Ero de Armenteira, San. Salnés (Pontevedra), p. m. s. xii – Armenteira (Pontevedra), 30.VIII.1176. Religioso cisterciense (OCist.), abad y fundador del monasterio de Armenteira, santo.
Pertenece al grupo de santos denominados “durmientes”, por estar su vida enmarcada en el catálogo de aquellas leyendas medievales, poco fiables y difíciles de probar por falta de documentos serios. Esto es lo que se puede anticipar sobre este glorioso santo, famoso en la hagiografía cristiana, que le considera protagonista de esa famosa leyenda.
Según la corriente transmitida por los historiadores antiguos estuvo casado en primeras y segundas nupcias, antes de ser monje y luego fundador del monasterio de Armenteira. Estudios serios posteriores llegan a la conclusión de que se le ha venido confundiendo con otro Ero Armentáriz, mayordomo del rey Alfonso VII, haciendo de los dos uno solo. Sin embargo, después de esos estudios llevados a cabo por medievalistas notables, se cree que no se puede seguir sosteniendo la identificación de estos dos personajes del mismo nombre en uno solo, sino que se trata de dos sujetos enteramente definidos, debiéndose rectificar toda la tradición que se ha venido siguiendo en la mayoría de los autores que no han ahondado en su vida.
Ero Armentáriz aparece ya casado en 1086 y con un hijo mayor por lo que se supone debió de nacer a mediados del siglo xi. Ahora bien, si se tratara de una misma persona, teniendo en cuenta que san Ero de Armenteira vivió hasta 1176, debió de vivir más de ciento veinticinco años, según estas noticias, y comenzar la puesta en marcha de Armenteira a la edad de cien años, lo mismo que Noé la construcción del arca, cosa no imposible, pero en manera alguna probable.
No constan ni la fecha ni el lugar exacto donde nació. Su nacimiento se sitúa a comienzos del siglo xii en la comarca del Salnés. Vista la confusión reinante entre los historiadores al hacer uno solo de los dos personajes de idéntico nombre, no hay más remedio que sospechar y tomar con precaución todo cuanto se ha venido diciendo de san Ero, de quien no consta en ningún documento conocido que fuera casado antes de ser monje. Por lo tanto, cae por tierra la leyenda del padre Duarte —principal biógrafo del santo dentro de la Orden— al hacer intervenir a la Santísima Virgen ordenándole la construcción de un monasterio cisterciense, pues no existe la menor prueba documental, y sí una manifiesta contradicción. Porque si le manifestó construir un monasterio del Císter, no se comprende cómo estuvo al menos doce años fuera de la orden, ya que la cronología señala la fundación de Armenteira en 1162.
El monasterio no fue siempre cisterciense, por más que el padre Duarte describa la fundación del mismo en 1149 con monjes de Claraval enviados por san Bernardo, antes hubo un período de varios años en que se vivieron allí las observancias benedictinas, sin vinculación alguna al Císter. Dejando a un lado la cita de documentos, se puede concluir que en 1151 se hallaba ya en marcha la fundación de Armenteira, con su abad Ero al frente. Hay luego un silencio documental durante cuatro años, y después vuelven a continuar los documentos que se pasan por alto. Era muy frecuente a mediados del siglo xii el cambio de observancias en los monasterios. Al aparecer el Císter en Galicia muchos monasterios dejaron las observancias cluniacenses que venían observando en decadencia, y solicitaron integrarse en el Císter. El abad Ero lo consultó con sus monjes y juzgaron conveniente el cambio de estructuras, siguiendo en ello la práctica de otros que lo hicieron antes, acudiendo a Claraval, cuyos monjes se comprometieron a tomar bajo su dependencia el nuevo monasterio. Manrique señala la fecha de este cambio en 1162, fecha que ha sido reconocida por los principales historiadores.
Algunos autores afirman que san Ero llevó vida de anacoreta antes de ser monje, pero esta afirmación descansa en el vacío. Lo histórico en él se inicia entre los años 1149-1150 en que debió de poner los cimientos de Armenteira, siendo sublimado por sus hermanos al rango abacial rigiendo la casa con singular acierto por espacio de veintiséis años, primero bajo la observancia benedictina, luego bajo la cisterciense. No es poco mérito el suyo haber optado por este cambio de observancia, que si bien, en el fondo, estaban cimentadas en la misma regla, no cabe duda que se había puesto de moda el Císter en aquellos tiempos, merced al impulso espectacular que le imprimiera san Bernardo, superior a todo cálculo, al lograr extenderla por toda Europa.
Pero sobre todos los timbres de gloria humanos, tiene en su haber san Ero la constante voz popular que le aclamó santo desde antes de fallecer. La Iglesia nunca se ha pronunciado sobre sus virtudes, porque tampoco se incoó proceso alguno, mas los monjes, la tradición y el pueblo le colocaron desde el primer momento en el catálogo de los santos. Los numerosos milagros obrados en vida y después de muerto, merecieron la atención popular. Según el padre Duarte: “Ha hecho Dios nuestro Señor en confirmación de su mucha santidad, algunos milagros que al presente no sepamos cuáles fueron, por incuria y descuido de los pasados y dexarlos por memoria”. La prueba más eficiente de su santidad es la concurrencia de gente que acude a venerarle todos los años en el día 30 de agosto, encomendando al santo la resolución de sus problemas difíciles.
Según el padre Duarte —al que sigue Manrique— consta su memoria hasta el mes de febrero de 1176, en que dejan de hablar de él los documentos: “Saliéndose el Santo Abad solo un día por la tarde rezando, a pasear fuera del monasterio, oyó que un pajarillo en la rama de un árbol cantando dulcísimamente, le brindaba que se detuviese y el Santo cebado de su melodía y sentado al pie del árbol comenzó a embeber su corazón no tanto en la suavidad de su canto cuanto en los deleites de la gloria de que Dios allí le hizo manifestación y regalado plato, y con tan suave bocado en la boca de su alma, se quedó dormido el cuerpo mientras el alma gozaba los regalos de gloria que, por señal de los que por virtud le tenía guardados, le quiso Dios dar a gustar; los quales ni mi lengua los podrá referir ni mi entendimiento comprender”.
“Llegó la noche, y faltándole a los monjes su amado padre, recibieron grandísima pena por su ausencia. Puso el prior y los demás monjes gran cuidado aquella noche y el siguiente día y otros muchos en buscarle, haciendo por él muchas exclamaciones al cielo y llamándole a él con muchas lágrimas... En fin, por víspera de la fiesta que en la gloria le había después de hacer y en prendas de la palabra que le había dado y le había de cumplir premiando sus méritos y para muestra de quanto estima y que bien paga a los que sirven a su querida madre, comenzó a premiarle conservando sin corrupción el cuerpo sin romperle los vestidos, sin mantenimiento la vida, sin nuevos humores en que se cebase el sueño y sin que se secase ni le cortase nadie el árbol y sin que se cansase de cantar, sin comer ni beber, ni se envejeciese ni nadie matase ni espantase el pajarillo; y a todos tres según yo creo [...]”.
Siguen todavía más detalles, hasta que por fin llega el desenlace de la leyenda, afirmando en el año 1376, es decir, doscientos años justos, en que era abad fray Alonso, despertó de aquel sueño misterioso, volvió al monasterio con la gran sorpresa de que todo lo encontró cambiado, y nadie entre los monjes tenía la menor noticia de él. Revisaron la documentación de tiempos antiguos, y efectivamente, aparecía su nombre entre los abades que rigieron el monasterio. Poco tiempo después fallecía santamente, siendo sepultado en el monasterio. Entre las pruebas irrefragables que echan por tierra esta leyenda está el paradero desconocido de sus restos. Por más indagaciones que se han hecho, todas han resultado infructuosas. En ello se ve una prueba palmaria de que hoy se debe dar de lado a la leyenda de los doscientos —algunos los prolongan a trescientos— años escuchando en el bosque los inenarrables trinos de un ave misteriosa, porque al despertar de ese sueño, ya en el siglo xv, le hubieran enterrado luego en un sepulcro de distinción. No es el único santo cuyos restos descansan en lugar desconocido, pero el caso de san Ero se hace inaceptable por completo, y se considera mera leyenda.
Parece normal que falleciera en el momento que dejan de hablar de él los documentos, en 1176, por la sencilla razón de que si hubiera perseverado escuchando el pajarillo, los monjes no se hubieran apresurado a nombrar un nuevo abad que rigiera la comunidad hasta tanto que constara de manera fehaciente que el antecesor había muerto o renunciado el cargo, y de hecho aparece luego un sucesor en su puesto.
Bibl.: C. Henríquez, Menologium Cisterciense, Antuerpiae, 30 de agosto de 1664, págs. 292-293; J. Filgueira Valverde, La Cantiga CIII, noción del gozo eterno en la narrativa medieval, tesis doctoral, Santiago de Compostela, 1936; B. Duarte, “Historia del monasterio de Armenteira”, en Compostellanum (1961), pág. 257; M. Rubén García Álvarez, “Ero Armentaris y Ero de Armenteira”, en Cuadernos de estudios gallegos, XXII (1967), págs. 24-35; VV. AA., Gran Enciclopedia Gallega, vol. II, Santiago de Compostela, Gran Enciclopedia Gallega, 1975, pág. 192; D. Yáñez Neira, “San Ero de Armenteira y la leyenda del pajarillo”, en Cistercium (1976), págs. 279-303;
Damián Yáñez Neira, OCSO