Lecina Aguas, Teresa Manuela. Besians (Huesca), 6.VIII.1760 – Madrid, 24.VII.1818. Hija de la Caridad de San Vicente de Paúl (HC), primera superiora provincial de España.
Nació en el seno de una familia de buena posición, cuyos ascendientes procedían de una familia noble de la Boltaña, con escudo de armas propio, según se narra en la revista Linajes de Aragón. Sus padres, José Lecina Salillas y Tomasa Aguas Lacambra, eran propietarios de extensas tierras de cultivo en el alto Aragón.
Manuela ocupaba el tercer lugar entre seis hermanos.
Dada la cercanía entre Besians y Barbastro, alrededor de treinta kilómetros, y las posibilidades de estudios que tenía entonces la ciudad barbastrense, es muy probable que realizase sus estudios en esta ciudad. Su facilidad para la redacción, su escritura clara y concisa, su precisión en la forma de llevar la contabilidad y su forma de organizar las escuelas, manifiestan una cultura poco común con relación a las jóvenes de su época.
En Barbastro había una comunidad de misioneros de la Congregación de la Misión o Paúles desde 1752.
Por ellos tuvo conocimiento de la Compañía de las Hijas de la Caridad a través de un folleto editado por el padre Fernando Nualart (1782) que divulgaba la vocación y finalidad social del Instituto. Convencida de que Dios la llamaba a esa vocación se dirigió hacia Barcelona, acompañada de su amiga Esperanza Blanc.
En esta ciudad se había establecido la Congregación de la Misión (1704), de la que era entonces superior local y provincial el padre Nualart, quien reunió e instruyó inicialmente a las seis primeras postulantes españolas, cuatro catalanas y dos aragonesas, entre las que se encontraba Manuela. Para conocer bien la vocación partieron para Narbona (Francia), el 18 de marzo de 1782, acompañadas del mismo padre Nualart.
El objetivo de su largo viaje de cinco días, desde Barcelona hasta Narbona, era instruirse en el espíritu, fin y actividades del Instituto. A los coetáneos de aquellas jóvenes les pareció una osadía sin precedentes.
Iban movidas por el deseo de dar respuesta a la vocación recibida de entrega a Dios para hacer el bien a los más necesitados. Después de seis meses de estancia en el Hospital de Narbona compartiendo vida y trabajo con aquella comunidad, Manuela y sus cinco compañeras se dirigieron a París para ser Hijas de la Caridad y continuar su formación inicial. Fueron recibidas por la superiora general, sor Magdalena Drouet (1778-1784), en la casa madre de la Compañía, ubicada entonces en el barrio de San Dionisio, en el entorno de la parroquia de San Lázaro.
Ingresó en la Compañía el 25 de agosto de 1782 y, después de un tiempo de formación en el seminario de la casa madre, fue destinada al Hospicio Petites- Maissons, ubicado en el centro de la capital parisina.
Allí aprendió la organización de la acción social a favor de los niños abandonados, actividad que desplegó unos años después en la Real Inclusa de Madrid (1800-1818) como actividad preferente. En 1789 le sorprendió el estallido de la Revolución Francesa en París. El temor surgido ante este acontecimiento ocasionó la protección de algunas personas influyentes que se interesaron por la vuelta a España de las seis hermanas españolas. Entre los benéficos gestores se encontraban el marqués de Sardañola, el conde de Fernán Núñez, embajador de España en París, y el conde de Lacy, capitán general de Cataluña. En primavera (26 de mayo de 1790) regresaban de nuevo a Barcelona para prestar sus servicios sanitarios y sociales en el Hospital de la Santa Cruz de la ciudad. Los inicios tuvieron buenas expectativas, pero los administradores no comprendieron la identidad y el estilo de la comunidad y pronto surgieron intromisiones y conflictos. Sor Manuela luchó incansablemente para mantener la fidelidad al espíritu y al fin de la Compañía, razón por la que se vieron obligadas a dejar el hospital y el servicio a los niños abandonados y enfermos (24 de junio de 1792).
La dispersión de las seis hermanas y dieciséis postulantes admitidas dio lugar a nuevas fundaciones: escuelas de San Vicente en Barbastro y hospital e inclusa de Lérida (1792), hospital de Reus (1793). Sor Manuela fue la superiora de la comunidad de Barbastro y directora de las escuelas, y a partir de 1793 la primera visitadora o superiora provincial de las comunidades establecidas en España. Así fue reconocida en los documentos del Archivo Histórico Nacional sobre las gestiones realizadas ante el Rey y el Consejo de Castilla.
En Barbastro actuó como maestra ejemplar e hizo de las tres comunidades focos de formación y aliento de las nuevas vocaciones. A finales del siglo xviii el rey Carlos IV solicitó a las Hijas de la Caridad para atender la inclusa de Madrid y fue designada ella con otras cinco compañeras jóvenes para esta fundación en la capital del reino. Con interés y responsabilidad preparó a las hermanas, el viaje y los reglamentos.
Tras un viaje de tres días en calesa desde Zaragoza a Madrid, se instalaron en la inclusa el 3 de septiembre de 1800. La situación sanitaria y educativa del establecimiento era lamentable, hasta el punto de que la mortalidad infantil sobrepasaba las mil quinientas defunciones anuales por falta de atención y recursos.
Inmediatamente, sor Manuela y sus compañeras se pusieron a cuidar a los niños con solicitud maternal.
Pidió un lugar más espacioso y ventilado y solicitó a la junta protectora de la institución los recursos necesarios. Sólo unos meses después logró realizar el traslado de los niños desde la Casa de la Puerta del Sol a la calle del Soldado en el barrio de Barquillo.
Preocupada por la vida, la educación y la promoción social de los niños sin hogar, enseguida pidió al rey Carlos IV la construcción de un nuevo edificio en la calle del Mesón de Paredes, con instalaciones semejantes a las que ella había visto en París: salas para acogida, higiene, dormitorios, comedor y recreo, además de patios y escuelas con talleres anexos a las mismas. Poco antes del traslado de los niños, a finales de 1801, consiguió interesar a los vecinos del barrio de Lavapiés sobre la finalidad de la institución.
Estos vecinos participaron en el traslado gratuito de los niños, unos con sus carretas y tartanas, otros con la fuerza de sus brazos y todos con mucha solidaridad.
Sor Manuela se entregó de tal modo a los niños que en poco tiempo logró duplicar el número de hermanas, proporcionar instrucción a las amas de cría, una provisora de recursos, dos enfermeras, cuidadoras de día y de noche, dos buenas cocineras y las maestras de párvulos necesarias para enseñar a leer y escribir a todos los niños. Consecuencia de sus desvelos y de la buena organización fue la rápida disminución de la mortalidad infantil, hecho que el rey Carlos IV quiso recompensar con el establecimiento de un noviciado o seminario central en Madrid para la formación de las nuevas vocaciones. Este seminario gozó de la protección real desde su fundación el 3 de marzo de 1803, razón por la que se llamó Real Noviciado de las Hijas de la Caridad.
La dedicación de sor Manuela y su compañera sor Rosa Grau a la inclusa fue recogida en un grabado de la época (1801), realizado por el grabador catalán Muntaner por encargo de la Junta de Señoras de la Institución. Con el paso del tiempo, sor Manuela anexionó a la inclusa el colegio de Nuestra Señora de la Paz, en el que se impartía enseñanza primaria, cultura general, labores y bordados, dibujo, música y otras enseñanzas profesionales y artísticas. Y junto al colegio se instalaron talleres de formación y empleo, siendo ella promotora y alma de esta obra educativa y social. Los primeros reglamentos de la inclusa, del colegio y de los talleres son obra suya. En ellos manifestó su talante organizativo, su preocupación por la educación integral y promoción social de los niños y niñas de la inclusa. Durante la invasión francesa y la Guerra de la Independencia (1808-1813), destacó por su abnegación y heroísmo, y se atrevió a solicitar al rey José Bonaparte, para los niños y amas de cría, la misma ración de pan y carne que se destinaba a los soldados. Fueron éstos años difíciles y duros, hasta el punto de verse obligada a vender los cálices destinados al culto para poder socorrer a los niños y hermanas enfermas. Terminada la guerra, ella misma cayó enferma y tuvo que marchar a su tierra natal acompañada de su hermana, sor Basilia Lecina, para reponerse (1814-1816).
El establecimiento del Real Noviciado fue ocasión de duras pruebas para sor Manuela. El rey Carlos IV confió las gestiones a Francisca María Dávila y Carrillo de Albornoz, condesa de Trullás y Torreplana, viuda del general Ricardos. Esta ilustre señora trabajó incansablemente, tanto con los superiores generales de París como con los de España, logrando hacer realidad el proyecto. Pero pronto dio lugar a intromisiones indebidas y conflictos, apoyada por sor Lucía Reventós, directora del seminario o maestra de novicias. Las gestiones de ambas dieron como resultado el hecho de que el arzobispo de Toledo, cardenal Luis de Borbón, pusiera a las hermanas bajo su autoridad (1804-1818). La situación del noviciado fue considerada por sor Manuela como infidelidad al legado de los fundadores que ella defendió con lealtad y firmeza. Para ello, durante su convalecencia en Zaragoza y Barbastro, mandó traducir del francés al español las reglas de la Compañía dadas por san Vicente de Paúl y seguidamente ordenó su impresión (1815), logrando poco después su aprobación por el Consejo de Castilla. En sus acciones de defensa del carisma e identidad de la Compañía se vio apoyada por los misioneros padres Felipe Sobiés, José Murillo y Francisco Campodrón, y también por el obispo de Lérida, Jerónimo de las Torres. Gracias a su empeño, paciencia y lealtad, logró que el papa Pío VII, mediante la bula Postquam Superiori, volviera a poner a todas las hermanas bajo la autoridad del superior general de la Congregación de la Misión como sucesor de san Vicente de Paúl. Esta bula fue expedida en Roma el 23 de julio de 1818, víspera de la muerte de sor Manuela. El hecho se ha leído históricamente como profecía y anuncio victorioso de su muerte.
Su correspondencia con los miembros del Consejo de Castilla puso de relieve su prudencia en el arte de gobernar, su talante conciliador y sobre todo su caridad cristiana. Todos los historiadores de las Hijas de la Caridad y su primer biógrafo, Pedro Vargas, han destacado la importancia de su labor en la solidez del establecimiento de la Compañía en España. Su influencia posterior se hizo notar pronto en la organización de inclusas, hospicios, casas de misericordia y centros de acogida y educación de menores. De sus gestiones, escritos y buen hacer bebieron algunas fundadoras españolas de nuevas congregaciones religiosas de vida apostólica nacidas por aquellos años con el carisma de la caridad.
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Ángeles Infante Barrera, HC