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Ignacio Agramonte y Loynaz

Biografía

Agramonte y Loynaz, Ignacio. El Mayor, El Bayardo. Puerto Príncipe (Cuba), 13.XII.1841 – Jimaguayú (Cuba), 11.V.1873. Militar y político.

Hijo de Ignacio Agramonte, de origen navarro, y de María Filomena Loynaz, comenzó sus estudios en la Sociedad Filarmónica de su ciudad natal, teniendo como maestro a Gabriel Román Cermeño (o Cedeño) y a Giuseppe Caruta (o Cerrutti), y los continuó en La Habana, a partir de 1855, en el colegio de El Salvador, dirigido por José de la Luz y Caballero. A este centro asistían no pocos de los jóvenes que años más tarde, tomarían parte destacada en la revolución.

Completaría su formación en la Universidad de La Habana, cuya sede estaba en el antiguo convento de Santo Domingo, donde se licenció en Derecho, en 1865. Frecuentaba en aquel tiempo el Liceo de la propia capital cubana, el de Guanabacoa y el Ateneo y, para entonces, se manifestaba ya abiertamente crítico contra la situación colonial. Hasta 1867 alternó su trabajo en el bufete de Antonio González de Mendoza con los estudios de doctorado y sus funciones de juez de paz del barrio habanero de Guadalupe.

En 1868 regresó a Puerto Príncipe con el objetivo de establecer su propio despacho de abogado. Pronto se afilió a la logia masónica Tinina en la que se conspiraba con fines revolucionarios, como venía haciéndose en otros muchos lugares de Cuba, especialmente desde el año anterior. La trama insurreccional siguió su marcha y, en agosto de 1868, el mismo mes en que se casaba con Amalia Simoni, se reunió la llamada convención de Tirsán, con representantes de la zona oriental y de Camagüey, que decidieron iniciar la sublevación contra España para el 3 de septiembre.

Aplazado el alzamiento por diversos motivos se produciría, finalmente, con el grito de la Demajagua, el 10 de octubre.

La revolución estaba en marcha con Carlos Manuel de Céspedes a la cabeza. Agramonte, defensor de la libertad, la justicia y la igualdad, encontró en ella su gran causa, incorporándose a la lucha el 11 de noviembre de 1868, en el ingenio “El Oriente”, cerca de Sibanicú. Desde aquel momento entregó a la empresa revolucionaria no sólo su persona y todos sus recursos, sino hasta su propia familia, pues su esposa, su hijo y otros parientes serían detenidos, en mayo de 1870, por los españoles en la finca “El Idilio”, llevados luego a Puerto Príncipe y, finalmente, obligados a abandonar Cuba para instalarse en Mérida, en Yucatán, sin que Agramonte volviera a verlos.

La situación en los inicios del levantamiento aparecía un tanto confusa, no faltando quienes buscaban, todavía, algún arreglo con la metrópoli a cambio de determinadas concesiones. Pero, ante las propuestas concordatarias del capitán general Dulce y contra el transaccionismo reformista de Arango y otros líderes cubanos, Agramonte se mostró como uno de los más decididos independentistas, rechazando, desde el principio, cualquier posible entendimiento con España. “Cuba —diría— no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas”. Su protagonismo se apreciaría de forma rápida y creciente. La Junta Revolucionaria de Camagüey dejó paso al Comité Revolucionario del que surgiría la Asamblea de Representantes del Centro, en cuya Junta rectora ocupaba lugar destacado Ignacio Agramonte.

En cuanto le fue posible demostró su sensibilidad y buen sentido político frente al problema de la esclavitud, firmando el Decreto de 26 de febrero de 1869 por el cual los revolucionarios abolían tan degradante práctica.

Menos de dos meses después, el 10 de abril de 1869, se reunía en Guáimaro una asamblea a la cual asistieron la mayoría de los líderes de las diversas fuerzas insurrectas, con el fin de elaborar una Constitución para la Cuba revolucionaria. Agramonte sería uno de los principales redactores del texto constitucional, junto con su antiguo compañero de estudios Antonio Zambrana. Aquella reunión marcaría un hito, sin retorno posible, en la definición de los objetivos de la revolución cubana: el derrocamiento del régimen colonial, la abolición de la esclavitud y la independencia absoluta. Convertido ya en figura relevante de la guerra contra España fue elegido mayor general del Ejército Libertador y jefe de la División de Camagüey, el 26 de abril de 1869, por lo que dejó su asiento en la Cámara de Representantes, surgida de la asamblea constituyente. Desde entonces, sería para sus hombres simplemente El Mayor.

Llegaba la hora de demostrar su capacidad para organizar una sólida infraestructura militar y, ciertamente superaría de modo brillante aquella prueba, a pesar de su inexperiencia y de la escasez de recursos disponibles. Talleres para elaboración de pertrechos de guerra, campamentos y escuelas fueron construidos en múltiples lugares de la geografía camagüeyana.

Estaba convencido que sin una rígida disciplina y una decidida voluntad de sacrificio era impensable la victoria. Pocos como él supieron transmitir a los combatientes bajo su mando, su espíritu, su ejemplo y sus extraordinarias virtudes.

Pronto la División de Camagüey gozó de gran prestigio entre los insurrectos. En los meses siguientes intervino en varios combates, Bonilla, Ceja de Altagracia, ataque a Puerto Príncipe, Minas de Juan Rodríguez, Sabana Nueva y otros. En el ataque a Las Tunas, en agosto de 1869, se mostró en desacuerdo con la forma en que se condujo la batalla, dirigida por el general Quesada como jefe de las fuerzas cubanas, y acabaría pidiendo el cese del mismo. Estas discusiones fueron agravándose y, en abril de 1870, sus discrepancias con Céspedes sobre la estrategia a seguir le indujeron a renunciar a la jefatura militar de Camagüey. Además, el Padre de la Patria aspiraba a la jefatura universal de la revolución, no tanto por ambiciones personales como por motivos conceptuales, mientras Agramonte deseaba la descentralización de los poderes, separando el mando civil del militar.

Por otro lado, sus ideas, acerca del movimiento revolucionario, entroncaban con las de los sectores más radicales de la epopeya francesa de 1789. Compartía no pocos elementos del pensamiento y de la actitud vital de Robespierre. Aunque, a la vez, admiraba como no podía ser de otro modo, la obra de Bolívar y de varios de los caudillos que forjaron las nuevas repúblicas de Hispanoamérica.

Su confianza en la educación como palanca del desarrollo humano y de la transformación social, de honda raigambre ilustrada, y su compromiso vital con una moralidad revolucionaria capaz de redimir al hombre, situaban a El Mayor, en cierto sentido, por encima de la circunstancia política. Por eso, a pesar de todo, había seguido hostigando a los españoles en Jimiru, Ingenio Grande, Socorro, Múcao y otros puntos. Sin embargo, las diferencias entre Céspedes y Agramonte, aunque profundas, no serían insalvables, puesto que uno y otro acabarían superándolas en aras del triunfo revolucionario. En enero de 1871, Céspedes ofreció de nuevo a Agramonte el mando en Camagüey y éste, que había rechazado hacerse cargo de la división de Holguín, aceptó dejando a un lado los desencuentros anteriores. A partir de ese momento, utilizando en buena medida las disposiciones tácticas publicadas por el marqués del Duero, pasó decididamente a la ofensiva, poniendo en jaque a las fuerzas españolas. La relación de sus acciones sería interminable: Caridad de Caobao, Yaguajay, San Mateo, San Ramón de Pacheco... sumando a finales de año la treintena de combates. Astuto, hábil maniobrero, buen organizador estaba dispuesto a pelear hasta donde fuese preciso. Por aquellas fechas manifestaba: “No fuera tan valiosa la independencia de un pueblo si su conquista no ofreciese grandes dificultades que vencer. Cuba —aseguraba— será libre a toda costa”. Tal declaración alcanzaba singular valor en los instantes más duros por los que atravesaba la revolución, cuando —en frase atribuida al mismo Agramonte— apenas contaba con poco más que “la vergüenza de los cubanos”.

Entre sus mayores éxitos estaría el rescate de otro de los personajes de la revolución, Julio Sanguily, en octubre de 1871, que había caído en manos de los españoles. Agramonte atacó con apenas treinta y cinco hombres la columna que llevaba al preso y logró liberarle en un golpe de audacia espectacular, en el sitio conocido como Pozo de la Esperanza.

Aquel hecho sería reputado, por algún autor cubano, como una de las más grandes proezas que se escribieron en las luchas por su independencia.

Desde luego el rescate de Sanguily alivió la difícil situación por la que atravesaba la causa revolucionaria al revivir el espíritu patriótico de no pocos cubanos y acrecentó extraordinariamente la fama de su libertador.

En mayo de 1872 se confirió a Agramonte el mando de Las Villas, además del de Camagüey, y se le consideraba por muchos como el futuro gobernante de la república cubana. Unos meses más tarde, fue herido en El Salado, aunque logró la victoria en aquella ocasión, frente a las tropas españolas, al igual que lo haría después en otros encuentros, como el desarrollado en El Carmen.

En enero de 1873 propuso al gobierno cubano la invasión de Las Villas para llevar la guerra hacia Occidente; aunque, por el momento, no contó ni con el respaldo político, ni con las fuerzas suficientes.

Aun así en los primeros meses de ese año batió a los españoles en Buey Salado, Sabana de Lázaro, Ciego de Najasa, y el 7 de mayo obtuvo otro de sus más señalados triunfos, cuando derrotó a las tropas españolas, mandadas por el coronel de la Guardia Civil, Leonardo Abril, en Cocal del Olimpo, causándoles importantes bajas.

A esas fechas era, sin duda, el jefe de los insurrectos cubanos que mayor preocupación causaba a las autoridades de La Habana. Para neutralizarle se formó una columna al mando del entonces brigadier Weyler que, el 11 de mayo de aquel año, le alcanzó en Jimaguayú, a unos cuarenta y cinco kilómetros de Puerto Príncipe. En el combate entablado entre ambos bandos cayó Agramonte, bajo las balas de los soldados de la 6.ª compañía del Batallón de León.

El más valioso de los dirigentes revolucionarios, que tantas veces sorprendería a sus enemigos en los campos cubanos, se había visto sorprendido, trágicamente, por sus adversarios; precisamente cuando en una prevista y próxima reunión en Las Tunas tal vez le esperaba el mando supremo de las fuerzas revolucionarias.

Nunca llegaría a aquella cita.

Los mambises se retiraron sin poder encontrar a su general. Los soldados españoles recogieron su cadáver y lo trasladaron al hospital de San Juan de Dios, en Puerto Príncipe y, posteriormente, al cementerio donde fue incinerado; práctica entonces considerada como una deshonra. Las autoridades de aquella ciudad alegaron que su pretensión no era otra que evitar que algunos exaltados pudieran profanar el cuerpo de Agramonte.

La muerte del incansable guerrillero, denominado por algunos El Bayardo, comparando sus virtudes con las del célebre caballero francés, y de quien José Martí diría que “era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella”, produjo honda conmoción, dando paso a un sinfín de rumores que alimentaron la leyenda del caudillo caído. El propio José Martí, que en tantas ocasiones ponderara los valores de nuestro personaje escribiría, en 1888, a propósito de la herencia legada por los prohombres de la lucha por la independencia cubana: “De Céspedes, el ímpetu, y de Agramonte, la virtud”.

Máximo Gómez, que le sustituiría, confiaba en que Agramonte, con su martirio, haría tanto daño a los españoles muertos como lo había hecho vivo. Sin embargo, lo que resultaba evidente es que con él, caudillo por antonomasia, de la guerra de los Diez Años, morían, por el momento, buena parte de las esperanzas de la revolución.

Andando el tiempo, la figura de Agramonte, “de cuerpo delgado y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez”, pero, sobre todo, de un gran temple espiritual, duro y dulce a la vez, se iría afianzando como la encarnación del patriotismo cubano, más allá de la ideología de los diversos gobiernos que Cuba ha tenido desde su independencia”.

 

Obras de ~: Camagüeyanos, 7 de mayo de 1869; Patria y Mujer, La Habana, 1942.

 

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Emilio de Diego García