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Antonio Jerónimo Tavira y Almazán

Biografía

Tavira y Almazán, Antonio Jerónimo. Iznatoraf (Jaén), 30.IX.1737 – Salamanca, 7.I.1807. Teólogo, catedrático, capellán y predicador real, obispo de Canarias, Osma-Soria y Salamanca.

Perteneciente a la nobleza rural más linajuda, el futuro obispo jansenizante demostró desde la infancia abundantes dotes para el estudio, en el que se introdujo de la mano de su muy culto progenitor, guía y mentor de sus primeros pasos educativos. Tras una considerable pero poco documentada estancia en el que muy pronto sería el más famoso Seminario de la Iglesia borbónica —el murciano de San Fulgencio—, alcanzó en la Universidad de Baeza los títulos de bachiller en Artes y Filosofía y en el mismo mes —septiembre de 1761— se recibió nemine discrepante de bachiller en Teología. Adentrado ya en la carrera de los honores y títulos, un mes más tarde recibió el hábito de Santiago otorgado por la casa matricia de la Orden: el convento conquense de Uclés. Un bienio más tarde, se residenció en el Colegio Militar del Rey, de Salamanca a fin de proseguir sus estudios de Teología. Durante casi una década vivió con especial intensidad el ambiente intelectual de la más célebre Alma Mater española, respirando sus mejores auras, transmitidas por los catedráticos mas afectos a las “Luces”, muy singularmente el carmelita calzado Bernardo Agustín de Zamora, quien constituiría en adelante un permanente objeto de referencia en la existencia de Tavira. Obtenido el doctorado en Teología a finales de diciembre de 1764, continuaría con ahínco su instrucción en lenguas orientales —llegó a ser un consumado especialista en árabe— y en el conocimiento de los saberes bíblicos al tiempo que se encargaba de la docencia de algunas de estas materias.

En 1771 obtuvo en propiedad la Cátedra de Vísperas de Teología. Mucho antes de ello Tavira se había convertido en uno de los protagonistas más sobresalientes de la densa atmósfera reformista de la Salamanca del obispo castellonense Felipe Bertrán y del gran humanista, también nacido en Castellón, Francisco Pérez Bayer, adunando amistades y relaciones de capital importancia en su futuro como la del ministro carlotercista de Gracia y Justicia, el navarro Manuel de Roda Arrieta (1708-1782).

Justamente la muy famosa y aireada reforma de los colegios mayores tan deseada por este político como por las esferas gobernantes madrileñas y diseñada por la que el mencionado catedrático salmantino Pérez Bayer tuvo en Tavira, estrecho colaborador de éste, uno de sus más decididos promotores, aquistándole notable crédito en la Corte. Deseoso de mayores horizontes para su actividad reformadora y espoleado probablemente de legítima ambición para su ya abrillantado cursus honorum eclesiástico e intelectual, Tavira renunció a su recién conquistada cátedra salmantina para trasladarse a Madrid, una vez lograda, previo el correspondiente concurso, la primera de las cuatro cátedras de capellán de honor de Su Majestad reservadas a los componentes de la Orden de Santiago (27 de octubre de 1772). Sin tardanza, según su costumbre, solicitó una plaza de miembro supernumerario de la Real Academia Española, a la que ésta accedió el 25 de mayo de 1773, para elegirlo como uno de sus integrantes en noviembre de 1775. Hasta que por su celebrada elocuencia y descollante formación Carlos III le distinguiera —ya en las postrimerías de la vida del Monarca— como el predicador por excelencia de su Corte, el capellán real desplegó una trepidante tarea en los círculos intelectuales y religiosos de Madrid, esparciendo la semilla del movimiento projansenista de tan amplio eco en los sectores más exigentes del clero ilustrado así como en buena parte de los medios políticos y culturales avanzados. En su quindecenio madrileño otros trabajos de carácter administrativo y burocrático reclamaron igualmente su atención. Así, fue muy asidua su labor como inspector en las visitas secretas que los superiores de su Orden santiaguesa le encomendaran para auscultar el estado de varios sus conventos, cumpliendo su cometido con rigor aliado con su ponderada prudencia. Pues, en efecto, sus más encendidos panegiristas coetáneos no dejarían nunca de enfatizar la cautela revelada por Tavira en su indesmayable afán reformista. Consciente del vigor de las fuerzas contrarias y de las muchas críticas suscitadas por su propia labor en los ambientes reaccionarios, atuvo su empeño a las condiciones de un país y un tiempo que no permitían “hablar con libertad”.

Razones diversas motivaron la anuencia de Tavira a su elección en abril de 1788 como prior trienal del Convento Real de Uclés. No todas provinieron del cálculo político o de la dosificación de su inocultable ambición. Su inembridable inclinación por el estudio y la sincera afección por su Orden le llevaron también a encargarse con gozo de una misión en que revalidaría sus envidiables capacidades de intelectual doblado en hombre de acción. Su nueva responsabilidad le condujo a dar respuesta eficaz a parte de los desafíos con los que enfrentaban la Orden de Santiago y todas las instituciones de igual índole en una España en la que el criterio de utilidad era el más cotizado en sus círculos dirigentes más adictos al progreso.

De este modo, los archivos de la memoria de su Orden, pero también los de compraventa, el catálogo de los maestros santiagueses y el de las obras de reconstrucción de algunos de sus edificios así como la no corta lista de los trabajos que debiera acometerse para acrecentar el rendimiento de las posesiones y bienes rústicos de la institución se beneficiaron de la gestión de su prior. Sus medidas e iniciativas en tan variado campo de problemas se descubrieron por lo común acertadas, fruto siempre de un esfuerzo concienzudo y de un innegable conocimiento de sus diversas facetas.

Esta otra etapa de su existencia se saldaba, pues, con balance, en conjunto, positivo y, desde luego, con muy grato recuerdo personal, conforme Tavira habría de manifestar posteriormente en diversas ocasiones, a causa sobre todo del tiempo que consagrara al estudio y la lectura reposada. Probada así sus facultades como hombre de gobierno, la cita con el episcopado resultaba insoslayable, al menos para las esferas rectoras. Ya en sus días madrileños amigos y admiradores encumbrados en ellas intentaron infructuosamente su aceptación de sedes como la malagueña y varias castellanas —Valladolid, Segovia, Zamora...—; ahora, sin embargo —postrimerías de 1790—, dio su aquiescencia a la propuesta real para la silla canaria. ¿Enigma psicológico?; ¿presiones irresistibles? Lo cierto es que el aleguí de una eventual creación bajo su férula de una Universidad en las Islas Afortunadas debería sin duda espolear su asentimiento.

El quinquenio que cubre el episcopado canario de Tavira fue muy fructuoso personal e institucionalmente.

Sus aptitudes para regir una diócesis tan extensa y variada quedaron bien patentes a través del denodado esfuerzo pastoral que realizara en las sietes islas, visitadas exhaustivamente hasta llegar en ocasiones a la extenuación; mientras que sus relaciones con el Cabildo capitular y las autoridades civiles fueron también modelo de concordia y diplomacia. Naturalmente, los problemas no faltaron en un archipiélago cada vez más importante a medida que su posición geográfica y estratégica se revalorizaba de modo espectacular como consecuencia en ancha medida de un tráfico ultramarino —de productos agrícolas y manufactureros pero también humano: trata de negros...— en imparable auge. Como buen ilustrado, el obispo se afanó por paliar la gran pobreza física —a las veces, terebrante incluso— y espiritual de gran parte de sus diocesanos por medio de actos y gestos cargados de simbolismo en muchas ocasiones.

Paradójicamente, las mayores dificultades arrostradas en su gobierno sobrevinieron del lado académico a la hora de establecer la ansiada Alma Mater.

El enconado pleito entre La Laguna —asiento en época pasada de un establecimiento docente superior regentado por Orden Agustina— y Las Palmas —aspirante a la erección en ella de una Universidad a la altura del tiempo— entibió los ánimos del obispo, encargado por la Corona de establecer su Plan de Estudios, en el limbo aún cuando Tavira partiera hacia la Península en mayo de 1796 para una nueva etapa en su itinerario episcopal.

Junto a razones de salud, otras de alta política concurrieron en el nombramiento de Tavira para rectorar la venerable sede de Burgo de Osma. Su insistentemente rumoreada designación como gran inquisidor jugó en dicho traslado un destacado papel. Pero si luego, también sin duda por arcana imperii, tal nominación no llegó a producirse, el lance incuestionablemente de mayor trascendencia religiosa e intelectual de su breve pontificado soriano se revelaría de singular importancia para el porvenir del Santo Oficio.

Efectivamente, en marzo de 1798, a requerimiento de su gran amigo Jovellanos —por aquel entonces ilusionado ministro de Gracia y Justicia—, redactó un largo escrito en el que el famoso Tribunal de la Fe quedaba por entero descalificado en sus funciones e historia, preconizándose, conforme a la mentalidad jansenista más clásica, la restitución de sus atribuciones a los obispos. Aunque inédito, el texto fue conocido en las esferas gobernantes y eclesiásticas, contribuyendo decisivamente a asestar un golpe mortal a la institución en la opinión ilustrada del país.

En su segunda experiencia episcopal y pese a sus largas estancias en la Corte, Tavira puso en marcha un programa pastoral idóneo para galvanizar las energías de una diócesis tradicional y netamente agraria. Contó para ello con la cooperación de un Cabildo y un sacerdocio de los que, así como del conjunto de su grey, conservó invariablemente un grato recuerdo. El pasto espiritual de unos fieles de acendrada identidad cristiana, los estudios de un Alma Mater modesta pero vigorosa y el desarrollo de las fuentes de riqueza de una región con grave peligro de estancamiento, centraron los trabajos y los días de su fugaz prelado. Estimulado por su recepción como miembro numerario de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando, se aprestó, en el verano de 1798, a disponer la partida para su querida Salamanca, etapa final de su recorrido episcopal y existencial. Al Bossuet español, según la conocida frase de Jovellanos, su entusiasta preconizador para dicha sede, era justo encomendarle la hoja de ruta de la Sorbona española...

Esta, sin embargo, habría de resistir con éxito la aplicación del proyecto reformista que Tavira, a instancia de su resuelto protector, aspiraba a materializar. La defenestración de Jovellanos y la cerrada oposición que encontrase en un claustro enteramente ganado por el corporativismo más reaccionario, disuadieron a un Tavira frustrado por la desaparición del espíritu palingenésico y renovador de sus tiempos de estudiante y catedrático en sus aulas. La reacción general que envolviera al país en el cruce del xviii al xix vendría a contribuir también de modo determinante al fracaso de su empresa. El propio obispo fue testigo, protagonista y víctima del cambio de clima cultural y político.

Comprometido a fondo en la línea jansenizante con la polémica religiosa y doctrinal más famosa del Setecientos —la provocada por el decreto del ministro de Gracia y Justicia, el bilbaino Mariano Luis de Urquijo, en torno a las dispensas matrimoniales dado pocos días después de la muerte de Pío VI (5 de septiembre de 1799)—, estuvo a punto de ser encausado por la Inquisición, siendo objeto de ásperas diatribas por los muy poderosos sectores ultramontanos.

La energía represada en la vida intelectual se vertería por entero en un Tavira cada vez más intimista y hermético a obras netamente pastorales. Entre ellas ocupó sobresaliente puesto la incansable solicitud por los menesterosos y, consiguientemente, la atención por los lugares y establecimientos de beneficencia, asilos y hospitales, estos últimos de manera muy específica.

 

Bibl.: J. A. Vicente Bajo, Episcopologio salmantino desde la antigüedad hasta nuestros días, Salamanca, Imprenta de Calatrava, 1901; V. Núñez Marqués, Guía de la Catedral del Burgo de Osma y breve historia del Obispado de Osma, Madrid, Gráficas Onofre Alonso, 1947; J. Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del xviii, México, Fondo de Cultura Económica, 1956; L. Salas Balust, Visitas y reforma de los Colegios Mayores de Salamanca en el reinado de Carlos III, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 1958; A. Muriel, Historia de Carlos IV, Madrid, Atlas, 1959; R. Herr, España y la revolución del siglo xviii, Madrid, Aguilar, 1964; E. Appollis, Les jansénistes espagnols, Bordeaux, Société Bordelsise de Diffusion de Travaux des Lettres et Sciences Humaines, 1966; J. Saugnieux, Un prélat éclairé: Don Antonio Tavira y Almazán (1737-1807). Contribution à l’étude du jansénisme espagnol, Toulouse, France-Ibérie Recherche, 1970; J. M. Cuenca Toribio, Aproximación a la historia de la Iglesia española contemporánea, Madrid, Pegaso, 1979; Sociología del episcopado español e hispanoamericano (1789-1985), Madrid, Pegaso, 1986; L. E. Rodríguez San Pedro (coord.), Historia de la Universidad de Salamanca. Vol. I: Trayectoria histórica e instituciones vinculadas, Salamanca, Ediciones Universidad, 2004.

 

José Manuel Cuenca Toribio