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José Delgado Guerra

Biografía

Delgado Guerra, José. Pepe-Hillo. Sevilla, 14.III.1754 – Madrid, 11.V.1801. Torero.

El apodo de José Delgado ha sido motivo de discrepancia, pues de él, aun siendo esencialmente el mismo, se ofrecen varias versiones: Pepe-Hillo, Pepe- Illo, Pepe-Yllo y Pepeíllo. También es frecuente que los distintos autores se refieran al torero sevillano eliminando el sustantivo (Pepe) y dejando cualquiera de las tres primeras posibilidades del diminutivo.

Según Manuel Chaves Nogales, en los carteles de la época el nombre más usado, aunque no único, era Yillo. No obstante, conviene dejar constancia de que el torero siempre firmaba sus documentos personales (testamentos, contratos, etc.) como Joseph, Illo, y que cualquiera de los otros nombres, por mucho que hayan tenido fortuna y se den como definitivos, son distintos del que el propio diestro utilizó en su vida privada.

También fue motivo de discusión entre los autores antiguos su fecha y lugar de nacimiento. La duda quedó totalmente despejada en el último tercio del siglo XIX, cuando —y así lo cuentan Don Ventura, Cossío, Rivas y Chaves Nogales, entre otros— el periodista Doctor Thebussem (seudónimo de Mariano Pardo de Figueroa) publicó en 1886 en la revista La Lidia un famoso artículo en el que, entre otros documentos de interés, reproducía su partida de bautismo.

Con anterioridad se había especulado con que José Delgado vino al mundo en el pueblo de Espartinas, en la finca Villa-Albilla, del infante don Gabriel, en los años 1755 o 1768. En el artículo, luego recogido en el libro Un triste capeo, Doctor Thebussem se ocupa con detenimiento de este asunto, señalando y rebatiendo con documentos notariales las diferentes fechas ofrecidas por los distintos autores. Asimismo, aclara la confusión provocada por la existencia de otros José Delgado, contemporáneos de Pepe-Hillo pero distintos del torero, y alguno de ellos venido al mundo en Espartinas. En esta localidad, precisamente, acabó comprando tierras Hillo. En su momento fue un debate interesante, porque hacía referencia al origen de uno de los padres fundadores del toreo, pero que está superado desde hace muchos años. Hillo nació, pues, en Sevilla en 1754, el mismo año en que, en Ronda, vino al mundo Pedro Romero, su gran rival.

“Es una de las más grandes figuras con que cuenta el toreo —escribió Don Ventura—; de cuanto se lee de él se saca en consecuencia haber sido uno de esos hombres que ejercen, al mismo tiempo, sobre las almas y sobre las cosas, una influencia innegable; impulsor y regulador de la fiesta, dominó sobre las multitudes por su valor y su alegría ante las reses, como dominó sobre los corazones por el secreto hechizo de su carácter, por una atracción personal indefinible que le permitió competir con su maestro Costillares y, después, en rivalidad más enconada, con Pedro Romero, no obstante superarle ambos. Disfrutó de una popularidad que ningún otro torero había alcanzado hasta entonces y habrían de pasar muchos años hasta que otros la obtuvieran en igual medida; la leyenda se mezcló con su historia y ha servido de fuente de inspiración a poetas, músicos, pintores y autores dramáticos; fue el prototipo del torero gallardo, siempre sediento de palmas, dechado de gracia y simpatía, rumboso y caritativo, y tras haberse visto elevado a la categoría de ídolo de las multitudes, su trágica muerte contribuyó no poco a que aumentara considerablemente el nimbo de celebridad que rodea su nombre.” Respecto al papel de Costillares como maestro de Pepe-Hillo conviene dejar constancia de que Luis Toro Buiza y Bruno del Amo Recortes rechazaron (aunque el segundo la había aceptado con anterioridad) la tradición que se expresa en este sentido, y señalan que ambos toreros coincidieron en los ruedos siendo ya los maestros del toreo.

La cogida y muerte de Pepe-Hillo en 1801 en Madrid, fue recreada por Francisco de Goya en varias estampas de su Tauromaquia. Entre otros artistas, también Eugenio Lucas pintó el percance que acabó con la vida del diestro sevillano. Respecto a su faceta de “impulsor y regulador de la fiesta”, como la denomina Don Ventura, hay que resaltar que José Delgado inspiró (o quizá dictó, pero no escribió, pues apenas sabía poner su firma) la primera Tauromaquia de la historia, titulada Arte de torear, que vio la luz en Cádiz en 1796, en la imprenta de Manuel Ximénez Carreño. Siempre se ha dado por bueno que el autor material del texto fue José de la Tixera (que sólo figuró como autor de las correcciones en la edición madrileña de 1804), dirigido sin duda alguna por Pepe-Hillo. En palabras de Néstor Luján, “el libro fue el catecismo de los lidiadores hasta la aparición del tratado de Francisco Montes [la Tauromaquia de Paquiro], en 1836”.

El Arte de torear de Hillo es, al mismo tiempo que un verdadero manual de uso del toreo, un tratado sobre tauromaquia. Dividido en dos partes, en la primera el autor pone todo su conocimiento y experiencia para explicar las suertes utilizadas en aquellos momentos (en realidad, sólo se empleaban las básicas y algunas de adorno, muy pocas en comparación con las que se emplean en el toreo moderno) y cómo debía comportarse el lidiador teniendo en cuenta la diferente condición de los toros (franco, revoltoso, bravucón, que se ciñe...); la segunda parte se ocupa de las suertes a caballo, tanto las de picar como las que más adelante se emplearon exclusivamente en las labores camperas.

El libro de Illo, como toda buena Tauromaquia, no es una mera relación enumerativa o descriptiva de suertes del toreo, sino que hay un fondo de técnica y estética.

José Delgado, que realizaba un toreo en el que primaba la estética, va más allá, y cuenta cómo es la técnica del toreo, por mucho que en aquella época no se emplease esta palabra. Su Tauromaquia, primordial en su momento, fue superada cuando los diestros comenzaron, más de un siglo después, a ligar (unir uno detrás de otro) los muletazos. A partir de la Tauromaquia de Guerrita, la ligazón se convirtió en un concepto fundamental del toreo contemporáneo, una idea que Hillo rechazó, pues la consideraba como una muestra de “miedo y poca destreza”.

Escribe Cossío que la tradición señala que Pepe-Hillo era hijo de tratantes de vinos y aceites del Aljarafe.

Asimismo señala que de niño le colocaron a trabajar en el obrador de un zapatero o maestro de obra prima. Según Velázquez y Sánchez, “su desaplicación rebelde, su inclinación tenaz al toreo, las reprensiones infructuosas de su padre, sus escapatorias al matadero, sus conexiones de discípulo con Joaquín Rodríguez (Costillares)” fueron frecuentes. Así pues, el matadero sevillano se sitúa, lo mismo que en otros toreros anteriores y posteriores a José Delgado, en el origen de su afición y primeras andanzas taurinas. Cossío reproduce una frase, recogida en un manuscrito conservado en la biblioteca de Ortiz Cañavate, que dice que en aquel centro “se le vio torear con su propia camisa, por no tener la capa que para hacerlo usaban los demás”. Costillares debió de conocer en el matadero a Pepe-Hillo y, antes de presentarle como medio espada en Córdoba en 1770, le llevó por diversas plazas con objeto de que fuera aprendiendo la profesión. Y añade Cossío: “Conquistaba por entonces la voluntad de los públicos su deseo de practicarlo todo: su valor, su ligereza de pies y, sobre todo, el simpático corte de su figura, la gracia y armonía de sus movimientos, que había de hacer exclamar a su rival, el hercúleo Pedro Romero: ‘Lo que Dios te ha quitado de fuerza, te lo ha dado de gracia’”. Hillo tenía en esos momentos dieciséis años. Recoge Cossío, pero no da por cierto, el dato que ofrece un autor anónimo, y que señala que el 3 de mayo de 1768, cuando contaba catorce años, lidió en Sevilla, por percance de otros toreros, más de veinte toros, en sesiones de mañana y tarde.

Boto Arnau documenta sus años de formación: siendo un niño toreó en Cádiz en la cuadrilla de Cándido; en 1769 actuó en Madrid formando parte de la de Juan Romero; en 1770 toreó en Córdoba en la de Damián Gallo; en 1771 salió en Sevilla de nuevo con Cándido y en 1774 toreó en Madrid como banderillero de Costillares. En 1775, según Chaves Nogales, figura como “jefe de cuadrilla y primer espada en Sevilla”. Se sabe que en 1777 toreó en la localidad toledana de Talavera de la Reina (el contrato se conserva en el archivo municipal, y en él se comprometía a banderillear y matar, los días 11 y 12 de septiembre, dieciséis toros en la plaza de Nuestra Señora del Prado, cobrando 200 reales de vellón por toro, además de cebada para las mulas, un carnero y un pellejo de vino) y que en 1778 compitió por primera vez con Pedro Romero en Cádiz, con quien mantuvo una gran competencia profesional y de quien acabó siendo muy amigo. En este festejo, según Boto Arnau, “el espectáculo de un Pepe-Hillo tirando la muleta para matar, recibiendo al toro con su castoreño, después de desatar la pasión de los tendidos con su jugueteo ante el toro, sus quiebros, sus vistosas banderillas y la locura de su toreo de capa, debía ser inenarrable”.

Y añade este autor: “John F. Peyron, viajero inglés que visitó Cádiz esos años, se asombra de la popularidad de Pepe-Hillo, a quien llama ‘toreador famoso’ y al que vio cómo le aplaudían en el teatro gaditano cuando acudió a una comedia, convaleciente de una cornada”.

En los años siguientes toreó fundamentalmente en Andalucía. La primera vez que López Izquierdo documenta el nombre de Pepe-Hillo en Madrid es el 27 de agosto de 1781, si bien hay abundantes lagunas en la documentación de años anteriores e incluso de esa misma temporada. Ese día actuó junto a Costillares.

A partir de ese momento, la presencia de Hillo en los carteles de Sevilla y Madrid es muy frecuente, si bien hay años en que su nombre no aparece. Tras la competencia vivida en 1778, Pedro Romero y Pepe-Hillo no se encontraron en la plaza de Madrid hasta 1789, con motivo de las funciones reales celebradas por la jura de Carlos IV, renovándose la rivalidad entre ambos toreros. “Competencia que —según Chaves Nogales— llegó poco después a su período más álgido y dio lugar a infinitas disputas y acaloradas discusiones, algunas de las cuales terminaron de la manera más estrepitosa”. Según este autor, en ese momento Delgado había alcanzado el cenit de su fama, como se desprende de este otro párrafo de esa misma biografía: “Continuó Pepe-Illo alentando aquellas rivalidades en algunas plazas de las provincias donde trabajaba, y cuando volvió a Madrid después de algunos meses de ausencia, se encontró festejado por el pueblo, distinguido por personas de elevadas clases y haciendo un papel que nunca pensó iba a representar. Las mujeres le dispensaban grandes favores y más de algunas riñeron por ser objeto de sus galanteos; si tenía alguna cogida, el pueblo se agrupaba a la puerta de su posada y las imágenes más devotas contaban con multitud de fieles que pidiesen por la salud del diestro; su frecuente trato con diversas personas de alta posición le hacían aparecer hasta como hombre influyente para muchos asuntos, y cuando en los alegres días de toros se dirigía por la mañana y tarde a la plaza vestido lujosamente, sentado en su ligero calesín que arrastraba airoso un potro adornado de borlas y cascabeles infinitos, los chisperos le jaleaban, siguiéndole corriendo los muchachos y las mozas de bronce nunca dejaban de pararse al encontrarle de camino”.

Hasta la fecha de su muerte, Hillo mantuvo el prestigio como torero y la fama como personaje público.

En 1796 se publicó su Tauromaquia o Arte de torear y en 1799 se retiró Pedro Romero, su gran competidor.

Siendo Costillares ya un diestro mayor para ejercer con facultades su profesión (había nacido en 1748), José Delgado se quedó como el centro casi absoluto del toreo. Como en todos los personajes populares, su muerte estuvo envuelta en la leyenda. Se ha escrito, sin que nada pueda demostrar que sea cierto, que una gitana le leyó las rayas de la mano y le dijo que no matase toros negros, porque uno de éstos iba a causarle la muerte; también se ha escrito que la víspera de la corrida en que resultó mortalmente herido se acercó a ver los toros que iban a lidiarse, que pastaban apaciblemente en el Arroyo Abroñigal y, señalando uno negro zaíno que sobresalía de la manada, pidió que se lo reservaran para él... En fin, se han escrito leyendas que adornan la historia de un personaje popular, muy querido y admirado por el pueblo, y que supo codearse con las capas más altas de la sociedad.

Lo que es seguro es que Hillo se anunció en Madrid el lunes 11 de mayo de 1801, en compañía de José Romero y Antonio de los Santos, en funciones de mañana y tarde, para lidiar dieciséis reses de José Gijón, Manuel García Briceño, José Gabriel Rodríguez, Díaz Hidalgo, Juan Antonio Hernán y Vicente Bello.

El percance sobrevino por la tarde, y el toro que provocó la muerte de Hillo, séptimo de la corrida, se llamaba Barbudo y pertenecía a la ganadería de José Gabriel Rodríguez, de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca). Sobre el cartel del festejo, Cossío y don Ventura señalan, y lo corrobora López Izquierdo, que con Hillo torearon José Romero y Antonio de los Santos, si bien Manuel Chaves Nogales indica de manera errónea que actuó Juan Romero; además, señala, y esto sí es posible, que estaba anunciado Costillares, que finalmente no toreó. El pormenorizado relato de la cogida se reproduce de la Carta de José de la Tixera: “Barbudo sólo recibió tres o cuatro varas, a las que entró siempre huyendo de los caballos, por ser de estos demasiado cobarde. Después, con mucha maestría, le clavó un par de banderillas el aplaudido Antonio de los Santos, y seguidamente le clavaron otros tres pares Joaquín Díaz y Manuel Jaramillo. Luego se presentó a matarle José Delgado; le dio tres pases de muleta, dos por el orden común (o despidiéndole por su izquierda), y el restante de los que llaman al pecho; con el cual se liberó del apuro contra los tableros, en que le encerró la mucha prontitud con que se revolvió el toro, algo atravesado de resultas de haberle dado el segundo pase no hallándose puesto aquél en la mejor situación. Estando ya a la derecha del toril, a corta distancia de él y con la cabeza algo terciada a la barrera, se armó el matador para estoquearle; lo tanteó, citándole o llamándole la atención con la muleta (deteniéndose y sesgándole algo más de lo regular), se arrojó a darle la estocada a toro parado, y le introdujo superficialmente como media espada por el lado contrario o izquierdo. En este propio acto le enganchó con el pitón derecho por el cañón izquierdo de los calzones y le tiró por encima de la espaldilla al suelo, cayendo boca arriba. Bien porque el golpe le hizo perder el sentido, o por el mucho con que pudo estar para conocer que en aquel lance debió quedar sin movimiento, es lo cierto que, careciendo de él, se mantuvo en dicha forma ínterin le cargó el toro con la mayor velocidad, y ensartándole con el cuerno izquierdo por la boca del estómago, le suspendió en el aire y campaneándole en distintas posiciones, le tuvo más de un minuto, destrozándole en menudas partes cuanto contiene la cavidad del vientre y pecho (a más de diez costillas fracturadas), hasta que le soltó en tierra inmóvil y con sólo algunos espíritus de vida. Ésta la perdió enteramente en poco más de un cuarto de hora, en cuyo intermedio se le suministraron todos los socorros espirituales que son posibles a la piedad más religiosa”. Tras ser velado el cadáver en el Hospital General, y serle allí mismo practicada la autopsia, Pepe-Hillo fue enterrado en la mañana del 12 de mayo en la iglesia parroquial de San Ginés, en la madrileña calle del Arenal.

Sobre la importancia y el significado de la figura de Pepe-Hillo, Néstor Luján escribió: “Todo lo quiso practicar y a todos ansió emular y, como delante de él tenía un torero de características totales como lo fue Pedro Romero, al que respondían todos los oscuros resortes que rigen el misterioso juego de la lidia de los toros, topó siempre a pecho abierto con las astas que le buscaron el alma hasta veinticinco veces en cogidas graves. La última fue mortal de necesidad. Cuantas suertes se conocían en los toros, quiso no sólo practicarlas, sino practicarlas mejor que nadie, con una palpitación sangrienta y a la vez alegre y propia. Así la navarra de Martincho y Leguregui, y el lance de la tijera típico de la escuela sevillana de los Palomos, y el galleo que inventó, con sus mil variantes ágiles y movidas, el Africano. Asimismo quiso torear mejor que Pedro Romero a la verónica, aunque no pudo vencerle en esta templada suerte a la que es tradición que el diestro rondeño imprimía una plateada majestad.

Practicó, y en esto sí que no tuvo rival en sus días, los recortes, el quiebro y el cuarteo con el capote plegado al brazo en los quites, encuentros y regates. E inventó, por fin, el lance a la aragonesa o el capeo de espaldas [llamado de frente por detrás, antecedente de la gaonera]”.

 

Obras de ~: Tauromaquia o Arte de torear, Cádiz, Imprenta Manuel Ximénez Carreño, 1796 (ed. con pról. de A. González Troyano, Madrid, Turner, 1982).

 

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José Luis Ramón Carrión