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Dionisio Cimbrón Portillo

Biografía

Cimbrón Portillo, Dionisio. Autol (La Rioja), 1597 – Concepción (Chile), 19.IX.1661. Monje del Císter (OCist.), teólogo, abad de diversos monasterios, general reformador, obispo de Concepción (Chile), virrey de Chile.

Estudios modernos afirman que no nació en Cintruénigo —como se venía diciendo por la mayor parte de los escritores—, sino en Autol. Sus padres, Baltasar Pérez Cimbrón y María Portillo, formaban un matrimonio acomodado que pudo enviarlo a la Universidad de Salamanca, donde se graduó de bachiller y Cánones en 1618. El contacto con los monjes cistercienses del colegio de San Bernardo de la misma ciudad, lo influyó para inclinarse hacia la Orden del Císter, y dos años más tarde solicitó el ingreso en el monasterio de Osera. Le impuso el hábito el abad fray Atanasio Esparza y al año siguiente recibió su profesión.

Poco tiempo después fue enviado a los distintos colegios para completar su formación. Finalizada la carrera con lucimiento y una vez ordenado sacerdote, comenzó a prestar servicios: primero, maestro de estudiantes en Meira, cargo de gran responsabilidad, por tratarse de jóvenes distinguidos que estaban formándose, para que se mantuvieran fieles a las normas establecidas en la Orden. Poco después, al nombrar a fray Diego Jiménez abad de Xunqueira de Espadañedo (Orense) encargaron a Cimbrón que lo acompañara para desempeñar el cargo de prior. Tres años más tarde, juzgaron los superiores que debía pasar a ejercer este mismo cargo a su monasterio.

En el trienio 1635-1638 quedó constituido abad de Oseira, donde desarrolló una actividad llamativa. Fue una especie de entrenamiento para futuros cargos que lo aguardaban, porque los monjes, considerándolo persona tan equilibrada, desenvuelta y con una preparación cultural nada corriente, volvieron a solicitarlo para un segundo trienio (1641-1644). Aceptó el cargo como un acto de servicio a su monasterio, al que todo se lo debía, y contribuyó a exonerarlo de los graves problemas que pesaban sobre él; uno de ellos la solución de un enojoso pleito sobre el coto de Prado, asunto muy arduo, que Peralta califica de “negocio más importante que hasta ahora ha tenido Osera”.

Realizó además obras notables en las cuales no es posible detenerse, a no ser recordar que a él se debe la construcción de la actual fachada de la iglesia que todos pueden admirar.

La carrera de Cimbrón no pudo ser más espectacular. Cada trienio lo esperaba una nueva sorpresa, cada vez más difícil. Al finalizar un segundo mandato en Osera en 1644, se encaminó al Capítulo General de Palazuelos (Valladolid), bien ajeno a lo que allí lo aguardaba. Comenzó la asamblea con normalidad, siguiendo las normas establecidas. Llegó el día de nombrar general reformador de toda la congregación, y salió electo el monje de Oseira: así quedó constituido cabeza suprema de todos los monjes a quienes gobernó con el mayor acierto por espacio de un trienio, en el que se interesó por toda clase de problemas. Finalizado el mandato en 1747, de nuevo le confiaron la abadía, Santa Ana de Madrid, monasterio situado en la Corte, al que solían destinarse aquellos sujetos que habían ostentado el cargo de general, o se habían distinguido por su vasta cultura. Era un monasterio con pocos monjes, pero todos seleccionados por motivo de tener que codearse de continuo con personalidades de elevada alcurnia que estaban en las altas esferas del Estado. Es posible que este cargo fuera para Cimbrón de consecuencias inesperadas. Sabido es cómo el abad y los monjes de Santa Ana se veían precisados a predicar en los púlpitos más distinguidos de la Corte, ante un personal selecto. Aquí fue donde brillaron las excelentes dotes oratorias del monje ursariense, que tendrían muy en cuenta las altas jerarquías del Estado cuando llegara la hora de buscar sujetos para regir las diócesis. González Dávila apunta: “Siendo Cimbrón abad de Osera, teniendo noticia de sus muchas letras el arzobispo de Santiago de Compostela le pidió fuese a su iglesia a predicar el mandato.” Por los mismos días quedaron vacantes en Chile dos obispados y el Gobierno buscó personas aptas para cubrirlos. Entonces “[...] el rey y el Consejo de Indias pusieron sus esperanzas en el abad de Santa Ana, no sólo para que fuera obispo de Concepción, sino para que liderara también los trabajos de la recuperación del Sur de Chile, después del aparente éxito de la política de pacificación del marqués de Baides y de la igualmente aparente consolidación de la paz araucana en el primer trienio del gobernador Acuña y Cabrera.” Está probado que el nombramiento episcopal lo decepcionó totalmente, porque no lo esperaba y menos lo deseaba, porque iba en contra de sus planes.

Efectivamente, no era todavía muy anciano, pero llevaba muchos años de servicio activo y preocupante en la orden, y ya pensaba en una bien merecida jubilación, como solía ser norma en los abades de su categoría.

Con vistas a ello, había preparado en Oseira una celda adecuada para retirarse a ella el resto de sus días, a disfrutar de la paz monástica, que apenas había tenido tiempo de saborear a causa de tantos cargos. El nombramiento echaba por tierra todos sus planes y suponía tener que abrazarse con una cruz muchísimo más pesada que la que había llevado en los distintos monasterios donde había prestado servicios.

No se sabe la fecha de la partida. Sólo consta que la comunidad de Oseira tuvo que facilitarle medios económicos para poder adquirir las prendas distintivas de la nueva dignidad y para realizar el pasaje al nuevo destino. Embarcó rumbo a Chile lo antes que le fue posible, sin haber obtenido antes la bendición episcopal.

Aunque ningún autor hablara del lugar donde fue bendecido, luego se supo que la había recibido en América. La razón la da cierto autor, quien afirma que a los enviados a aquellas regiones no los bendecían en España, porque luego no querían ir. Nada de extraño tiene: ser destinado a regir una diócesis inmensa a aquellas dilatadas regiones, entrañaba una especie de martirio. Sorprende no poco esta novedad, y parece muy lógico que más de cuatro pusieran mil dificultades antes de embarcarse para su destino, por no sentirse con vocación de “mártires”.

Probablemente sea el desconocimiento de estos hechos lo que ha permitido la propagación, en los últimos tiempos, de la teoría según la cual los españoles tenían que pedir perdón por los abusos y atropellos cometidos en la América de la Conquista. Es cierto, hubo atropellos y abusos de todo género, pero no todos los españoles, ni mucho menos, fueron opresores de los indios; por el contrario, hubo un sector elevado de eclesiásticos —muchos millares— que bien pueden considerarse verdaderos mártires del deber, por lo que padecieron y lucharon en defensa de los derechos de los indios y en catequizarlos en la verdadera fe. Entre ellos puede figurar en primera fila el monje de Oseira. Para que se comprenda mejor ese género de martirio, baste decir que tardó tres años en llegar a su destino, años de pobreza y miseria, años saturados de dificultades de todo género; y luego de llegar al destino, encontrarse con una diócesis en la que tenía que partir de cero, porque solamente había pasado por ella un obispo que apenas pudo hacer nada a causa de las guerras intestinas. Las penalidades que en Concepción le aguardaban a Cimbrón, no están descritas.

A ellas hay que unir las salidas del mar, los terremotos y otros accidentes naturales que se cebaron contra la población, sumida en la extrema miseria. Su pensamiento volaría a su amada celda de Oseira y la añoraría con nostalgia; pero estaba cumpliendo la voluntad de Dios y de la Iglesia, y allí perseveraría hasta el último aliento, sin poder volver ya a contemplar las risueñas tierras de la amada patria.

A los ocho años de haber tomado posesión de la diócesis, consumido de trabajos y penalidades, rendía tributo a la muerte el 19 septiembre de 1661, a los sesenta y cuatro años. Ni siquiera llegó a enterarse de que el Gobierno de Madrid, agradecido por sus acertadas gestiones en todos los asuntos y su incansable actividad en la defensa de los derechos de los indios, lo había nombrado virrey de aquellas tierras. Fue un honor bien merecido y ganado a pulso, aunque probablemente no le hubiera hecho mucha ilusión. Unos días antes de su muerte había hecho testamento en el que hacía constar la deuda de 3.500 pesos de a ocho reales que le habían facilitado los monjes de Osera para que realizara el viaje y se comprara ropa, cantidad sin la cual le hubiera sido imposible llegar a su destino. Quería que se devolvieran con toda puntualidad al monasterio, pero la verdad es que nunca llegó ese dinero, como tampoco sus restos, que hubieran preferido dormir el último sueño en Oseira, por más que había dispuesto que se cancelase la deuda sacándola de sus ahorros.

No consta ninguna obra propiamente dicha, por no figurar Cimbrón en la lista de escritores de la Orden: no tuvo tiempo de dedicarse a escribir, dadas sus apremiantes ocupaciones en el paso por los distintos cargos desempeñados. Sin embargo, debe figurar con justicia en el número de los escritores, porque en el Episcopologio chileno, 1561-1815 (Matthei, 1992: 417-554), se encuentra una cantidad asombrosa de cartas del obispo Cimbrón al Gobierno, y una serie ininterrumpida de memoriales elevados también al Gobierno, en los cuales expone los principales problemas que padece la diócesis, los continuos abusos de los blancos contra los indios, la explotación de muchos de ellos, sobre todo mujeres, a quienes privaban de libertad. El obispo Cimbrón fue un gran bienhechor de los indios, luchó para mejorar su suerte y trató de liberarlos de la opresión. Fue un auténtico pastor de almas. Razón tuvo el Gobierno para premiar su labor apostólica y humanitaria, nombrándolo virrey de Chile, aunque al llegar el nombramiento ya se hallaba en la eternidad, habiendo sucumbido a causa de una epidemia.

 

Fuentes y bibl .: Archivo Histórico Nacional (Madrid), códice 15-B, fols. 51-52; Biblioteca del Monasterio de San Isidro de Dueñas, Synopsis monnasteriorum Congregationis Castellae de Bernardo Mendoza, ms., s. f., págs. 72-73.

T. de Peralta, Fundación, antigüedad y progresos del imperial monasterio de Osera, vol. II, Madrid, Melchor Álvarez, 1677, cols. 34 y 35 (Santiago de Compostela, Consellería de Cultura e Comunicación Social, 1997); E. Martín, Los bernardos españoles, Palencia, Gráficas Aguado, 1953, pág. 65; H. de Sá Bravo, El Monacato en Galicia, vol. II, La Coruña, Librigal, 1972, pág. 229; A. Linage Conde, El Monacato en España e Hispanoamérica, Salamanca, Instituto de Historia de la Teología Española, 1977; D. Yáñez Neira, “Fray Dionisio Cimbrón”, en Cistercium (1979), págs. 163-168; M. Matthei, “Dionisio Cimbrón”, en C. O. Cavada (dir.), Episcopologio chileno, Santiago, Ediciones de la Universidad Católica de Chile, 1992, págs. 417-554; D. Yáñez Neira, “El Monasterio de Oseira cumplió ochocientos cincuenta años”, en Archivos leoneses, 85-86 (1989), págs. 214-216.

 

Damián Yáñez Neira, OCSO

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