Codina Auguerolas, Buenaventura. Hostalrich (Gerona), 4.VI.1785 – Las Palmas de Gran Canaria, 19.XI.1857. Fraile paúl (CM), obispo de Canarias y misionero.
Tal vez influido por un tío paterno suyo, misionero paúl, se decidiera el joven universitario Buenaventura Codina a ingresar en la Congregación de la Misión en mayo de 1804. Cinco años más tarde, en 1809, recibió la ordenación sacerdotal y comenzó su labor misionera. Desde el punto de vista de la coyuntura política y religiosa, España ofrecía entonces un panorama borrascoso y preocupante para la Iglesia y las congregaciones religiosas.
Huyendo del peligro revolucionario, dejó Cataluña para refugiarse en Palma de Mallorca (1810), como tantos clérigos y laicos españoles tachados de antiliberales.
Cuando parecía que el cielo político estaba algo más despejado, fue enviado a Badajoz (1816), donde desempeñó la cátedra de Teología y prosiguió la obra de las misiones populares y ejercicios dirigidos al clero que le habían mantenido hasta entonces en continua actividad. El padre Codina fue llamado a Madrid en 1927, para ser el brazo derecho de su superior mayor, padre Fortunato Feu, en las gestiones obradas ante el rey Fernando VII para fundar en la finca de la calle del Barquillo (Madrid), adquirida con el dinero de la venta de la casa de Barcelona. Los paúles trataban de fundar en Madrid para atender de cerca a las Hijas de la Caridad, presentes en la Corte desde 1800, e incluso para extenderse ellos mismos con más facilidad por el resto de la geografía española, creando nuevas comunidades. Su presencia en Madrid data de 1828.
Todo cambió de rumbo al sobrevenir la revolución liberal; Codina, con otros muchos compañeros, hubo de emigrar a Francia (1835) y permanecer allí como profesor del seminario de Châlons hasta 1844 en que volvió, tras haber dado muestras poco comunes de “hombre capacitado” y resistente a los cambios de gobierno. Poco antes de huir a Francia, había entregado la casa recién fundada de la calle del Barquillo para hospital de coléricos, acción de caridad que libró a los paúles de la matanza de frailes en 1834.
Su nueva presencia en España obedecía a órdenes superiores que le obligaban a aceptar la dirección provincial de los misioneros paúles y de las Hijas de la Caridad (1844-1847). Los misioneros habían puesto sus ojos en él, como el más idóneo defensor de los derechos que les amparaban frente a las arbitrariedades de los gobiernos de turno. Gozaba, en efecto, de habilidad para introducirse en los ministerios, especialmente en los de Estado, Gracia y Justicia y de Ultramar para conseguir sus objetivos de superior provincial y la restauración de la congregación en España, suprimida en 1836.
El padre Codina avivaba el deseo de ver reagrupados en la provincia española a los misioneros dispersos por América, logro que no consiguió por falta de colaboración del superior general, padre Juan Baptista Etienne. En lo que no se vio frustrado fue en la recuperación del espíritu de la liturgia, no tanto como cumplimiento material de las rúbricas, sino de la vivencia de la palabra de Dios expresada en la administración de los sacramentos, y en su constante preocupación por los pobres y marginados de la sociedad: dos puntos clave de su acción pastoral.
En relación con las Hijas de la Caridad, destaca la fundación en Cuba (1846), apoyada por la reina Isabel II, fundación que llegó a ser floreciente, dando origen a una gran expansión misionera en las colonias españolas. No era tampoco ajeno a este movimiento misionero el Estado, “dispuesto a complacer en todo, a trueque de mantener la soberanía en aquellos países”. Luego vinieron las fundaciones en Filipinas y Puerto Rico y en otros lugares de ultramar, siempre por intereses creados del Estado español, que veía en las Hijas de la Caridad una eficaz ayuda para los hospitales militares y casas de beneficencia; por todas esas fundaciones fueran acompañadas, por parte de las Hijas de la Caridad, de un admirable espíritu misionero.
Enfrascado en estos asuntos de gobierno, el padre Codina, propuesto por Isabel II durante el ministerio de Narváez, fue sorprendido con la designación de obispo de Canarias en 1847. De nada le sirvieron sus excusas ante el Papa, el nuncio y la Reina, pues el 20 de febrero del año siguiente fue consagrado obispo en la catedral de San Isidro, de Madrid, por el nuncio Brunelli, con el que había mantenido antes estrechas relaciones y había negociado, con tiempo, puntos importantes acerca de la posible inclusión de la Congregación de los Padres Paúles en el concordato de 1851. El gozo y aplauso ante el nuevo obispo de Canarias fue unánime. Sólo el superior general, Juan Baptista Etienne —opuesto a que los misioneros aceptaran el nombramiento de obispo— disintió de la conducta del padre Codina, lo que supuso para el misionero español un gran sufrimiento.
Apenas vistió el pectoral, se encaminó a Las Palmas de Gran Canaria. La obra allí realizada ha quedado escrita en los anales de esta iglesia local, que hoy trabaja por elevarle a los altares. Su acción inmediata se centró en la formación de los candidatos al sacerdocio, programando los cursos de humanidades y cursos superiores de filosofía y teología de los seminarios menor y mayor que visitaba con frecuencia y para los que nombró superiores y profesores competentes en la materia que habían de impartir a los alumnos.
Lejos de dejarse absorber por esta necesidad urgente de la diócesis de Canarias, su acción pastoral se proyectó además hacia el pueblo pobre al que él mismo, con la ayuda de otros misioneros, evangelizó con palabras y obras de caridad. Apenas elevado al episcopado, había pedido misioneros paúles que le ayudaran a evangelizar las islas, pero le fueron negados; se dirigió entonces a los religiosos jesuitas y, sobre todo, al padre Antonio María Claret, que al poco tiempo llegó también a ser obispo de Santiago de Cuba y fundador de la Congregación de Misioneros del Inmaculado Corazón de María. Ambos arribaron al puerto de Tenerife el mismo día y en la misma embarcación (28 de marzo de 1848). Una íntima amistad unió a ambos prelados, gloria, los dos, del siglo xix español.
Otra amistad cultivada con esmero por Codina le relacionaba con el filósofo Jaime Balmes, cuyo libro La Religión procuró colocar en todas las casas de las Hijas de la Caridad cuando ejercía de director suyo, distribuyéndolo también por las casas de México; con este fin había conseguido de sus hermanos que trabajaban en Hispanoamérica la distribución de todas las obras publicadas en España del ilustre filósofo.
El espíritu caritativo y social de monseñor Codina queda reflejado en la carta que dirigió, en 1855, a las Cortes Constituyentes y en la que abogaba por las Hijas de la Caridad, amenazadas por las leyes desamortizadoras de los bienes que sostenían las casas de beneficencia, hospicios y asilos de ancianos impedidos y enfermos. Dicho con sus propias palabras, “casi todos los establecimientos de beneficencia han sido fundados en tiempo de mi dirección; sé cómo se hallaban antes de confiarlos a las Hijas de la Caridad, y no ignoro, ni ignora el público, cómo han mudado de aspecto después que ellas se han encargado de su administración económica”. La súplica de monseñor Codina fue atendida por una gran mayoría de diputados.
Su caridad no tardó en llegar a los rincones más remotos de su diócesis; en mula o a pie, allí se hacía presente donde la caridad le llamaba. Ya en vida fue públicamente aclamado como “padre de los pobres y desvalidos”. Su muerte fue llorada por todos los canarios.
Sus restos reposan en la catedral de Las Palmas.
Obras de ~: Expositio ascetico-moralis Pontificalis Romani, titulo de collatione Sacramenti Ordinis in gratiam adspirantium ad statum ecclesiasticum, Madrid, Eusebio Aguado, 1845 (Madrid, San Francisco de Sales, 1908).
Bibl.: P. Vargas, “Las Hijas de San Vicente de Paúl en España y sus Directores”, en Centenario de los Padres Paúles en Madrid, Madrid, [Voluntad], 1928, págs. 545-552; J. Herrera, Vida del Excelentísimo Señor D. Buenaventura Codina, Madrid, La Milagrosa, 1955.
Antonino Orcajo Orcajo, CM