Camaquiri y Cocorí. Costa Rica, p. s. XVI – s. XVI. Caciques indígenas.
Estos dos caciques indígenas de Costa Rica posiblemente nacieron antes de 1520, y no se conoce la fecha en que murieron. Sus biografías necesariamente están íntimamente unidas a partir del conocimiento histórico de ambos, lo que se produce con la llegada del conquistador Diego Gutiérrez a Costa Rica en 1540, y la relación que hace de ellos y de la actuación del capitán español el italiano Girolamo Benzoni, que lo acompañó en la expedición y fue el único sobreviviente.
Después del descubrimiento del río Desaguadero o San Juan, las ciudades de León y Granada en Nicaragua adquirieron especial importancia. A pesar de los múltiples fracasos para dominar las tierras al sur del río, ambas ciudades se convirtieron no sólo en importantes centros políticos y de comercio para la zona, sino también en puertos de partida para las expediciones de conquista. Una de ellas fue la de Diego Gutiérrez, que el 29 de noviembre 1540 firmó en Madrid un contrato con el Rey, por el que fue nombrado gobernador y capitán general de una provincia llamada Nueva Cartago, cuyos límites llegaban hasta los confines del llamado Ducado de Veragua y de mar a mar, es decir, lo que hoy compone el territorio de Costa Rica y la parte norte de Panamá, que ya había desatado fieras luchas por su posesión y gobierno, entre Pedrarias Dávila, Núñez de Balboa, Fernández de Córdoba, Gil González, Andrés Niño, Rodrigo Contreras y varios más. Precisamente, al llegar Diego Gutiérrez a Nicaragua, tiene que enfrentar la oposición y obstáculos que le puso este último, a tal extremo que se vio obligado a elevar una consulta al Consejo de Indias sobre sus competencias, que confirmó que podía entrar al Desaguadero, poblar y hacer repartimientos en ambas márgenes del río, siempre y cuando no fuera en los lugares que ya los hubiese hecho Rodrigo de Contreras y su gente.
Al quedar claras las competencias de cada uno, Diego Gutiérrez salió de Granada a fines de 1543 con sesenta hombres, bajó por el Desaguadero hasta llegar al Atlántico, y luego tomó rumbo hacia la desembocadura del río Suerre (hoy Reventazón) a seis millas de la costa, donde fundó la ciudad de Santiago, de efímera existencia. A su nueva posición llegaron a visitarlo varios caciques, entre ellos Camaquiri y Cocorí, quien le obsequió con objetos de oro de baja ley, valorados en unos setecientos ducados, además de algunos alimentos. Por señas, dice Benzoni, “les dio a entender que venía a enseñar el camino de la salvación de sus almas” y les obsequió algunas baratijas.
Les preguntó sobre el lugar en donde obtenían el oro, a lo que los indígenas le respondieron que en lejanas montañas muy ásperas.
La situación de Diego Gutiérrez se complicó porque, en plena época de lluvia tropical en el Atlántico, era imposible remontar el río; por otra parte, empezaron a escasear los alimentos y, aunque pidió ayuda a los caciques, éstos no fueron generosos, pues pensaron que si no tenían qué comer, los españoles se irían del lugar. Efectivamente, ante la precaria situación, una noche los hombres de Gutiérrez lo abandonaron, fueron hasta el Desaguadero y se embarcaron para arribar de nuevo a Granada, y Diego quedó solo con un sobrino suyo, cuatro criados y un marinero. La suerte le ayudó cuando, a punto también de partir hacia Nicaragua, llegó un bergantín con municiones, alimentos y gente para apoyarlo.
Poco después, ya con la ayuda recibida subió treinta millas por el río, y el 4 de octubre de 1544 llegó a un lugar donde había varias casas comunes y otra más amplia hecha de caña y cubiertas de palma trenzada, que era utilizada por el cacique, cuando iba a pescar al río; y que Diego Gutiérrez llamó San Francisco. Después, lo visitaron los caciques de Suerre y Chiuppa o Quiupa y “otros grandes señores y le presentaron nada más que frutas. El Gobernador los recibió cariñosamente, pero muy maravillado por que no le llevaban oro alguno [...]”, refiere Benzoni en su relato de aquellos hechos.
A la hora de la comida, los invitó a participar en ella, y a través de un traductor indígena, les hizo saber sus afanes de evangelización y, además, la necesidad de que se sometieran a la obediencia del emperador Carlos V.
Los indígenas no respondieron en forma alguna, se limitaron a bajar la cabeza y se retiraron a sus casas.
Al día siguiente, el gobernador Gutiérrez mandó llamar a los caciques Camaquiri y Cocorí, a quienes recordaba por su anterior obsequio de setecientos ducados en oro, con la promesa de que no les haría daño. Una vez en su presencia, les reclamó el haberse robado la sal y miel que habían dejado enterradas en Santiago. A esta acusación, los caciques respondieron con una negativa, señalando que no iban a robar aquello de lo que había en abundancia. Pero en realidad, el propósito de Diego Gutiérrez era buscar una justificación al acto que a continuación realizó: tomarlos prisioneros; no sin antes haber recibido de Camaquiri más de dos mil ducados en oro de baja ley, fundidos en diferentes figuras; pero esto no fue suficiente para saciar el apetito aurífero del conquistador. Disgustado y ansioso de más oro, Gutiérrez mandó encadenar a ambos caciques, para obligarles a traer más oro. Así relata Benzoni, aquellos acontecimientos: “El Gobernador, viendo poco oro para lo que él deseaba, mandó hacer una grande hoguera, y llevado ahí solamente el Camaquire, y puéstole un gran cesto delante, lo amenazó con fiereza que si en el término de cuatro días no le daba tanto oro cuanto se necesitaba para llenar seis veces aquel cesto, lo haría quemar. Tanto que este desgraciado cacique, temiendo la muerte, prometió hacerlo; y mandó á algunos de sus esclavos a hacer la provisión. Y porque en todos estos países de las Indias, los naturales generalmente se suelen lavar dos o tres veces al día, y habiendo encargado á un criado del Gobernador de llevarlo a lavarse, vuelto á la casa y no habiendo cerrado bien el sitio, á la noche siguiente se huyó; por lo cual el gobernador se enfermó del pesar, y acostumbraba decir cuando veía el cesto, que en lugar del oro se ensuaciasen dentro de él [...]” (L. Fernández, 1975: 53).
Este trató a los caciques Camaquiri y Cocorí produjo las reacciones de otros, en especial de Suerre y Qiuppa, que incendiaron las casas, “cortaron los frutos y los árboles, se llevaron la cosecha de los campos y destruyeron el país; y enseguida se retiraron a los montes”, cuenta el cronista.
Pero al furioso conquistador todavía le quedaba una pieza valiosa: Cocorí, al que exigía la entrega del preciado metal, a lo que el airoso cacique contestaba con negativas rotundas, alegando no poseer ese oro, a pesar de las continuas amenazas que recibía contra su vida. Por último, ante la actitud firme de Cocorí, Diego Gutiérrez lo amenazó con echarlo a los perros para que lo despedazaran. A esta amenaza, Cocorí contestó con altivez, acusando a Gutiérrez de que “era un mentiroso y embustero puesto que tantas veces lo había amenazado con matarlo y con todo no lo había hecho; que deseaba morir antes que vivir atado de aquel modo como lo tenía; y que había venido a verlo bajo la fe de su palabra, creyendo ser bien tratado y no deshonrado de aquella manera [...]”, cuenta Benzoni. Le enrostró, además, cómo ellos podían llamarse cristianos, y tratarlo de esa manera, y cometer tantas maldades por donde pasaban, “y que se maravillaba que la tierra los sustentase”.
La situación de Gutiérrez se complicaba cada día más; el bergantín, en el que había enviado a Alonso de Pisa por refuerzos no llegaba; los caciques habían huido y empezaban a faltar los alimentos y a crecer el descontento entre sus hombres, que pensaban huir del lugar. Ante esta realidad, decidió ir tierra adentro y ordenó prepararse para ello, por lo que distribuyó el poco grano que le quedaba entre su gente. Dispuso, además, que Cocorí y otros indios sirvieran de cargadores, lo que el cacique consideró un ultraje, a tal punto que se desmoronó emocionalmente y salieron lágrimas de sus ojos. Ante esa realidad, Cocorí le ofreció a Gutiérrez que, si le daba la libertad, en el término de cuatro días, le daría una buena cantidad de oro. Sin embargo, el gobernador no aceptó la propuesta e inició el viaje.
Cocorí, por lo tanto, fue obligado, junto con los otros indios, a llevar la carga. Después de seis días de viaje, no habían encontrado ningún pueblo indígena y sí una áspera naturaleza, hasta que llegaron, posiblemente, a orillas del río Reventazón, donde pudieron alimentarse con zapotes y yuca. Tres días después, encontraron dos caminos, que se bifurcaban; Gutiérrez preguntó a uno de los indios cargadores cuál debían tomar para llegar a un pueblo de indios, y la respuesta fue que no sabía. El gobernador montó en cólera y lo mandó matar; de inmediato le preguntó a Cocorí, pero recibió la misma respuesta. Gutiérrez, enfurecido, ordenó a dos esclavos que lo mataran, por lo que el cacique puso la carga en el suelo y se dispuso a la muerte con mucho estoicismo y valor, por lo que el gobernador suspendió su ejecución.
Continúo la expedición y dos días después llegaron a la entrada de un bosque en Tayutic, en donde divisaron a indígenas espías que huyeron en el acto para dar la voz de alerta.
A la mañana siguiente, decenas de indígenas pintados de rojo y negro y luciendo joyas de oro y pedrerías, se lanzaron al ataque, encontrando en primer término al gobernador Diego Gutiérrez satisfaciendo una necesidad corporal, y ahí mismo lo mataron, le cortaron la cabeza, los pies y las manos. Diez minutos duró la refriega en la que murieron cuarenta españoles y un número considerable de indios que, en definitiva, hicieron huir a los pocos españoles que quedaron con vida, que, en su retirada, se encontraron con “un grupo de veinte y cinco caciques y principales, armados de lanzas, que no llevaban pintura y tenían un manto puesto sobre el hombro [...]”, termina relatando Benzoni, del que vale la pena transcribir la narración que hace de aquella batalla:
“El gobernador, que entonces estaba del lado por donde los enemigos vinieron, haciendo una necesidad, fue el primero á quien mataron; y habiendo pasado adelante, con espantosos gritos y ruido, haciendo estrépito con bocinas y tambores, todos pintados de rojo y de negro, con plumas y joyas de oro al cuello y otros arreos, como se acostumbra en todas estas naciones de Indias cuando van á la guerra; y llegados á las manos, y queriendo yo tomar la espada y la rodela, di con el pie en la celada de mi compañero, que por estar cubierta con unas hojas la olvidó; y habiéndomela puesto en la cabeza fue causa, con el favor de Dios, de que escapara de aquella batalla; porque los indios a pedradas la señalaron de tal modo, que pareció que un herrero la hubiese majado con un martillo.
”Y habiendo combatido de una y otra parte por espacio de medio cuarto de hora y habiendo nosotros matado y herido muchos indios y por último hécholes volver las espaldas, les vino un nuevo socorro y entraron de nuevo en pelea; y estando la mayor parte de nosotros fatigados, más por el hambre que por el combate, no pudiendo resistir á la gran multitud de los enemigos enfurecidos, fuimos en breve matados con piedras y macanas, y pasados de una parte á otra con lanzas de palmera; y encontrándome yo con el capitán que de una pedrada fue tirado fuera del bosque, y viéndolo caer por tierra muerto, hallándome solo, me retiré detrás de un grueso árbol; y estando de esta manera, no sabiendo qué hacer ni dónde ir por estar aturdido con la confusión, vinieron á mí dos españoles, todos llenos de sangre, diciéndome: ‘¿Qué hacéis aquí, milanés?, que ya todos los nuestros son muertos: tirad por el camino por donde hemos venido y procuremos salvar la vida’.
”Y así, andando yo adelante, pasamos por en medio de más de veinte y cinco indios, y todos era señores, los cuales llevaban solamente una lanza cada uno en la mano y un manto echado sobre un hombro, y no tenía ninguna pintura como los otros, y uno de ellos me dio una lanza en la gola que me hizo poco mal por tener un jubón lleno de algodón; y siguiendo adelante, no muy lejos, en la cima de un monte, encontramos á nuestro sacerdote, el cual había huido con dos soldados al principio de la batalla, y dentro de dos horas hallamos al capitán Alonso de Pisa, que venía con veinte y cuatro españoles en seguimiento del gobernador; y de repente nos sorprendieron más de cien indios con espadas, rodelas y ballestas tomadas á los nuestros, bailando y saltando, algunos diciendo en lengua española ‘toma oro, cristiano, toma oro, cristiana’; pero como vinieron que éramos bastantes, volvieron las espaldas y huyeron. Y así nosotros llegamos á la mar, con grandísimos trabajos y peligros”. (L. Fernández, 1975: 55-56).
Camaquiri y Cocorí nunca pudieron ser dominados por el malandrín Diego Gutiérrez ni otros conquistadores.
Bibl.: Dell’ Historie de Nuovo Mundo, Venecia, Libao II, 1572, f. 83; R. Fernández Guardia, El Descubrimiento y la Conquista, San José (Costa Rica), Librería Lehmann, 1941, págs. 88-98; C. Monge Alfaro, Historia de Costa Rica, San José (Costa Rica), Librería Lehmann, 1966, págs. 50-53; L. Fernández, Historia de Costa Rica durante la Dominación Española (1502-1821), San José (Costa Rica), Editorial Costa Rica, 1975 (Biblioteca Patria), págs. 49-58.
Óscar Aguilar Bulgarelli