López Galván, Juan. Martín Muñoz de las Posadas (Segovia), 21.IV.1613 – Manila (Islas Filipinas), 13.II.1673. Dominico (OP), obispo de Cebú y arzobispo de Manila.
En Martín Muñoz de las Posadas se inició en las primeras letras. A los veinte años tomó el hábito en el convento de San Esteban de Salamanca, donde profesó el día 15 de diciembre de 1634.
Aplicado en los estudios, fray Juan dio muestras de tanta capacidad que los superiores del convento en prebenda propia le enviaron a estudiar al colegio de San Gregorio de Valladolid, donde lució su ingenio y talento, demostrando gran capacidad para los estudios. Allí se hallaba, estimado y querido, con bien fundadas esperanzas de mayores ascensos en su provincia de España, cuando lo dejó todo para apuntarse a la misión decimonovena de religiosos dominicos rumbo a las Filipinas.
El grupo, bajo la guía de fray Francisco Carrero, abandonó la Península en 1642. El 2 de abril de 1643 se reembarcaron en Acapulco y entraron en Manila el 21 de julio de ese mismo año. En su mente estaba la idea de continuar su viaje a Japón o China, y si fuera necesario derramar su sangre por la fe cristiana en cualquiera de las dos naciones. Lleno de estos ardientes deseos hubo de acomodar su voluntad, pues la providencia le tenía destinada otra tarea.
Conocida su preparación intelectual, al llegar a Manila, los superiores le encomendaron la tarea de enseñar en el Colegio-Universidad de Santo Tomás. Allí enseñó Artes (1643-1648), Teología en sus dos ramas de Vísperas y Prima (Moral y Dogma) (1648-1650), y ocupó los cargos de maestro de estudiantes y regente de estudios (1645-1647).
Después la provincia le otorgó lo que tanto había deseado: entre 1652 y 1654 pudo ocuparse de la evangelización de la nación china que vivía en el Parián de Manila. Fue sólo un breve intervalo, pues en 1654 fue nombrado procurador de la provincia ante las Cortes de Madrid y Roma, si bien hubo de permanecer en el Parián hasta 1656 al no poder embarcar antes.
En 1658 llegó a España. Trató con el Rey y su consejo distintos asuntos graves relativos a Filipinas, causando una grata y muy favorable opinión. Pronto se ganó el aprecio de todos, y vista “su religiosidad, modestia y compostura, y su verdad y llaneza en tratar los negocios, le consultaban con frecuencia aquellos Señores para la dirección y acierto en sus providencias”. Esta buena opinión le permitiría en años sucesivos dirigirse directamente al Rey y ser escuchado con prontitud.
De Madrid pasó a Roma, y también allí dejó “asentado el crédito de su verdad, sinceridad y llaneza”. Como reconocimiento, el maestro de la Orden le otorgó el título de maestro en Teología (10 de febrero de 1663), “en atención a sus muchas letras y a lo mucho que había trabajado en las cátedras”. Y mientras esto ocurría, llegaba de Madrid una Real Cédula (fechada a finales de diciembre de 1662) de Felipe IV presentándole para obispo de la diócesis de Cebú. Y, recelando que quizás pudiera negarse, el Monarca acompañaba otra carta para el maestro de la Orden en donde le rogaba impusiese al nominado la aceptación de esta dignidad.
Mientras esperaba las bulas de nombramiento, fray Juan obtuvo —contra la costumbre— que el Papa y el maestro (4 de abril de 1663; 12 de abril de 1663) le nombraran vicario general para organizar y dirigir una expedición de dominicos a Filipinas de las provincias de España. Recibidas las bulas (23 de abril de 1663), salió de Roma sin despedirse del Pontífice, recelando que le obligara a vestir la muceta de obispo y dejar su capilla de fraile, hábito que vestirá siempre.
Vuelto a España se embarcó de inmediato para México. En la catedral de Michoacán fue consagrado el 4 de enero de 1665, por el obispo Marcos Ramírez de Prado, franciscano. El 25 de marzo de 1665 zarpó de Acapulco para Manila en la nao San José, llegando a Cavite el 17 de julio del mismo año, momento en el que se produjeron dos acontecimientos reseñados por Covarrubias en su Theatro Ecclesiástico: entre 1633 —fecha del destierro del ilustrísimo fray Hernando Guerrero, arzobispo de Manila— y 1680, solamente llegaron a Cavite tres galeones procedentes de Acapulco. Tras los galeones entraron en la bahía de Manila grandes bancos de sardinas, que permanecerían en la bahía durante ocho días. Las tres excepciones transportaban a los ilustrísimos fray Rodrigo de Cárdenas (1653), fray Juan López (1665) y fray Diego de Aguilar (1680), todos obispos dominicos respetados por las inclemencias del tiempo. El resto de navíos, durante aquellos diecisiete años, tuvieron que invernar fuera de Cavite o se perdieron en Embocadero o Mariveles. En Manila, a la vista de estos prodigios, le hicieron un gran recibimiento. Inmediatamente envió la documentación a Cebú, tomando posesión de su sede el 31 de agosto de 1665, si bien permanecería en Manila hasta el último día de febrero del año siguiente y no llegaría a aquella ciudad sino a mediados de marzo. De inmediato comenzó a gobernar su diócesis con gran celo y vigilancia.
Siete años ocupó la sede de aquella provincia eclesiástica. Hizo la visita canónica en dos ocasiones, “con muchas incomodidades y peligros, por ser islas lo más de aquella Diócesis, y aver de una a otra travesías muy peligrosas”. En el gobierno eclesiástico “halló tanta rebeldía, y dureza en los inculpados, que no solo no hacían caso de sus paternales amonestaciones, sino que despreciando sus órdenes [...] buscaban asilo en otros tribunales”. Estas oposiciones procedían tanto de autoridades eclesiásticas (aquellas que habían gobernado aquella diócesis en sede vacante) como de alcaldes mayores.
Mientras se ocupaba en esta tarea de pastor, fallecieron los prelados de las otras diócesis, de modo que tuvo que ordenar sacerdotes de las otras diócesis a los que costeaba el viaje hasta Cebú. En dos ocasiones tuvo que acudir a Manila. La primera con ocasión del encarcelamiento del gobernador de las islas, Diego Salcedo, a manos del comisario de la Inquisición. Ante el alboroto de las islas y recelando mayores inconvenientes, se allegó a Manila. “Fue de mucha importancia su venida, para apaziguar con su authoridad las inquietudes que avía en esta República, que sosegó con destreza y suavidad”.
La segunda fue por orden del gobernador. Como era el único prelado en aquellas islas, la autoridad civil pretendía que ocupara la sede de Manila tras el fallecimiento del arzobispo Miguel Poblete. En cuanto llegó a Manila, asentó el derecho del Cabildo para gobernar aquella archidiócesis, y, después de algunas celebraciones de orden y confirmación, se volvió a su diócesis, dejando un grato ejemplo de humildad al no haber querido aceptar una jerarquía más alta. Gobernó su diócesis hasta el 21 de agosto de 1672.
El ofrecimiento que le habían hecho de la sede arzobispal de Manila, fue confirmado poco después por la autoridad suprema: el 14 de junio de 1671, la Reina gobernadora le remitía una cédula real comunicándole su nombramiento y encomendándole se encargase del gobierno de la archidiócesis mientras le llegaban las bulas y palio. Roma otorgó estas distinciones el 14 de noviembre de 1671. Recibidas en Madrid, se expidieron a Manila con las correspondientes ejecutoriales el 29 de enero de 1673.
Obedeciendo las órdenes reales, tomó posesión de la sede arzobispal de Manila el 21 de agosto de 1672, gobernando con gran celo y prudencia en momentos en que las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico no eran nada fáciles. Gobernó la archidiócesis poco más de año y medio, y en ese tiempo visitó dos veces su extenso territorio. Los cinco últimos meses de su vida se vio sometido a una terrible calentura, producto de un proceso contra el tesorero del Arzobispado, quien apoyándose en el gobernador se enfrentó a su prelado. Viendo que la fiebre no remitía, se retiró a Cavite en busca de un mejor clima, pero al no mejorar se decidió que volviera a Manila. El 2 de febrero de 1673 recibía el viático; el 13 de ese mismo mes fallecía a la edad de cincuenta y nueve años.
Un contemporáneo suyo dejó la siguiente semblanza: “Era pequeño de estatura y sus ojos eran grandes y vivos; su complexión era rosada y el pelo castaño y muy abundante. Era impaciente en despachar los negocios, y esa impaciencia afectó a su salud. Era experto en teología y escolástica y muy versado en historia, y fue muy buen político. Fue varón raro por el ejemplo singular de su vida [...]”.
Bibl.: J. Peguero, Historia en compendio de la Provincia de Nuestra Señora del Rosario de Filipinas de la Orden de Predicadores, Manila, 1690 (ms.); V. Salazar, Tercera parte de la Historia de la Provincia del Rosario de Filipinas, Japón y China de el Sagrado Orden de Predicadores, Manila, Imprenta de el Colegio de Santo Tomas, 1742; D. Collantes, Historia de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas, China y Tunquin, vol. IV, Manila, Imprenta de el Colegio de Santo Tomas, 1783; J. Ferrando y J. Fonseca, Historia de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas, vol. III, Manila, Imprenta de el Colegio de Santo Tomas, 1871; Acta Capitulorum Provincialium Provinciae Sanctissimi Rosario Philippinarum Ordinis Praedicatorum, vol. I, Manila, Imprenta de el Colegio de Santo Tomas, 1874; H. Ocio, Compendio de la reseña biográfica de los religiosos de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas [...], Manila, Estudio Tipográfico del Real Colegio de Santo Tomás, 1895; J. Cuervo, Historiadores del convento de San Esteban de Salamanca, vol. III, Salamanca, Imprenta Católica Salmanticense, 1915; M. González Pola, Obispos dominicos en Filipinas, Madrid, Institutos Pontificios de Filosofía y Teología, 1992; H. Ocio y E. Neira, Misioneros dominicos en el Extremo Oriente, 1587-1835, vol. I, Manila, Misioneros Dominicos del Rosario, 2000.
Miguel Ángel Medina, OP