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Joaquín Turina Pérez

Biografía

Turina Pérez, Joaquín. Sevilla, 9.XII.1882 – Madrid, 14.I.1949. Compositor, pianista, musicólogo, académico.

Joaquín Turina Arenal (1847-1903), pintor de indudable calidad artística, y Concepción Pérez Vargas (1845-1904), fueron sus padres, situados en una clase media, cuyo ambiente familiar era enriquecido por consiguientes quehaceres artísticos. Juana, sirviente de la familia, cuando nuestro músico cuenta unos cuatro años de edad, le regala un acordeón, con el que el niño hará prodigios tales, como para ser designado acompañante del coro de niñas del Colegio del Santo Angel, “donde comencé mis primeras lecciones de Solfeo”. Algo después, estudiará el Bachillerato en el Colegio de San Ramón, “iniciando en él en serio, mis estudios de Piano, con don Emilio Rodríguez”, aunque será cuando alcance ya los doce años, el momento de trasladarse al Colegio de San Miguel, para dar comienzo a la Armonía y el Contrapunto, “don Evaristo García y Torres, viejecito tan bueno como sabio [...] [que] sabía mucho y sus obras, muy bellas, tienen inspiración ingenua a lo Bellini”, como diría siempre el maestro sevillano.

Con el propio Turina al piano, insatisfecho de su ya compleja formación como instrumentista, armonista y contrapuntista, creará un pequeño conjunto: “para esta agrupación hice mis primeros ensayos como compositor, asistiendo además a reuniones en las que se hacía teatro aficionado, con obras a las que yo ponía música”. Una pequeña sala del fabricante de pianos, Luis Piazza, será el marco del debut del personaje como pianista, un domingo, 14 de marzo de 1897, con un programa que incluía una “Fantasía sobre Moisés de Rossini”, de Sigismund Thalberg. Y será en este mismo lugar donde Joaquín Turina escuche, por vez primera, páginas camerísticas, porque la ópera y la zarzuela (Bellini, Chapí y Chueca), habría que acudir al amplio escenario del Teatro de San Fernando. El triunfo de la crítica y el público, se ratificaría en la misma sala, en una siguiente ocasión, cuando toca de memoria, la Konzertstük, de Weber, como haría con la “propina” rogada por los mantenidos aplausos, nada menos que la Rapsodia húngara núm. II, de Franz Liszt; contaba apenas quince años de edad. Pero él desea ser compositor por encima de todo y, entonces, escribe su Op. 1, un Vivísimo pianístico, al que seguirán algunas páginas religiosas, todavía bajo la tutela del bueno de don Evaristo, quien percatado de que ya poco podía añadir a sus enseñanzas, aconsejará al discípulo se traslade a Madrid, para ampliar sus estudios.

Todavía antes de este viaje trascendental, implicado el abandono de una vida muelle en una ciudad que le rinde su aplauso, la separación de sus padres y de su novia, Obdulia Garzón —la que sería su esposa amada pasados los años—, escribiría una Marcha fúnebre y las Coplas al Cristo de la Pasión, para tenor, barítono, coro masculino y pequeña orquesta, que sería su primera página coral-sinfónica y se estrenaría bajo la propia batuta de su autor. Pero, antes aún, escribiría una ópera en tres actos, La Sulamita, siguiendo un libreto de Pedro Balgañón, reorquestada en 1902-1903, con vistas al Real madrileño... Deja todo por la música, por la composición muy concretamente, llegando a abandonar “la Medicina, cuyas primeras asignaturas aprobé”. Tan valiente decisión, se toma con la anuencia de su padre, quien siempre tuvo una fe ciega ante la valía musical de su hijo, tras la escritura de unas cuarenta obras, más tarde rechazadas por el mismo autor y felizmente halladas por su familia, no en su totalidad, en un cuarto trastero, donde habían permanecido por espacio de más de sesenta años.

Este período “sevillano” de la obra turiniana, por muy italianizante que resulte, por muy adscrito a aquella obligada Música “de salón” —como ocurriría con la inmensa parte de nuestros más insignes músicos de aquel entonces—, debería conocerse mediante su edición.

Sin haber cumplido los veinte años de edad, esto es, el 6 de marzo de 1902, llega Turina a Madrid, acompañado por su padre “y en la esperanza de que pudiera representarse en el Teatro Real La Sulamita. Va de asombro en asombro al asistir a los conciertos, a la ópera y a la zarzuela; va entablando conocimiento con las importantes figuras musicales, pero, sobre todo, queda subyugado por las excelentes sesiones sinfónicas de la Sociedad de Conciertos, vedadas sonoridades orquestales en la Sevilla de aquel entonces. Del Cuarteto Francés —del que llegaría a formar parte— dice que “jamás fue superada su calidad por ningún otro grupo”. A los tres días de su llegada a la capital de España, dentro del naciente sinfonismo español, al que Turina llegaría a incorporarse con peso propio, asistiría a un concierto que le lleva a afirmar: “[...] fue tal la impresión causada por aquellas inesperadas sonoridades, que creí que el aire no volvería a mis pulmones”. En el “paraíso” del Real, conocerá a su paisano, el gaditano Manuel de Falla, iniciándose una amistad imperecedera. Fracasan los intentos de representación de La Sulamita, y regresa a su amada Sevilla, donde permanecerá por espacio de unos tres años.

Pese a que afirme que “la ópera italiana imperaba por completo”, descubre el “género chico”, diciendo respecto a El puñao de rosas, ser “lo más fino que escribió Chapí”. El 14 de marzo de 1903, se presenta en Madrid como compositor y pianista, estrenando tres páginas suyas, en un concierto celebrado en el Ateneo, aplaudido hasta el punto de ofrecer como “bis”, la Sonata núm. 10, de Beethoven... Busca en vano un profesor de Composición y, “completamente desorientado, consulté con Bretón y con Chapí, resolviendo seguir solo con mis estudios”. Continuó el Piano con José Tragó (también maestro de Falla), al que siempre dedicaría una reconocida admiración, rayana en la veneración.

Todo cambia en la vida de Turina, cuando fallece su padre, el 24 de noviembre y, un mes después, su tío Manuel, “quien fue para mí un segundo padre”. Es tal su tristeza que llega a apartarle de la música, de “abandonarla por completo”. No transcurrirá un año, sin que su tragedia familiar aumente con la pérdida de su madre, el 11 de octubre de 1904. Tanta amargura no le impedirá “ser un compositor”, escribiendo el Trío en Fa, para piano, violín y violonchelo que, con él como pianista, será estrenado en la Sala Piazza, el 31 de mayo del mismo año de 1904, con un total triunfo. Se refugia en la Composición y, roto su hogar sevillano, se prepara para el salto a París, siendo éste proyecto su único consuelo. Antes, verá estrenado el Teatro Moderno de Madrid, Fea y con gracia, entremés de los hermanos Quintero, cuyo natural andalucismo (tango, soleares, sevillanas), será importante dato precursor de la actitud estética que llegará a adoptar muy pronto. La vuelta a Madrid o la ida a París, no le impedirán un proyecto de tres zarzuelas.

El 16 de octubre de 1905, es fecha memorable en la vida y obra de Joaquín Turina: la de su llegada a París. Sus postales, casi diarias, a su prometida, constituyen hoy un magnífico documento para seguirle en su nueva trayectoria. Traba importantes amistades, entre ellas, la del cubano Joaquín Nin, quien le presentará a Moritz Moszkowski, del que sentirá muy satisfecho con sus enseñanzas pianísticas, pero totalmente defraudado en las de composición, situación que obliga a su amigo a introducirle cerca de Auguste Sérieyx, subdirector de la Schola parisina, decidiéndose su entrada en este famoso centro musical, en el primer curso de Composición, como preparación al segundo de Vincent d’Indy; estudiará Órgano allí, con Mr. Philipp. Da a conocer su Quinteto al famosísimo Cuarteto Parent; asiste a una representación de Tristán e Isolda (“la mejor de las óperas que se han escrito”), toma parte en casas o palacios donde se hacía música privadamente, y todo ello le lleva a un natural enriquecimiento de su formación profesional. Escribe una nueva obra: el Poema de las Estaciones para piano y, luego de haber superado sus exámenes de Composición y Órgano en aquella Schola, vuelve a su querida Sevilla para pasar el verano.

“[...] y el 15 de diciembre empieza d’Indy que me ha colocado el tercero en clase”, escribirá el músico quien, por entonces, dará comienzo a unas actividades como musicólogo al colaborar en algunas revistas especializadas. Tanto el Quinteto como el Poema, le inquietan sobremanera y, aunque ya exista una referencia al “tema conductor”, se halla persuadido de que, “para ser un compositor de veras, me falta una sola cosa, el saber construir bien una sinfonía, un cuarteto o toda una obra de grandes dimensiones[...]”. Vuelve sobre cuanto escribe repetidas veces, sustituye aquel Quinteto por otro en Sol menor, duda mucho y, al fin, con el autor al piano y el Cuarteto Parent, se estrena en París esta página en unión del Poema de las Estaciones, el 29 de abril y 6 de mayo, en la Salle Aeolian; y, si el público las acoge hasta con entusiasmo, la crítica se inclinará hacia el Quinteto, partiendo de aquí la bien ganada fama del inquieto compositor, no solamente en Francia, sino en otros centros europeos, gracias a su programación por el Quatuor Parent. Sabe mantenerse muy bien, entre el progresismo del Conservatoire y el tradicionalismo de la Schola, porque para él, “Debussy y d’lndy, son los dos ídolos”.

El 3 de octubre de 1907, es una fecha memorable para Joaquín Turina: es cuando, en el Grand Palais de la Avenue d’Antin, se escucha de nuevo el Quinteto como premio del Concurso del Salón de Otoño. La anécdota que relató el propio Turina fue: “Desde el escenario los intérpretes divisaron a un señor gordo que inquiría de un vecino, un joven delgadito, acerca de la nacionalidad del autor interpretado; aclarado que era sevillano y finalizado el concierto, los tres discurrirían por los Campos Elíseos, hasta una cervecería en la Calle Real, donde se habló de la música ‘con vistas a Europa’”. El señor gordo, resultó ser Isaac Albéniz y el joven delgadito, Manuel de Falla; el primero, afirmó que “hacía cuestión de gabinete la edición del Quinteto y cambió por completo la orientación de mi carrera”. El consejo albeniziano de que se alejara poco a poco de la Schola, “para ir fundamentando mi arte en el canto popular español”, fue capaz de llevarle al comienzo de una nueva estética, de la que ya nunca se apartaría, dando como ejemplo la escritura de su Sonata española para violín y piano.

La drástica medida, el cambio de toda una escritura, lleva al compositor a archivar esta última obra, a olvidarla, porque “llevando elementos populares y scholistas, no era en realidad ni una cosa ni otra”; de cuanto había escrito hasta entonces, tan sólo catalogará como Op. 1 el celebrado Quinteto y ello por la terca decisión de Albéniz, de editarlo. El 10 de diciembre de 1908, tendrá lugar la boda con su amada Obdulia, en la Iglesia de El Salvador, de Sevilla; el 18 de mayo de 1909, fallecerá en Cambó-les-Bains, su gran amigo, Isaac Albéniz; en unión de Falla, se les reconoce como “los andaluces de París”; a finales de 1910, nacerá su primer hijo, por supuesto que en Sevilla y de nombre Joaquín; y en la primavera de 1913, tras ocho años de intensos estudios, finalizará su estancia en la Schola Cantorum, con un certificado afectuoso y entusiasta de su director, Vincent d’Indy. Tanto como compositor que como pianista y articulista, su renombre se afianza en el mundo, pero cuando regresa a España (marzo, 1913), su situación económica no es brillante y habrá de celebrar recitales, acompañar al piano a distinguidos solistas y, por último, a preparar dos convocadas oposiciones a sendas cátedras del Real Conservatorio de Música y Declamación de Madrid, cuyos resultados (comentará el propio Turina) serán en ambas ocasiones totalmente desfavorables, de manera más o menos justa en su desarrollo. Un contacto editorial, le lleva a ligarse con la Unión Musical Española, y el éxito que Usandizaga obtiene con Las golondrinas (compañero su autor de Turina en la Schola parisina), le lleva a probar suerte con nuestro género lírico, entablando relaciones con Gregorio Martínez Sierra, para musicar Margot.

Manuel de Falla, obligado por el estallido de la Primera Guerra Mundial, regresa a España, coincidiendo en unas mismas fechas con la instalación en Madrid de la familia Turina, robusteciéndose la gran amistad de los dos grandes maestros andaluces. En octubre de 1914, en el Teatro de la Zarzuela madrileño, se estrenará Margot. Y en los comienzos de 1915, el Ateneo rendirá homenaje a los dos músicos, estrenándose por el propio compositor sevillano sus Recuerdos de mi rincón, para piano. Por aquellos días, trabaja en la redacción de su Enciclopedia abreviada de la música, que aparecerá en 1917, con prólogo de Manuel de Falla y dedicatoria a d’Indy. Como director de orquesta se verá a Joaquín Turina al frente de breves agrupaciones, ya en el Teatro Eslava o la Companía de Martínez Sierra, y será con este conjunto con el que estrenará en la anterior sala, El Corregidor y la Molinera, de Falla, el 7 de mayo de 1917; su batuta brillará al frente de los Ballets Rusos y de una especialmente dedicada a él por el Centro de Hijos de Madrid, bajo el nombre de Orquesta Turina. Su labor como musicólogo se destacará en la crítica musical de La TribunaEl DebateYa Dígame, de Madrid. En 1920 impartirá un Curso sobre Historia de la Música y de las formas musicales, donde es lógico derivar los primeros esbozos de su famoso Tratado de Composición, dos tomos datando de 1942 y 1948, comenzando el tercero de estos trabajos.

Concertador de escena del Teatro Real de Madrid, su enorme trabajo le impide presentarse a una convocada Cátedra de Armonía, en 1920. Desde entonces, su salud comienza a debilitarse y para vivir ha de dar lecciones particulares, actuar como pianista colaborando con importantes artistas (Conchita Supervía, Carlota Dahmen, Pablo Casals, Gaspar Cassadó, Conrado del Campo, etc.) Actuará como miembro del Quinteto Madrid en la embrionaria emisora, Radio Iberia. Con su Segunda Sonata para violín y piano, obtiene el Premio Nacional de Música, en 1942, galardón logrado con anterioridad —ya en 1926— por su Trío en Re, año este último que será cuando reciba el título de Hijo Predilecto de Sevilla, ocasión en la que Falla lo recibirá como Adoptivo. Viaja un poco por toda Europa y los Festivales Turina difunden sus composiciones con enorme éxito. En 1929, pronuncia en La Habana una serie de conferencias, que él mismo ilustra al piano, con alguna cantante u orquesta de cámara. De regreso a Madrid, colaborará en Diccionario Musical Ilustrado de la Central Catalana de Publicaciones, de Barcelona. A comienzos de los años treinta, aparece la soprano, Lolita Rodríguez Aragón, la que, con el gran pianista José Cubiles, muy al lado de una gran amistad, serán sus más escogidos intérpretes de la obra turiniana.

Al fin, el 5 de agosto de 1931, a poco de llegar la Segunda República, mediante concurso, Joaquín Turina, será nombrado profesor de Composición del Conservatorio de Música de Madrid. Muy poco después, pasará como vocal a formar parte de Junta Nacional de Música y Teatros Líricos y, el 6 de mayo de 1935, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, le elegirá numerario de ella, aunque su toma de posesión haya de celebrarse al final de la Guerra Civil. En este trágico paréntesis, su vida musical se refugia en unas curiosas tertulias que se celebraban en casa del cónsul británico, señor Milanés. Restablecida la paz, el maestro trabajará en la comisión que reorganiza el Conservatorio de Madrid, y en una Comisaría de la Música que, creada en 1940, en unión de Otano y de José Cubiles, se ocupa de poner en marcha la Orquesta Nacional de España. El 5 de abril de 1941, esta Comisaría tendría como único titular a Joaquín Turina, que lleva a su Secretaría, a su primer biógrafo y amigo, Federico Sopeña.

Su enfermedad va en aumento y restringe poderosamente su vida como crítico, comisario, pedagogo y académico; su hija María fallece a los dieciocho años de edad; todavía tendrá arrestos para iniciar una faceta que destaca su nombre en la música para el cine, en ocasiones, ayudado por su discípulo, Jesús García Leoz. El Gobierno le distingue con la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, y en el siguiente año de 1943, tomará parte en los Cursos de Verano de la Universidad de Oviedo. La muerte de sus amigos, Manuel de Falla y Manuel Machado (1946-1947), minan más y más su quebrantada salud y una bronconeumonía pondrá punto final a su vida, el 14 de enero de 1949.

 

Obras de ~: Música escénica: La copla, 1904; Margot, 1914; La mujer del héroe, 1916; Navidad, 1916; La adúltera penitente, 1917; Jardín de Oriente, 1923; Salve, 1923. Música para orquesta: La precesión del Rocío, 1912; Danzas fantásticas, 1919; Sinfonía sevillana, 1920; Ritmos1928Rapsodia sinfónica, 1931. Guitarra: Sevilla, 1923; Fandanguillo, 1925; Ráfaga, 1929; Sonta en Re menorc. 1930; Homenaje a Tárrega, 1932. Piano: Sevilla, 1908; Sonata romántica, 1909; Rincones sevillanos, 1909; Tres danzas andaluzas, 1912; Recuerdos de mi rincón, 1914; Álbum de viaje, 1915; Mujeres españolas, 1916; Cuentos de España, 1918; El Cristo de la Calavera, 1924; Jardines de Andalucía, 1924.

Escritos: “Autocríticas musicales”, en Bética, 5 de diciembre de 1913; “De la Feria de Sevilla”, en Bética, 30 de abril de 1915; Enciclopedia abreviada de la Música, Madrid, Renacimiento, 1917; La arquitectura en la música: discurso para el ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, [contestación por Federico Moreno Torroba], Madrid, Nuevas Gráficas, 1940; “Manuel de Falla”, en The Chesterian, n.º 7 (1920), págs. 193-196; “Music in Spain”, en The Chesterian, n.º 8 (1926), págs. 94-95; Tratado de Composición Musical, Madrid, Unión Musical Española, 1942-1948, 2 vols.; La música andaluza, Sevilla, Ediciones Alfar, 1982.

 

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Antonio Iglesias

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