Castillo de la Concha, Francisco. Señor de la Torre del Garro. Aguilar de Campoo (Palencia), s. t. s. xvii – Bogotá (Colombia), 6.XI.1685. Presidente de Capa y Espada del Nuevo Reino de Granada, gobernador, caballero de la Orden de Santiago.
Aunque se desconoce su biografía anterior a la llegada a América, estudió indudablemente Leyes en España, quizá en Valladolid, pues su condición de letrado, unida a sus dotes de caballero de Santiago y de hombre recto y defensor del orden, determinaron su nombramiento en abril de 1678 como gobernador del Nuevo Reino de Granada y presidente de la Audiencia de Santa Fe. En esta Audiencia existían acusaciones contra varios oidores que habían abusado de sus facultades, tras la vacante del arzobispo-presidente Liñán de Cisneros, que debían ser verificadas mediante juicio de residencia. Castillo tardó cerca de un año en arreglar sus asuntos (debía de ser hombre de ciertos recursos), incluido el testamento, y en realizar el largo viaje a su destino. Se posesionó del cargo en Santa Fe el 6 de enero de 1679. Groot cometió el error de fijar esta fecha un año antes, el 4 de enero de 1678, cosa que aceptó Ibáñez, pero Restrepo Sáenz y Miguel Aguilera rectificaron a los anteriores basados en un testimonio del cronista padre Zamora, según el cual este presidente tomó posesión cuatro días antes de la muerte de un religioso de su Orden, cosa que ocurrió el 10 de enero de 1679.
Castillo llevaba la comisión de hacer el juicio de residencia a los oidores Larrea, Ibáñez y Pallares, pero hasta el mes de marzo de 1679 no le llegó la cédula con las instrucciones pormenorizadas de la forma en que debía proceder, por lo que pospuso su actuación hasta entonces. La inició con la lectura de las dos cartas enviadas al Consejo por Mata Ponce de León, que reconoció su firma y autoría. El juez ordenó entonces que los dos acusados principales, Larrea e Ibáñez, abandonaran la capital y se trasladaran a otros lugares para que no pudieran influir en los testigos. Larrea fue enviado a Sogamoso e Ibáñez a Cáqueza. Pese a todo, Larrea trató de influir sobre ellos a través de su apoderado a Juan de Escobar, procurador de número de la Real Audiencia. Se procedió entonces a escuchar las declaraciones sobre los veintidós capítulos de que constaba la acusación. Algunas eran muy graves.
Larrea había vendido los cargos de gobierno de Sáchica, Chivatá, Bosa, Ubaté, Paipa y Sogamoso; Larrea e Ibáñez habían contratado conjuntamente la encomienda de Chita en cuatro mil pesos, que cedieron luego a Pedro Zapata, que pagó por ella como si fuera compra. Sólo pudo recabar dos mil pesos, y con dificultades.
Quedaron evidencias de que los funcionarios citados aceptaron cohechos, sobornos y dádivas en dinero, Larrea sobre todo. También se comprobó que tanto Larrea como Ibáñez tenían casas de juego en sus domicilios, adonde acudían los litigantes para perder su dinero a cambio de la posibilidad de recibir luego un fallo favorable en los pleitos que pasaban a la Audiencia.
Larrea elevó una súplica al presidente el 1 de marzo de 1679 para que le cambiara el lugar del confinamiento, ya que, según afirmaba, Sogamoso no tenía condiciones apropiadas para vivir, especialmente su familia.
En uno de los párrafos decía: “Las mercaderías, me dice el padre Doblado, que ha quince días llegó a esta guardiania, que se compone de cabuyas, cinchas y jáquimas, ollas y un género que llaman futres, algunas turmas y que pocas veces las traen, pan muy malo y muchos mestizos, que los más dicen son cuatreros, que no dejan caballo, ni mula, segura”. Ibáñez pidió igualmente traslado desde Cáqueza a causa de su enfermedad, cosa que acreditaba adjuntando un certificado del cura de la población. Se le concedió la merced y regresó a la capital, pero murió a los pocos días, procediéndose a embargarle los pocos bienes que tenía.
Las acusaciones contra Larrea pudieron comprobarse en su mayor parte y fue condenado a pagar una multa de mil pesos y los daños y perjuicios causadospor las demandas. Todavía le pareció un veredicto excesivo y decidió fugarse de Sogamoso y regresar a España para suplicar clemencia. Castillo no pudo localizarle, pese a haber notificado su fuga a todos los puertos. Restrepo Sáenz nos informa que viajó a España, donde “consiguió no sólo enderezar su causa, y que el Consejo le diera por buen ministro, sino además que se le ocupara en el honorífico empleo de oidor y alcalde de corte de la Real Audiencia de Quito”. Volvió a América en 1684 y llegó a Santa Fe el 13 de marzo de 1685, donde permaneció más de un año, aunque seguía gobernando el presidente Castillo, que trató inútilmente de obligarle a abonar la multa que le había impuesto. Se las ingenió para no pagarla y se fue a Quito, donde era oidor en 1689. Los tiempos habían cambiado mucho. Un siglo antes Larrea habría pagado sus delitos con la horca.
La desfachatez de Larrea debió agravar la depresión de Castillo, que fue acusado de hipocondríaco por el cronista fray Alonso de Zamora: “padecía con rigor el funesto achaque de hipocondría, y entre las de sus lóbregas aprensiones tuvo la de que todos, o los más, le faltaban a la verdad”, enfermedad que aceptaron sin la menor crítica los historiadores neogranadinos Groot, Ibáñez, etc., atribuyendo al presidente un humor atrabiliario, como se puso de manifiesto en el caso del escribano Juan de Arenas, a quien tuvo preso y embargó sus bienes por no poder encontrar un expediente que apareció luego en la escribanía de Juan Flórez de Ocáriz, pero aunque este hecho fue un error del presidente, no justifica que padeciera tal enfermedad. Era un hombre retraído y solitario, pero ciertamente las circunstancias favorecieron tal situación. Tras el asunto de Larrea e Ibáñez se quedó prácticamente sólo en la Audiencia, pues el oidor Mata Ponce de León se fue a España por asuntos de real servicio, sin que pudiera declararse su plaza vacante. El único oidor que la asistía era Pallares, de quien desconfiaba Castillo por haber estado implicado en las acusaciones de juegos clandestinos. Otro oidor era Juan de Mier y Salinas, pero se ausentó de Santa Fe a fines de 1679, apenas posesionado del cargo, y no volvió al mismo hasta mayo de 1681.
El que permanecía en su cargo era el fiscal Prado y Plaza, pero tampoco era del agrado de Castillo. De aquí que se hubiera vuelto tan solitario y receloso, máxime esforzándose siempre por cumplir su obligación ante el Rey. Esta situación mejoró a fines del mandato, pues el oidor Antonio Pallares fue enviado a Lima como alcalde del Crimen y llegó en su reemplazo Sebastián Alfonso de Velasco. En 1685, último año del mandato de Castillo, llegaron los oidores Juan Garcés de los Fayos, Francisco Carcelén de Guevara y Francisco López de Dicastillo, así como el fiscal protector de indígenas Antonio de la Pedrosa y Guerrero.
Otro asunto que amargó a Castillo su mandato fue el de Lage y Sotomayor, en el que tuvo que intervenir a petición del presidente Munive de Quito. Este Domingo de Lage y Sotomayor —así se firmaba— fue un aventurero que se presentó en Quito en septiembre de 1679 vestido ostentosamente de militar y se hospedó en el palacio obispal, convenciendo al obispo Alonso de la Peña Montenegro (un anciano bondadoso) de unos supuestos meritos académicos como graduado en Derecho y recibido en las cuatro órdenes menores y tonsura en Tuy. El prelado le nombró provisor y el pícaro aprovechó para someter al clero quiteño a una dictadura eclesiástica, cometiendo toda clase de arbitrariedades. Su atrevimiento suscitó el bulo de que tenía altísimos y grandes poderes secretos. La Audiencia terminó por pedirle sus títulos, comprobando entonces que eran falsos.
Se pidió al obispo su destitución y Lage huyó hacia Santa Fe, pero perseguido por las acusaciones del presidente Antonio Munive de haber desobedecido al virrey de Lima, fraude a la real hacienda y falsificación de documentos. Además se había comprobado que no era clérigo y apenas tenía unas órdenes menores, estando además casado en Cádiz. Lage llegó a Pasto, donde se presentó como visitador del obispado, pero se le enfrentó el vicario y juez eclesiástico, por lo que siguió a Neiva, donde le esperaba el gobernador Juan de Cuéllar, que le apresó y decomisó el equipaje, por orden de Castillo. Lage armó entonces un alboroto y pidió al cura y vicario de Neiva protección por tener inmunidad eclesiástica. El cura le sacó de la cárcel y le llevó a su casa. Protestó Castillo y entonces el cura vicario le excomulgó. Castillo impuso una multa de quinientos pesos al vicario y ordenó enviar a Lage a la capital, para examinar su causa. Así se hizo, pero Lage se acogió a la cárcel eclesiástica, no a la civil, con lo que empezaron las tensiones entre los dos poderes.
El presidente exigió que el preso fuera entregado a la Audiencia de Quito, donde estaba acusado de varios delitos. Intervino entonces el arzobispo Sanz Lozano (que hasta entonces se había llevado bien con Castillo) negándose a aceptar la orden y alegando que el preso había exhibido papeles que demostraban quehabía ejercido dignidades de provisor, vicario y visitador de Quito, por lo que caía bajo la jurisdicción eclesiástica. Castillo declaró entonces al arzobispo “por extraño en estos reinos, mandando que lo tuvieran por tal” y le multó con cuatro mil pesos. El arzobispo replicó excomulgando al presidente, secretarios y ministros que concurrieron al pregón, y declarando a Santa Fe en entredicho. Mediaron entonces las comunidades religiosas y el cabildo secular para limar las asperezas y finalmente el arzobispo Sanz Lozano se avino a razones y levantó la excomunión y el entredicho.
Castillo, por su parte, suspendió la sanciones civiles que había impuesto. Cuando todo parecía arreglado, se supo que Lage se había fugado de la cárcel del cabildo eclesiástico. Se fue a Cartagena, donde obtuvo un préstamo del obispo de la Peña Montenegro, alegando que no tenía dinero para regresar a España. Finalmente partió para la Península, donde se pierde su rastro.
La Corona felicitó al presidente Castillo y a la Audiencia por su entereza y defensa de las leyes y amonestó al arzobispo Sanz Lozano, recomendándole más cuidado en este tipo de problemas jurisdiccionales.
Esto fue ya en 1685. Castillo y Sanz Lozano volvieron a entenderse bien, aunque algunos historiadores han ahondado en las diferencias de orden civil y eclesiástico que esgrimieron ambos. La verdad es que la época era propicia para la presencia de pícaros, embaucadores y aventureros en Indias. Otro muy conocido fue Juan Bautista Gogi o Castañeda (así se hacía llamar), que estuvo dos veces en el Nuevo Reino expidiendo títulos y diplomas falsos a curas de olla y misa, otorgándoles cargos de notarios eclesiásticos mediante una retribución de ochenta a cien pesos.
Acumuló así un buen capital. Cuando planeó su tercer viaje al Nuevo Reino de Granada fue denunciado, lo que frustró el remate de su estafa. El 2 de febrero de 1686 la Corona envió una cédula al presidente Castillo de la Concha para que apresase al pícaro, tan pronto como llegara al mismo.
Durante el mandato de Castillo se produjo el paso de filibusteros al océano Pacífico. Perseguidos por las flotas inglesa y francesa, que habían empezado a preocuparse del problema por tener ya posesiones importantes en América, buscaron el amparo de un océano libre de armadas. La operación fue concebida en una junta de los capitanes Sharp, Coxon, Essex, Allison, Row y Magott en Point Morant (Jamaica), en diciembre de 1679 y tuvo muchas incidencias. Por lo que respecta al Nuevo Reino de Granada (otros se centraron en Panamá) destacaron las tres que Antonio Alcedo registró como realizadas por los filibusteros que llamó Guarlem, Blomen y Charps, posiblemente Warlem, Wolmnen y Sharp. Cruzaron el istmo por el río Mandinga, que nace en las montañas de Chepo, en 1679 y salieron al Pacífico, donde armaron dos barcos en 1680. Enrumbaron a Tumaco y la isla del Gallo. Warlem fue sorprendido y asesinado por los españoles en Tumaco, y sus compañeros Wolmnen y Sharp emprendieron la fuga al sur. Más tarde Coxen y Cook con seiscientos hombres penetraron por el Atrato para apoderarse del Chocó. Llegaron hasta Quibdó con siete embarcaciones, pero regresaron por no encontrar nada de interés. Varias naves holandesas aparecieron igualmente por Tumaco pero siguieron rumbo hacia la India.
Otros ataques filibusteros tuvieron como objetivo Santa Marta en diciembre de 1680. Cuatro navíos holandeses apresaron un barco inglés y otro español con sal y frutos de la tierra. En 1681 unos corsarios ingleses desembarcaron en Santa Marta, ciento cincuenta hombres, pero el gobernador Jerónimo Royo envió tras ellos al capitán Bartolomé Gil, que les rechazó, matando a diecisiete hiriendo a otros muchos.
Las aventuras de Sharp y sus camaradas se recogieron en cinco relatos notables que causaron enorme impacto en Inglaterra, estimulando a otros a seguir su ejemplo.
El presidente Castillo mantuvo como pudo su autoridad en las gobernaciones del territorio de la Audiencia, pero resultaba muy difícil. Un asunto escandaloso fue el del gobernador de Popayán Fernando Martínez de Fresneda, cuya conducta le pidió la Corona esclarecer por haber recibido informes de actuaciones irregulares en cédula 11 de julio de 1680. Castillo mandó realizar las pesquisas oportunas en las que se comprobó que el gobernador estaba acusado de haberse apropiado de cantidades indebidas de dinero y de haber dado muerte al vecino de Mariquita Francisco de Utaso por pretender a su señora. Castillo ordenó apresarle y enviarlo a Santa Fe, pero Martínez de Fresneda desapareció entonces sin que nadie volviera a dar razón de su paradero.
Castillo mejoró sus relaciones con los oidores durante el último año de su gobierno, hasta el punto de que les instituyó sus albaceas en el testamento. Murió el 6 de noviembre de 1685. Zamora señaló en su crónica que cuando se trató de enviar sus restos a España “hallóse sin corrupción, tan seco y tan entero como lo fue todo su gobierno”.
Bibl.: W. Hacke, Collections of Original Voyages, London, 1669; A. de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada del orden de Predicadores, Barcelona, Imprenta José Llopis, 1701; A. de Alcedo, Diccionario geográfico histórico de las Indias occidentales o América…, Madrid, Imprenta de Manuel González, 1786-1789, 5 vols.; J. A. Plaza, Memorias para la historia de la Nueva Granada desde su descubrimiento hasta el 20 de julio de 1810, Bogotá, Imprenta del Neo-Granadino por Ramón González, 1850; J. M. Groot, Historia Eclesiástica y Civil de la Nueva Granada, escrita sobre documentos auténticos, Bogotá, Editorial Medardo Rivas, 1890, 5 vols.; J. M.ª Caballero, “Libro de varias noticias particulares que han sucedido en esta capital de Santafé de Bogotá, provincia de Cundinamarca, sacadas de varios cuadernos antiguos desde el año 1743 […]”, en E. Posada (ed.), La Patria Boba, Bogotá, Imprenta Nacional, 1902; J. Arroyo, Historia de la Gobernación de Popayán seguida de la cronología de los gobernadores durante la dominación española, ed. anotada por A. Olano y M. Arroyo Díez, Bogotá, Imprenta del Departamento, 1907; E. Posada, Bibliografía Bogotana, Bogotá, Imprenta Nacional, 1917-1925, 2 vols.; J. Flórez de Ocáriz, Genealogías del nuevo reino de Granada, Bogotá, Archivo Histórico Nacional, 1943-1955, 3 vols.; P. M.ª Ibáñez, Crónicas de Bogotá, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1951; M. Aguilera, “Gobierno de Francisco Castillo de la Concha (1601-1770)”, en Academia Colombiana de Historia, en Curso Superior de Historia de Colombia (1781-1830), t. VI, Bogotá, Editorial ABC, 1951; J. M. Restrepo Sáenz, Biografías de mandatarios y ministros de la Real Hacienda, Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1952; J. Restrepo Posada, Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus prelados, Bogotá, Editorial Lumen Christi, 1961, 2 vols.; S. E. Ortiz, Nuevo Reino de Granada. Real Audiencia y Presidentes, Bogotá, Academia Colombiana de Historia-Ediciones Lerner, 1966; M. Lucena Salmoral, Piratas, bucaneros, filibusteros y corsarios en América, Madrid, Mapfre, 1992.
Manuel Lucena Salmoral