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Luis de la Puente

Biografía

Puente, Luis de la. Valladolid, 11.XI.1554 – 16.II.1624. Jesuita (SI), escritor espiritual, venerable.

Fue hijo de Alonso de la Puente, funcionario de la Chancillería, y de María Vázquez, profesando todos los hermanos en conventos dominicos, caso que no era tan excepcional en aquellos días. Parece ser que desde pequeño sintió inclinación hacia la vocación sacerdotal, aunque su orientación iba a ser diferente a la de sus hermanos: “Ha muchos años que confieso y comulgo en la Compañía [de Jesús]”. A los trece años se encontraba en la Universidad, iniciando los estudios de Gramática Latina (la educación secundaria del momento, aunque dentro del ámbito físico de la Universidad), disciplina que iba a ser pronto cedida a los jesuitas.

Continuó por las lecciones de Artes y Filosofía.

Era bachiller en Artes en abril de 1572, siguiendo los de Teología, con matrícula en la Universidad, pero con asistencia en el Colegio de los dominicos de San Gregorio (hoy Museo Nacional de Escultura). Pero fue la observación de cómo ejercían los ministerios de la palabra los jesuitas Martín Gutiérrez y Francisco Suárez, maestro de estudiantes en el Colegio de San Ambrosio, la que le condujo a iniciar su preparación como jesuita.

Precisamente, fue recibido en aquel importante centro vallisoletano de la Compañía con veinte años recién cumplidos, siendo enviado al noviciado de Medina del Campo. En marzo de 1576 volvió a Valladolid y allí reanudó sus estudios de Teología, pero esta vez en el citado Colegio de San Ambrosio. Los primeros votos de pobreza, castidad y obediencia los había realizado el entonces hermano Luis de la Puente en la Pascua del Espíritu Santo de 1575. De nuevo, en Valladolid, La Puente volvió a coincidir con el que fue gran teólogo de la Compañía de Jesús, Francisco Suárez, profesor de San Ambrosio en el curso 1576- 1577. Existía entre ellos una relación académica y espiritual, como confirman los biógrafos de La Puente, los padres Diego de Sosa y Francisco Cachupín. Según se confirmaba por testigos examinados en el proceso informativo para la canonización de La Puente (en 1629), aunque Francisco Suárez explicó en Valladolid (hasta 1579) la primera parte de la Summa Teológica de santo Tomás de Aquino, pudo guiar a La Puente, muy especialmente, en las cuestiones relativas a la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Del “ingenio y juicio” de La Puente, calificado de “muy bueno”, daba cuenta el Catálogo de jesuitas de 1576.

Como tantos religiosos, sintió el atractivo de las misiones en territorios lejanos. Por esos días llegaba a España, reclutando jóvenes jesuitas, el procurador de la misión del Japón y, aunque La Puente se halló dispuesto, no así sus superiores. En agosto de 1578 era enviado al Colegio de Oñate, en Guipúzcoa, donde debía repasar las disciplinas teológicas, en el período que se conocía como “pasantía”, preparación para una futura labor docente. Allí permaneció poco más de un año. Concluida su formación, y antes de acceder al máximo grado de la Compañía de Jesús, el de padre profeso, Luis de la Puente realizó la llamada tercera probación. Viajó al nuevo noviciado de Villagarcía de Campos, recién inaugurado y construido gracias a los dineros de Magdalena de Ulloa, donde fue discípulo del muy conocido maestro Baltasar Álvarez.

Fue aquel el mejor año que experimentó en su vida como jesuita, según confirmaba el propio La Puente, período en el cual recibió la ordenación sacerdotal, el día de san José de 1580 en la primitiva iglesia del Colegio de San Ambrosio, donde celebró su primera misa. Cuando comenzaba el curso universitario, en la festividad de san Lucas, La Puente era enviado a Salamanca por sus superiores para tener un acto mayor, uno de los momentos culminantes académicamente, celebrados en la Universidad, propuesto por los superiores de la provincia de Castilla a los jesuitas mejor dotados intelectualmente.

A partir de ahí fue lector de Artes en el Colegio de León, entre 1581 y 1584, y maestro de estudiantes de Teología en el de Salamanca. Pero sus trabajos como jesuita no se redujeron a la actividad docente, sino que se ejercitaba en aquellos primeros momentos de las misiones populares, en la predicación, en la enseñanza de la doctrina cristiana y, muy especialmente, como maestro del confesionario, donde destacó a lo largo de su vida en el llamado “acto heroico del confesar”, como él mismo lo definía. Precisamente, Luis de la Puente se fue perfilando más como director espiritual que como profesor, además de hombre de gobierno dentro de la Compañía. Desde finales de 1585 hasta finales de 1589, La Puente fue el responsable efectivo de la formación de los novicios jesuitas en el de Villagarcía, desde distintos puestos. En 1589 volvía a Valladolid, a San Ambrosio, como padre espiritual, aunque a principios de 1590 se hallaba en el Colegio de Salamanca, para ejercer de prefecto (regente, como se decía en otras órdenes religiosas) y padre espiritual, y desde estos trabajos terminar con los conflictos que se habían desatado en aquel Colegio.

Había sido el padre Juan Bautista Carrillo el que había clamado contra algunos puntos esenciales del Instituto de la Compañía de Jesús. Era uno de aquellos memorialistas que se dirigieron a Felipe II y al Tribunal del Santo Oficio. A tanto llegó el conflicto que Carrillo fue expulsado en 1591 de la Compañía.

La Puente se iba a empezar a especializar en solucionar conflictos y casos complicados, desatados entre jesuitas.

En junio de 1591 se encontraba de nuevo en Valladolid.

Parece ser que su salud ya se resentía en Salamanca y que su madre se hallaba muy enferma en su ciudad natal. Primero vivió en la Casa Profesa y después en el Colegio de San Ambrosio, una estancia corta, a pesar de las razones expuestas que hacen casi imposible que hubiese retomado su labor docente en Valladolid. Los superiores habían pensado de nuevo en él como maestro de novicios, en los años en que este centro de formación se había trasladado desde Villagarcía a Medina del Campo por razones económicas.

El 24 de enero de 1593 se producía la profesión de cuatro votos de Luis de la Puente. Había alcanzado el grado máximo al que podía aspirar un jesuita. Formaba parte, definitivamente, de esa elite de gobierno y de formación que eran los profesos dentro de la Compañía, tal y como los había concebido el propio Ignacio de Loyola. El noviciado de Castilla regresaba a Villagarcía, gracias al apoyo económico de Magdalena de Ulloa, y con él, su maestro de novicios el padre La Puente. Sin embargo, su salud cada vez se resentía más en este oficio y el vice-provincial castellano, Cristóbal de Ribera, se percató de todo ello, de modo que solicitó a Roma la posibilidad de ser enviado como rector de algún importante colegio no excesivamente problemático (“adonde no hubiese muchas deudas”, indica el citado superior) o como profesor de casos de conciencia (formador de confesores).

Experimentó entonces una reposición de la salud que le sacó de los ámbitos colegiales, siendo acogido (era habitual en algunos religiosos de fama) por la duquesa de Osuna en su casa de Cuéllar, lo que le hizo mostrarse un poco escéptico ante tanta mudanza.

Tras la celebración de la V congregación general de la Compañía de Jesús, se produjeron nuevos cambios.

Luis de la Puente se disponía a ser el nuevo rector del Colegio de San Ambrosio de Valladolid, que por entonces veía consolidada su fundación económica gracias al obispo de Tlaxcala, el vallisoletano Diego Romano.

Pero aquella calma que pedía el vice-provincial para La Puente se tornó en conflicto (y de muy alto nivel) en esta casa, pues se vivía por entonces serias controversias entre jesuitas y dominicos, ocasionadas por las discusiones teológicas sobre la naturaleza de la gracia. Unas disputas que, desde Valladolid y en 1594, llegaron hasta Roma, plasmadas en las famosas congregaciones De Auxiliis.

Desde los dominicos, el debate era dirigido por fray Diego Nuño (lector que era de Teología y regente de estudios en el Colegio de San Gregorio).

Fue éste el que atribuyó al libro del jesuita Luis de Molina, titulado Concordia (1589), proposiciones discordantes con la ortodoxia. Los jesuitas de San Ambrosio respondieron a través de la defensa, en un acto público, de la doctrina expuesta por Molina en su obra. Ninguno de los maestros seglares de la Universidad lo quiso realizar, siendo el padre Antonio de Padilla el que mantuvo estas conclusiones en un acto ordinario. El debate se radicalizó cada vez más y sobre todo a través de ataques remitidos desde los dominicos a la Compañía —los del padre Alonso de Avendaño—, con un acto público celebrado en San Pablo de Valladolid contra Luis de Molina y con las proposiciones que fray Diego Nuño le había atribuido.

Ambas religiones incluyeron en su polémica a la Inquisición.

Precisamente, Luis de la Puente —que tenía dos hermanos dominicos— era el hombre adecuado para allanar el camino de la polémica. Destacaba como un gran especialista en la obra de Tomás de Aquino, actitud que no era vista con buenos ojos por otros jesuitas polemistas como el citado Antonio de Padilla.

Felipe II no podía permitir la continuidad de este proceso. La solución pasaba por La Puente, pues éste cedería el rectorado de San Ambrosio a Antonio de Padilla, y le sustituiría teóricamente en la Cátedra, puesto que en 1597 La Puente formaba parte —según los catálogos trienales— del Colegio de Oviedo.

En aquella casa asturiana, también fundada con el dinero de Magdalena de Ulloa, La Puente era profesor de Moral, conocida esta materia como “Casos”. La estancia fue muy breve, pues en 1598 se hallaba como prefecto del espíritu en el Colegio de Salamanca. No había terminado aquel año cuando, desde Roma, La Puente recibía el encargo de ser inspector de distintos colegios de Castilla, un oficio en el que tenía mucho interés el superior general, Claudio Aquaviva, para promover la adecuada observancia dentro de la Compañía.

La peste que asoló Castilla en 1599 no permitió culminar estas intenciones.

Además, tuvo que sustituir como rector y maestro de novicios al padre Diego de Sosa, en Villagarcía, tras haber sido éste elegido procurador por la provincia de Castilla, pequeño paréntesis que terminó en 1601, cuando volvió a recibir el encargo de regir el Colegio de San Ambrosio de Valladolid. Ya la Corte de Felipe III (y del duque de Lerma) se encontraba en la ciudad del Pisuerga. Allí permaneció Luis de la Puente hasta su muerte en 1624. Sin duda, la presencia de la Corte en Valladolid alteraba la vida de San Ambrosio y su rector debía preservar la casa de toda agitación, para evitar que se convirtiese en una “chancillería”, como habían caracterizado ya algunos jesuitas a las casas de Valladolid. Trató el rector de aislar a los estudiantes de todas estas distracciones.

La Puente temía los peligros del “aulicismo y el aseglaramiento”. De nuevo la salud se convirtió en barrera para el desarrollo del trabajo de La Puente, para sus futuras promociones, siendo necesario su relevo como rector. Le sustituyó el padre Francisco Galarza, pero como éste hubo de regresar a Madrid, La Puente continuó con el ejercicio efectivo del gobierno, como vicerrector.

A partir de ahí, como indica Camilo Abad, su más importante biógrafo, La Puente fue el hombre de confianza en Castilla de los superiores generales Aquaviva y Vitelleschi. Todavía tuvo que apagar algunos fuegos, relacionados con la Compañía, como cuando fue nombrado visitador o inspector del Colegio de Ingleses de San Albano, Seminario de formación de sacerdotes católicos para la Inglaterra anglicana, dirigido por los jesuitas. Los conflictos allí desarrollados fueron de desobediencia de algunos alumnos a profesores y enfrentamientos entre jesuitas ingleses y españoles.

La Puente no consiguió solucionar definitivamente el problema. Aquellos trabajos entre seminaristas ingleses fueron la última de las tareas públicas que realizó fuera de su colegio de residencia.

Los dieciséis años que restaban hasta su muerte, en febrero de 1624, estuvieron dedicados a ser uno de los confesores más destacados de Valladolid, con hijos espirituales muy conocidos, como la prestigiosa Marina de Escobar. Aquella vallisoletana percibía muchas visiones. En una de ellas creyó recibir el encargo divino de establecer en España la Orden de Santa Brígida. Para el aparato teórico, no era solamente suficiente lo que doña Marina dictaba a sus compañeras de casa como mensaje divino, sino la adaptación práctica de unas reglas que estructurasen la vida conventual, además de ganarse el apoyo del poder monárquico. La Puente tuvo mucho que ver en todo esto, aunque ni él ni doña Marina vieron la fundación efectiva. Hubo que esperar hasta 1637, siempre con la ayuda de los jesuitas.

Esta última etapa de la vida de Luis de la Puente fue fundamental para consolidar su faceta —quizás la más importante porque es la perdurable hasta hoy— de autor de éxito. Sin duda, su obra más conocida y editada, aún vigente en la espiritualidad previa al Concilio Vaticano II, fueron las Meditaciones de los misterios de nuestra santa fe, cuya primera edición apareció en Valladolid en 1605, y para la que se valió de lo que había utilizado en sus tareas de formación entre los estudiantes jesuitas en Salamanca (desde 1589). Camilo Abad lo definía como un “curso completo de Teología para uso de todos los cristianos, donde se enseña teórica y prácticamente, el arte de orar y meditar”. No solamente fue muy pronto reeditada, sino traducida al alemán, flamenco, francés, inglés, italiano, latín y polaco.

También vio la luz en la imprenta vallisoletana su segunda obra: Guía espiritual en que se trata de la oración, meditación y contemplación, un libro que contó con la aceptación del público lector (quizás no tanto como las Meditaciones), aunque también fue traducido.

Su Tratado de la perfección en todos los estados de la vida del cristiano (en cuatro volúmenes, entre 1612 y 1616) no alcanzó tanto éxito como la obra, casi homónima, del padre Alonso Rodríguez. Pero ésta de La Puente, según destaca Ruiz Jurado, se convierte en “precursora de la teología de la perfección”, con la inclusión del estado seglar en sus diversas posibilidades.

Tampoco olvidó el género biográfico de sus contemporáneos, tratado con tintes hagiográficos, como fue el caso de la Vida de su maestro, el citado padre Baltasar Álvarez, y la Vida Maravillosa de su hija espiritual Marina de Escobar, obra publicada cuarenta años después de la muerte de La Puente y que detuvo, en distintas ocasiones, la aprobación pontificia de las obras, paso necesario para la culminación de su anhelada canonización, nunca conseguida. En otras obras, como las Exposiciones morales y místicas sobre el Cantar de los Cantares, ofrecía también materiales para los sermones de los predicadores, páginas éstas mucho menos conocidas que las anteriores. Como manual práctico de la vida cristiana se perfilaba el Directorio espiritual, también entregado a la imprenta después de la muerte de La Puente. Autobiográfico y editado también después de 1624 por iniciativa del que va a ser superior general de la Compañía, Tirso González, será su Memorial o Sentimientos, páginas intimistas desde lo espiritual y no destinadas a la difusión que tuvo las Meditaciones.

No faltaron tampoco las recopilaciones de las obras más importantes de Luis de la Puente, así como constantes reediciones de las principales de ellas, algunas publicadas muchos años después de su muerte. Como se ha señalado, las Meditaciones son las que han contado mejor suerte, con traducciones en distintos idiomas, ediciones completas o parciales del original.

Camilo Abad, en 1935, había contabilizado 126 para las Meditaciones (más de cuatrocientas entre traducciones, compendios y ediciones); 34 de la Guía Espiritual; 25 del Tratado de la perfección Cristiana; y 16 de la Vida del Padre Baltasar Álvarez. Asimismo, Luis de la Puente fue revitalizado por la Semana Ascética celebrada en Valladolid en 1924, para conmemorar el tercer centenario de su muerte. Mucho más ha destacado la importancia con la que ha contado en reflexiones teológicas posteriores al Concilio de Trento.

La enfermedad, pues, había pesado largamente en su vida y, según afirmaban los médicos que le atendían en los últimos días, La Puente había “vivido de milagro”.

Sus contemporáneos más cercanos y devotos asociaron prodigios a su muerte, sin olvidar las muchas visitas de “gentes principales” que recibieron los jesuitas de San Ambrosio, en cuyo templo fue enterrado. Pronto creyeron oportuno iniciar los trámites de información acerca de sus virtudes y fama de santidad, gracias a los testimonios de sus contemporáneos. También había que comenzar a ganarse los apoyos de las autoridades políticas y religiosas. El papa Urbano VIII prohibió que se informase acerca de un siervo de Dios hasta que hubiesen pasado cincuenta años de su muerte. Aun así, la provincia de Castilla lo asumió como un asunto propio.

Su celda se convirtió en relicario y, por tanto, en lugar de culto. Como se ha indicado, la Vida de Marina de Escobar (cuya segunda parte escribió el también jesuita Andrés Pinto Ramírez) pudo impedir, y en este caso retrasó, la aprobación pontificia de sus escritos y virtudes heroicas, aunque en 1754 se incoaba su proceso de beatificación y en 1759 Clemente XIII declaraba la heroicidad de sus virtudes. La expulsión de los jesuitas primero y la extinción después interrumpieron el proceso. La visita a su sepulcro fue el último gesto que se les permitió hacer a los jesuitas antes de su salida de Valladolid. La citada conmemoración del tercer centenario de su muerte avivó los deseos de reanudar su proceso de beatificación, continuado por la publicación de estudios biográficos y de sus estudios, siendo el mayor experto el padre Camilo Abad. La Puente es un autor indispensable en la espiritualidad jesuítica, y fue elegido por la Real Academia Española como una de las autoridades para la elaboración del primer Diccionario de la lengua castellana (comúnmente conocido como Diccionario de Autoridades), en 1726.

 

Obras de ~: Meditaciones de los misterios de nuestra Santa Fe con la práctica de la oración mental sobre ellos, Valladolid, 1605; Guía espiritual, en que se trata de la oración, meditación y contemplación; de las divinas vistas y gracias extraordinarias; de la mortificación y obras heroicas que las acompañan, Valladolid, Juan de Bostillo, 1609; Tratado de la perfección en todos los estados de la vida cristiana, Valladolid-Pamplona, Imprentas de Iuan Godinez de Millis-Francisco Fernandez de Cordona-Carlos de Labàyen- Nicolas de Asiayn, 1612-1616, 4 ts.; Vida del Padre Baltasar Álvarez, Valladolid, 1615; Expositio morales et mystica in Canticum Canticorum, exhortaciones continens omnium mysteriorum et virtutum christianae religiones, París, 1622, 2 ts.; Vida Maravillosa de la venerable virgen doña Marina de Escobar, Madrid, Francisco Nieto, 1665; Sentimientos y Avisos espirituales, Sevilla, 1671; C. Abad (ed.), “Escritos varios inéditos”, en Miscelánea Comillas (1953), págs. 3-117; Obras escogidas. Epistolario-Memoriales. Vida del P. Baltasar Álvarez-Meditaciones, Madrid, Atlas, 1958 (Biblioteca de Autores Españoles, 111).

Bibl.: J. J. de la Torre (ed.), Vida del P. Baltasar Álvarez, Madrid, Imprenta de la Viuda e Hijo de Aguado, 1880; F. Hatheyer, “P. de Pontes S.J. Mystik”, en Zeitschrift für Aszese und Mystik, 1 (1926), págs. 367-375; C. Abad, El Venerable Padre Luis de La Puente de la Compañía de Jesús, compendio de su santa vida, Valladolid, Afrodisio Aguado, 1935; El Venerable Padre Luis de La Puente: Sus libros y doctrina espiritual, Santander, Universidad de Comillas, 1954; J. Calveras, “Las aplicaciones de sentidos en las meditaciones del Padre La Puente”, en Manresa, 26 (1954), págs. 157-176; L. Cura Pelicer, “La santidad positiva de María en su Inmaculada Concepción, según el P. La Puente”, en Miscelánea Comillas, 23 (1955), págs. 9-79; C. Abad, Vida y escritos del Venerable Padre Luis de La Puente, Santander, Universidad de Comillas, 1957; M. Ruiz Jurado, “Espiritualidad seglar en nuestro Edad de Oro”, en Manresa, 37 (1965), págs. 77-86; C. M. Abad, “Puente, Luis de la, SI”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1973, págs. 2032-2033.

 

Javier Burrieza Sánchez