Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2000.
Julio Retamal Ávila