Acebes, Diego de. Villaseca de Araciel-Gomara (Soria), p. m. s. xii – Burgo de Osma (Soria), 30.XII.1207. Religioso (Ocist.), obispo de Osma, apóstol del Languedoc, compañero de santo Domingo de Guzmán.
Descendía de una casa distinguida de Soria, donde dicen que todavía existe el solar de la familia, emparentada con los Barnuevos de Soria, por hallarse unido a este apellido el de Acebes, haciendo pasar a él su ascendencia de Urraca de Acebes, hermana carnal de este prelado (Diego), mujer que fue de Blasco de Barnuevo. Ningún otro detalle se especifica sobre su juventud ni mayoría edad. Se supone que abrazó el estado clerical, llegando al sacerdocio y enrolándose en el cabildo de Osma. Las primeras noticias seguras se inician a fines del siglo xii en que aparece como prior del cabildo regular de la iglesia de Osma, del cual pasó a suceder a Martín de Bazán, fallecido el 27 de julio de 1201. Diego de Acebes firmó un documento el 11 de diciembre de ese mismo año, en el que Alfonso VIII otorgaba al monasterio de las Huelgas y a su abadesa María un olivar grande que estaba en San Cipriano, y otras heredades, hallándose en Burgos para acompañar a la infanta doña Blanca hasta Guipúzcoa, que continuó viaje hasta casarse con Luis VIII de Francia.
Antes de sumergirse en las vicisitudes que rodearon los siete años que rigió la diócesis de Osma, es interesante detenerse a esclarecer si se le puede considerar vinculado al Císter en toda la extensión de la palabra, como dan por hecho varios escritores, a partir de Manrique, Henríquez y otros que así lo afirman, o bien se trata de un personaje adicto a la Orden y hasta unido por algunos lazos. Sopesadas las razones que aducen, y conociendo los pasos que dio en esos años, no parece claro que viviera la vida del Císter, sino sencillamente fue un entusiasta de la misma, pasó, como parece, algún tiempo viviéndola en la casa madre de Cîteaux, en Francia, pero nada más. Antes de 1200 no parece que conviviera con los monjes del Císter, por estar incardinado al cabildo regular de Osma, y después de sublimado a la iglesia de Osma, no pudo ser, porque no dejó el episcopado hasta su muerte en la propia diócesis. Esto no obsta para que le resultara simpática la vida del Císter, y hasta se retirara a vivir entre los monjes en algunas ocasiones. Posiblemente ese afecto manifestado a los monjes se lo premiaron ellos concediéndole algo así como la carta de hermandad, que era frecuente otorgarla en tales ocasiones, pero de ahí a ser monje del Císter media una gran distancia.
En aquellos tiempos estaban muy unidas la cruz y la espada. Los reyes se hacían acompañar por los prelados en sus principales correrías bélicas, o bien los colocaban a la cabeza de misiones importantes para establecer conciertos con otros reinos, a veces matrimonios entre personas reales. Precisamente Alfonso VIII le confió algo en este sentido, concertar la boda de su hijo Fernando con una princesa, al parecer, de Dinamarca. En la brillante comitiva que presidía Diego, llevaba consigo a un joven sacerdote que bien pronto destacaría como un gran personaje de fama universal. Era Domingo de Guzmán, que había estudiado en Palencia, a quien atrajo a su lado, haciéndole subprior del cabildo regular de Osma. Los dos estaban animados de corazón ardiente de apóstoles.
Y precisamente esta embajada iba a ser el medio que Dios les presentaba para condicionar la vida de ambos, en especial del segundo. Dicen que apenas habían penetrado en Francia, se dieron cuenta de los graves estragos que estaba ocasionando la herejía albigense.
Siguieron su camino concluyendo felizmente el cometido de su embajada, concertando el matrimonio entre la princesa de Dinamarca con Fernando, príncipe castellano. Regresaron luego a Castilla para dar cuenta al Rey del resultado positivo de la gestión.
Satisfecho el Monarca del feliz éxito obtenido, nuevamente nombró a Diego para presidir otra segunda embajada mucho más ostentosa que la primera, a fin de recoger a la princesa y trasladarla a Castilla, mas sucedió lo más inesperado: al llegar a la capital danesa se encontraron con que la princesa había muerto, por lo que Diego quedaba libre del compromiso contraído con el Rey. Mandó regresar a Castilla el resto de la comitiva, con informes precisos para el Monarca de todo lo acaecido, y él se encaminó a Roma con algunos clérigos, deseoso de presentar al pontífice Inocencio III la renuncia del obispado con objeto de entregarse a la conversión de los herejes.
El Papa no admitió la renuncia, por lo que le fue forzoso regresar a su iglesia y entregarse a pastorear a su rebaño. No se sabe si antes de ir a Roma o bien al regreso de la Ciudad Eterna, dícese que pasó por la casa madre de Cîteaux, y tal impresión le causó aquella vida enmarcada dentro de un ambiente contemplativo que le llegó al alma, hasta el punto de decidirse a abrazarla, habiéndole dado la cogulla monástica; noticias que se hacen difíciles de admitir, porque todo esto supone una estancia allí de varios años para hacer el noviciado y luego la profesión.
Cosa distinta era si le admitían como hermano espiritual vinculado a la Orden, que era una cosa factible y corriente, pero que le dieran luego la cogulla, a no ser para que le sirviera de mortaja, es algo que sale fuera de la práctica tradicional en la Orden.
Para lo que sí parece que sirvió esta visita al Císter fue para entablar contacto con un grupo de abades cistercienses a quienes Inocencio III había encargado organizar una especie de cruzada contra los albigenses.
Parece que llevaban trabajando algún tiempo sin obtener apenas fruto. Enterados de ello Diego y su compañero Domingo de Guzmán —que no lo dejaba solo—, les hablaron con claridad: habían dado una especie de antitestimonio con el tren de vida ostentoso que llevaban aquellos evangelizadores. Les aconsejaron que lo más eficaz para hacer apostolado era imitar a los primeros apóstoles que se entregaron a difundir la semilla evangélica, predicando no sólo la palabra de Dios, sino yendo delante con el ejemplo de una vida pobre, austera y sacrificada. Es lo que harían en lo sucesivo, mientras Diego permaneció trabajando en aquel campo, pero llegó un día en que se vio obligado a regresar a su diócesis, donde le esperaban tantos problemas. Entonces su compañero Domingo, acompañado de algunos discípulos, tomó por su cuenta la antorcha de la predicación, siendo motivo, en los planes de Dios, para que surgiera la esclarecida Orden de Predicadores, que tanta gloria ha dado y da a la Iglesia. Los cistercienses regresaron a sus monasterios, a cantar las divinas alabanzas, que era su misión específica, no sin dejar un recuerdo muy honroso para la Orden, por haber sido asesinado el 14 de enero de 1208 uno de los abades del Císter, san Pedro de Caltelnou, que era inquisidor general y legado pontificio en aquella campaña antialbigense.
Sólo hay que añadir que la mente del prelado era llegar a su diócesis, solucionar los principales problemas pendientes y regresar de nuevo al Languedoc y Narbona, para seguir luchando contra la herejía, pero al poco tiempo de llegar a su sede el duro quebranto sufrido con aquellos viajes, insoportables para una persona anciana, le condujo a las puertas de la muerte. Dice la crónica que “llegó a Osma con gran fatiga —había hecho el camino a pie— y allí alcanzó el fin de su vida y prolongó su carrera mortal con el comienzo de una inmortal supervivencia, entrando al sepulcro con la abundancia de un opulento descanso”.
Era el 30 de diciembre de 1207. Se habla de que a raíz de su muerte floreció el milagro sobre su tumba, abierta en la pared del Santo Cristo del Milagro, de la capital oscense.
Bibl.: A. Manrique, Cisterciensium seu verius ecclesiasticorum Annalium a condito Cistercio, IV. Comp. Observantiae Castellae, Lugduni, sumpt. Haered. G. Boissat & Laurentii Anisson, 1642 (Anales Cistercienses, trad. de P. Arbieto, vol. III, s. l., s. xvii, pág. 409); C. Henríquez, Menologium Cisterciense, vol. III, Antuerpiae, 1664; J. Loperráez Corvalán, Descripción histórica del Obispado de Osma, vol. III, Madrid, Imprenta Real, 1778, págs. 187-195; G. González Dávila, Teatro eclesiástico de las iglesias metropolitanas y cathedrales de los Reynos de las dos Castillas. Vidas de sus arzobispos y obispos y cosas memorables de sus sedes, Madrid, Francisco Martínez, 1645-1700, cap. VI, pág. 32; M. Gelabert, Santo Domingo de Guzmán, Madrid, Biblioteca de Autores Católicos (BAC), 1947, passim; J. González, El Reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1959, pág. 208, n. 238; P. Guerin, “Acevedo, Diego”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. I, Madrid, CSIC, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 6; L. Galmes y V. Gómez García (dirs.), Santo Domingo de Guzmán: fuentes para su conocimiento, Madrid, La Editorial Católica, 1987, passim.
Damián Yánez Neira, OCSO