Escandón, Francisco Antonio de. Madrid, s. m. s. xvii – Lima (Perú), 28.IV.1739. Obispo de Concepción (Chile) y arzobispo de Lima (Perú).
La fecha de su nacimiento y sus orígenes familiares han permanecido en la penumbra. Se sabe que nació en Madrid y de su origen y antecedentes de familia no se tiene noticia alguna, salvo que tenía tres sobrinos con los que pasó a Chile. Profesó en el instituto de los clérigos regulares de San Cayetano o teatinos, desempeñando varias prelaturas en su religión y fuera de ella; enseñó teología en su convento de Madrid, y ejerció su ministerio sacerdotal en su patria natal y otras regiones de Europa. Dedicado a la predicación, obtuvo notable éxito, lo que le valió ser nombrado predicador de Felipe V.
En un viaje que le llevó a Roma y otras regiones de Italia se le ofreció el obispado de Ampurias en el reino de Cerdeña, obispado que no aceptó. A su regreso a Madrid, como había vacado el obispado de Concepción (Chile) por traslado del obispo Juan de Necolalde al arzobispado de La Plata (Bolivia), Felipe V lo presentó para hacerse cargo de la diócesis penquista. Fue elegido obispo de Concepción por Inocencio XIII el 12 de mayo de 1723; dos días después se le concedió licencia para consagrarse en España, lo que ocurrió en Madrid, en la iglesia de San Cayetano, el 25 de julio de 1723, siendo consagrado por Juan de Camargo, obispo de Pamplona e inquisidor general. Estando todavía en Madrid, otorgó poder para que sus mandatarios pudieran, entre otros, “renunciar cualquier obispado, arzobispado, cargo, dignidad o empleo que S. M. sea servido conferirme”, especialmente cuando los nuevos obispados no tuvieren buen clima.
Después de dieciocho meses de viaje, tomó posesión de su diócesis el 1 de mayo de 1725. Pronto tomó conocimiento de su iglesia y se dio cuenta de sus principales problemas, los que expuso al monarca en una extensa carta fechada el 30 de septiembre de 1725, en la que le sugería, además, lo que él entendía era la solución de los problemas detectados. En lo religioso, eran el mal estado de la catedral; la poca decencia y puntualidad en el cumplimiento del culto divino por parte de los miembros del cabildo catedralicio, por falta del número adecuado de ministros, y la pobreza de los veintiún curatos que había en el obispado, los que eran servidos por sacerdotes pobres, de poca o ninguna suficiencia para su ministerio. En lo civil, el alzamiento de los indios que había tenido lugar poco antes de su llegada, en 1723, en cuya superación se aplicó desde el comienzo, si bien no se hacía muchas ilusiones, pues entendía que “estos bárbaros no tienen fe, ni la palabra, ni guardan ley divina, ni humana, ni política, y siempre conservan el mortal odio con que aborrecen a los españoles, por lo que siempre que puedan, nos harán la guerra”; las carencias que mostraba el ejército, lo que impedía reducir a los indígenas y tenerlos sujetos, sugiriendo que se diera nuevamente al ejército el pie antiguo de dos mil hombres, que debían ser llevados de Europa; en fin, la inexistencia en el puerto de embarcaciones que pudieran hacer frente a las naves extranjeras que llegaban, lo que no dejaba de tener importancia, pues Concepción era el primer puerto al que arribaban los navíos que pasaban el Cabo de Hornos; la solución que proponía era que los hombres que debían llevarse al ejército lo fueran en dos fragatas que se quedarían en Concepción, pues eran suficientes para el control en el puerto.
Detectados que fueron los principales problemas, se dio a la tarea de tratar de superarlos, al menos aquellos que dependían de él. Como el estado de la catedral no permitía que se dilataran las primeras reparaciones, salió a recorrer las casas de los vecinos a pedir limosna, con el producto de la cual y lo que pudo agregar de su renta se hicieron los primeros arreglos. Pronto hizo una visita al cabildo catedralicio centrada especialmente en las obligaciones del coro y culto divino, como resultado de la cual el 20 de febrero de 1727 dictó una larga providencia en la que abordaba el problema en su conjunto, decreto que ha sido llamado impropiamente por algunos, la nueva erección de la iglesia catedral, y que fue aprobado por el Rey por cédula dada en Madrid el 10 de noviembre de 1728.
Atención preferente dedicó Escandón al seminario que, aunque entregado a los jesuitas, permanecía bajo el patrocinio del obispo y dependiente de su autoridad. Escandón no alteró lo decretado en este sentido por su antecesor, Juan de Necolalde, y no tuvo dificultades con los padres de la Compañía. Por otra parte, careciendo Concepción de monasterio de monjas, fue propósito de Escandón obviar esta carencia, gestionando la fundación de un monasterio de monjas trinitarias, llevada a feliz término por el empeño de Escandón cuando ya estaba al frente del arzobispado de Lima. Le correspondió iniciar, por su parte, un largo juicio pidiendo la devolución de las parroquias de Cauquenes e Isla de Maule que, aun cuando pertenecían al obispado de Concepción, estaban bajo la jurisdicción de Santiago; tenía la razón, pero el Rey lo reconoció cuando el obispo ya había fallecido. El mismo éxito tuvo en algunos juicios que inició demandando la devolución de bienes que, perteneciendo al obispado, estaban en poder de particulares y cuyos resultados se vieron cuando había dejado la diócesis. Estaba todavía al frente de ésta cuando se produjo el terremoto y maremoto de 1730, en el que mostró toda la caridad y abnegación de que era capaz.
Obligación principal de los obispos era la visita a la diócesis y Escandón no fue excepción, iniciando la visita no obstante lo extenso de la misma. De esta manera, después de cinco años pudo enviar a Roma, por medio de sus procuradores, dos padres jesuitas, la relación diocesana. Mientras Francisco de Escandón fue obispo de Concepción, gobernaba el reino de Chile Gabriel Cano y Aponte; entre ambos las relaciones fueron de gran cordialidad, al igual que lo fueron con las demás autoridades del reino, y con el clero y religiosos que había en su diócesis.
El 9 de enero de 1730 Escandón fue nombrado obispo de Tucumán, pero, una vez conocido dicho nombramiento, uno de sus apoderados hizo una presentación a la Cámara renunciando en nombre de su poderdante a este nuevo obispado, en parte, por el ardiente clima de la provincia de Tucumán y, en parte, por “no haber ejemplar de que sujeto constituido ya en dignidad de obispado en las Indias haya pasado por ascenso al Tucumán”, renuncia que fue aceptada por el Rey. Poco después, el 18 de junio de 1731, Clemente XII lo promovió a la sede arzobispal de Lima, vacante por muerte de fray Diego Morcillo Rubio de Auñón. Hizo su entrada solemne en Lima el 23 de febrero de 1732, cuando era virrey José Armendáriz, marqués de Castelfuerte, hombre de carácter, que depararía al nuevo arzobispo momentos de no poca tensión.
Cupo al nuevo arzobispo ejecutar la cédula de fundación del monasterio de mercedarias descalzas cuyo origen se remontaba al siglo anterior, cuando por 1670 Ana María de Medina, viuda del capitán Juan Alonso de Cuadros, y dos de sus hijas fundaron un beaterio en su casa. Las relaciones del arzobispo con los religiosos limeños, sin embargo, no fueron fáciles, correspondiéndole intervenir en situaciones enojosas protagonizadas por religiosos de uno y otro sexo. Una de ellas se produjo entre las monjas del monasterio de la Encarnación, divididas en dos bandos al producirse la elección de la abadesa. El problema lo había heredado de su antecesor, pero la habitual prudencia y celo del arzobispo permitieron terminar con la discordia. Otro suceso penoso lo protagonizaron unos franciscanos con ocasión de la ejecución de José de Antequera que había llevado adelante en Paraguay lo que se conoce como el motín de Antequera; después de los alborotos, Antequera había huido, refugiándose en el convento de San Francisco de la ciudad de Córdoba (Argentina), de donde pasó a La Plata (Bolivia) donde fue capturado y enviado a Lima. El día de la ejecución se formó un tumulto originado por el comportamiento de un religioso franciscano, lo que aprovecharon otros frailes de la misma religión para tratar de liberar al preso al que la guardia dio muerte de inmediato. El tumulto no pasó a más por la intervención personal del virrey a caballo y espada en mano, pero las dificultades creadas por este suceso y las diligencias judiciales y extrajudiciales a las que dio lugar, hicieron tensas las relaciones entre el gobierno civil y eclesiástico, correspondiendo al arzobispo Escandón superarlo con su gestión pacificadora y conciliadora. Otro problema fue el originado por el traspaso del hospital de Santa Ana que, poco antes de que Escandón entrara al arzobispado, el virrey había entregado a los betlehemitas sin considerar algunos aspectos canónicos que, unidos a los abusos cometidos por éstos en su administración, determinaron que, finalmente, el hospital volviera a la hermandad que lo administraba desde su fundación, por decisión del Rey a instancias del arzobispo.
Hizo visita al cabildo catedralicio de Lima, a los doce monasterios de religiosas y a los doce hospitales que había en la ciudad. A mediados de 1734 salió a hacer la visita de la diócesis, la que inició por la ciudad de Ica, la que se había visitado una sola vez cuando era arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo. Lo extenso de la arquidiócesis le motivó a pedir un obispo auxiliar en 1734, para lo que propuso al mercedario Francisco Gutiérrez Galiano, pretensión que se vio inesperadamente dificultada por la intervención de un clérigo peruano que se encontraba en la Corte y que aspiraba a la misma mitra, Andrés de Vergara, quien llegó a ser propuesto por la Cámara. El Rey, sin embargo, no lo aceptó y nombró finalmente al candidato de Escandón el que, una vez consagrado, pudo asumir los pontificales que el arzobispo, por razones de salud, había suspendido. La llegada a Lima de las bulas de institución, sin embargo, coincidió con el fallecimiento del arzobispo.
Fue virrey de Perú durante el arzobispado de Escandón, José Armendáriz, marqués de Castelfuerte, hombre enérgico y celoso de su autoridad, uno de los más sobresalientes virreyes del siglo xviii. Sus relaciones con el arzobispo no fueron fáciles, pero la mansedumbre y diplomacia de Escandón le permitieron sortear las difíciles situaciones que se fueron produciendo, en ocasiones, originadas por simples cuestiones de preeminencia.
El gobierno frente al arzobispado de Lima fue para Escandón más prolongado y más duro que el de Concepción.
Con todo, supo salir adelante y conducir la arquidiócesis con equilibrio y justicia. Falleció en Lima, el 28 de abril de 1739 después de una dura enfermedad que le había obligado a suspender pontificales dos años antes. Fue sucedido por el obispo de Córdoba, José Antonio Gutiérrez de Zeballos.
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Carlos Salinas Araneda