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Diego Gelmírez

Biografía

Gelmírez, Diego. ?, c. 1065 – Santiago de Compostela (La Coruña), 1139-1140. Obispo y primer arzobispo de Santiago.

Diego Gelmírez es, en la España cristiana del siglo XII, uno de los personajes acerca de los cuales existe más abundante información. Los tres libros que componen la Historia Compostelana están dedicados casi por entero a hablar de él. Ésa es, sin duda, la primera y más importante razón de su acusado perfil histórico.

Pero la traducción de tal perfil histórico en perfil historiográfico está seriamente condicionada por el hecho de que la mayor parte de la información de que se dispone para conocer al primer arzobispo de Santiago ha sido transmitida por encargo del mismo. Tanto la admonición general de la obra como los prólogos de cada uno de los tres libros que la integran, insisten en presentar su composición como el resultado del mandato expreso de Gelmírez. Y algo dicen también de sus intereses al hacerlo: “Para que, si alguno quisiere leerlo, pueda leer y conocer cuántos señoríos, cuántas propiedades, ornamentos y dignidades el arzobispo adquirió para su iglesia y cuántas persecuciones y peligros sufrió por parte de poderosos tiranos en su defensa”. Es una información, por tanto, interesada, y, precisamente por eso es particularmente interesante, al revelar sus intereses.

Y no sólo sus intereses individuales, sino también sus preocupaciones sociales, por más que estén condicionadas por su punto de vista. La Historia Compostelana no es, por tanto, una biografía. Por eso, no ha de extrañar que, siendo Diego Gelmírez su indudable protagonista, nada se diga en ella de muchos acontecimientos de la vida personal; ni de las fechas y circunstancias, por ejemplo, de su nacimiento y de su muerte. Acerca de esta última, pueden señalarse términos post quem y ante quem relativamente próximos. La crónica concluye con la noticia de la convocatoria, para la Cuaresma de 1139, del Segundo Concilio lateranense y la invitación al arzobispo para que asista. Gelmírez figura como confirmante de diferentes diplomas hasta el mes de junio de ese mismo año. En junio del año siguiente, ha sido ya elegido nuevo arzobispo para la sede de Compostela.

La muerte de don Diego tuvo lugar, por tanto, en la segunda mitad de 1139 o en los primeros meses de 1140. Las orientaciones para situar en el tiempo su nacimiento son menos precisas. Con las indicaciones contenidas en dos pasajes de la crónica gelmiriana pueden conocerse los primeros pasos de Gelmírez en la vida pública. En el año 1093, fue nombrado por primera vez administrador de la sede de Iria-Compostela; para entonces, era ya canónigo de la iglesia de Santiago y venía cumpliendo las funciones de canciller y secretario del conde Raimundo de Borgoña.

Antes, había sido alumno aventajado en la escuela catedralicia y había completado su formación en la curia del obispo Diego Peláez. De acuerdo con este incipiente pero ya destacado curriculum, se ha conjeturado que su nacimiento debió tener lugar en los años centrales de la década de los sesenta del siglo XI.

Sobre los orígenes familiares y sociales, sus cronistas han recogido, aunque parcas, algunas noticias. A su padre, Gelmirio, le concede Giraldo de Beauvais, autor del segundo de los pasajes que contienen los primeros datos sobre nuestro personaje, los títulos de miles ac praepotens, para decir a renglón seguido que obtuvo de manos del obispo Diego Peláez el gobierno del castillo de Oeste, Iria, la Mahía y Postmarcos.

Por su parte, Munio Alfonso, en las indicaciones equivalentes, no menciona el nombre del progenitor, ni le da título alguno; pero sí dice de él que, según se recordaba, había gobernado Iria y el territorio comprendido entre los ríos Tambre y Ulla, con admirable discreción y adecuada firmeza. El uso del término miles en su caracterización, y la situación al servicio de Diego Peláez, han sido argumentos suficientes para consolidar el tópico de la inclusión del caballero Gelmirio en el rango de la aristocracia de segunda fila. Es un tópico que debe ser revisado; no sólo porque en los siglos XI y XII aún están por definir los contornos de este supuesto segundo escalón de la nobleza, sino también, porque la función desempeñada por Gelmirio no se corresponde con lo expresado anteriormente, es decir, el castillo de Oeste, la Mahía, Postmarcos, Iria y la provincia vecina, es decir, la zona comprendida entre los ríos Tambre y Ulla. Sumadas las indicaciones de Giraldo y Munio Alfonso, es claro que lo que gobierna Gelmirio es el honor de Santiago, el territorio sobre el que los obispos de Iria-Compostela ejercían, por delegación del rey de León, el poder político no parece encargo que se haga a un simple cliente armado. Y conviene añadir que, sea cual fuere el significado de la palabra miles en la pluma del franco Giraldo, el cronista la unió con otra: praepotens. Gelmirio se contaba más bien entre los potentes, es decir, miembro caracterizado del grupo aristocrático en el que se movía también el obispo de Compostela.

Depuesto por Alfonso VI, Diego Peláez no terminó bien su pontificado. No puede decirse que, en los comienzos, la situación fuera especialmente alentadora. Su inmediato antecesor en el cargo, el obispo Gudesteo, había sido asesinado por sus nobles parientes, en el año 1069, en tiempos del rey García. Gelmírez debía ser entonces sólo un niño. No es fácil que guardara recuerdo personal de los sucesos; pero es seguro que oyó hablar de ellos en casa más de una vez. Su crónica atestigua que no los olvidó. En cierta ocasión, de paso por Iria, decidió no hospedarse en los palacios construidos allí por Diego Peláez, porque, trayendo a la memoria su desgraciada suerte, “consideró conveniente pasar a Padrón, donde había un gran número de casas habitadas”.

Desde muy joven, Gelmírez estuvo al tanto de la marcha, no siempre pacífica, de la política local. Hijo del gobernador de los territorios del señorío episcopal, educado en la escuela catedralicia, integrado en la curia del obispo y miembro del Cabildo, Gelmírez conoció de primera mano los acontecimientos que rodearon la deposición de Diego Peláez, que, pese a su cercanía al prelado, no parecen haberle afectado negativamente. En todo caso, no le acarrearon el desfavor del Rey; al contrario, comenzó a ascender en su servicio, de la mano del conde Raimundo y de la infanta Urraca. Su primer período como administrador de la sede vacante concluyó con la llegada a Compostela del recién nombrado obispo Dalmacio.

El pontificado de este antiguo monje cluniacense fue breve; pero dejó huellas. Al año siguiente de su toma de posesión, acudió al concilio convocado por el papa Urbano II para el 18 de noviembre de 1095 en Clermont. No volvió el obispo con las manos vacías de la asamblea en que se predicó la primera cruzada, sino que trajo consigo la bula papal por la que se reconocía de pleno derecho el traslado de la sede de Iria a Compostela y, no menos importante, se la hacía depender directamente, sin sometimiento a la autoridad de ningún metropolitano, de los pontífices romanos.

Aunque, de hecho, los obispos de Iria residían desde hacía tiempo en Compostela, la plena vinculación de la cátedra episcopal a la iglesia en que, en palabras de Urbano II, se creía que se guardaba el cuerpo de Santiago, significaba el comienzo de una nueva etapa con el fortalecimiento de su vinculación con el papado como primer rasgo característico y síntoma expresivo de la apertura a horizontes amplios.

En ese medio ampliamente abierto a las influencias exteriores iba a continuar la carrera de Diego Gelmírez.

Los pasos siguientes los dio, siempre al amparo de Alfonso VI, formando parte del grupo de poder que se generó alrededor del conde de Galicia, Raimundo de Borgoña, y de su esposa, la infanta Urraca, en cuya curia venía cumpliendo las funciones de notario. Allí inició su familiarización con los asuntos políticos del reino. Acompañó al conde en la expedición militar sobre Lisboa en los años 1094-1095 y tuvo ocasión de conocer de primera mano las dificultades que, en la frontera con los musulmanes, creaban a los cristianos los nuevos dueños del poder en al-Andalus, los almorávides. Asistió con asiduidad a las curias convocadas por Alfonso VI y estuvo bien informado de las inquietudes y los cambios que el nacimiento del infante Sancho generó con respecto a las expectativas sucesorias. Supo seguramente de los pactos establecidos a este propósito entre Raimundo y el conde Enrique de Portugal. Trató y conoció bien a la futura reina Urraca desde que era poco más que una niña. Y, entre los aristócratas que se movían en su mismo ambiente, entabló cercana relación con Pedro Fróilaz, el hombre escogido para la crianza del hijo de los condes de Galicia, futuro Alfonso VII. Parece que consiguió desenvolverse bien en este medio; en todo caso, sus servicios fueron recompensados.

A la muerte del obispo Dalmacio, se le encomendó, por segunda vez, la importante misión de administrar la sede vacante. En esta ocasión el encargo duró más tiempo. Las gestiones para recuperar la perdida cátedra episcopal, llevadas a cabo en Roma por Diego Peláez, no dieron el resultado que buscaban; pero pusieron en pie obstáculos suficientes como para que la vacante compostelana no pudiera ser cubierta de manera inmediata. Mientras tanto, crecía la experiencia de gobierno del joven Diego Gelmírez. Munio Alfonso fue el que, a propósito de ella, inició el tono laudatorio que caracteriza a la Historia Compostelana.

Lo hace estableciendo un fuerte contraste con los dos laicos —Pedro Vimáraz y Arias Díaz— que, nombrados por Alfonso VI, habían desempeñado antes que él el mismo cargo. He aquí un elenco de palabras sobre las que se construye la reseña de la actuación de los dos vicarios: crueldad, depredación, asolar, saquear, arrebatar, despojar, codicia insaciable, opresión intolerable, acerbísima amargura. Por el contrario, Gelmírez, que no hace sino continuar una admirable tradición de gobierno inaugurada por su padre, actúa con inexpugnable rectitud de intención, se apoya en el consejo de los prudentes y restaura lo destruido, conserva lo restaurado y perfecciona lo conservado. La intención de este contraste violento, de esta oposición sin matices no es sólo destacar virtudes individuales, sino transmitir también el mensaje de que las iglesias, tanto en lo temporal como en lo espiritual, están mejor en manos de los eclesiásticos.

Está ahí contenida una parte importante del núcleo del programa de reforma que se impulsa desde Roma: la separación entre clérigos y laicos, la independencia de los primeros en los asuntos que les son propios. Gelmírez hace suya, desde el principio, esa parte del programa; y en el futuro, intentará también desarrollar otras.

El futuro está a punto de comenzar y Diego Gelmírez parece bien preparado para afrontarlo. En tres frentes decisivos, su preparación es sólida: la tradición familiar y la temprana experiencia propia le han enseñado bien en qué consiste el señorío de Santiago; la integración en el entorno de Raimundo y Urraca lo ha familiarizado con los asuntos que se ventilan en el gobierno del reino; los contactos, que ya son frecuentes, con Cluny y la sede romana lo orientan en la dirección de las corrientes de pensamiento dominantes en la Cristiandad. Su nombramiento episcopal no fue una sorpresa. El nuevo papa, Pascual II, antes cardenal Raniero y, en su momento, legado pontificio en España, conocía bien los problemas de la sede de Compostela. Consideró la mejor solución confirmar la deposición de Diego Peláez y abrir el camino a una nueva elección episcopal. Gelmírez estaba en Roma; tal vez no sólo orationis gratia, como dice su crónica. De regreso, con cartas de recomendación del Papa, es elegido obispo el 1 de julio del año 1100 y consagrado el 21 de abril del año siguiente. Obispo electo, dice la Historia Compostelana que hizo tres cosas: viajó a Toledo a ver al Rey; recuperó una parte del señorío de la iglesia que se había perdido con sus antecesores y envió dos canónigos a Roma para tratar su consagración. La cristiandad, el reino y el señorío de su iglesia, los tres ámbitos de la acción gelmiriana, están bien definidos desde el principio. Los mantendremos como eje de una exposición que atenderá a la proyección del clérigo, del político y del señor. En las tres cosas gastó Gelmírez energías, tiempo y dinero; y en las tres obtuvo éxitos y fracasos. Los éxitos más sonados los obtuvo en su cursus eclesiástico. Demostró que sabía y podía desenvolverse con soltura en la Iglesia de la reforma gregoriana.

Afianzada la creencia de que, en la tumba venerada en Compostela, se guardaban los restos del apóstol Santiago el Mayor y, convertido ya en un centro de peregrinación muy visitado y de amplia proyección europea, el nuevo obispo concibió pronto la idea de aumentar el rango de su sede. Y pronto se demostró que estaba dispuesto a no reparar en medios para ponerla en práctica. Gelmírez viajó a Braga en 1102 con la intención aparente de visitar allí iglesias pertenecientes a la sede de Santiago; pero el viaje de regreso fue más bien una rápida huida con abundante botín de reliquias de santos, entre ellas los cuerpos de santa Susana y san Fructuoso. El arcediano Hugo, que dejó escrito el relato de estos sucesos, se esfuerza por presentarlos bajo la apariencia del deseo de restauración de un culto que había sido semiabandonado; pero, al tratar de san Fructuoso, al que se califica de patrón y defensor de la comarca, emplea la palabra latrocinio, por más que la dulcifique con el calificativo de piadoso. Y fue muy claro al dar cuenta de la interpretación que hacían los habitantes del lugar: el obispo de Santiago se llevaba a su ciudad los santos robados de la tierra de Portugal. Desde el punto de vista de Gelmírez, es claro que el robo de reliquias se hacía en beneficio de su iglesia y en menoscabo de la de Braga, recientemente restaurada y confirmada en su dignidad metropolitana.

Dos años después, don Diego, pasando antes por Cluny, viajó a Roma por segunda vez. La intención era idéntica: aumentar la dignidad de la sede compostelana; aunque los procedimientos empleados no fueron los mismos que en Braga. Regresó con la bula de Pascual II que autorizaba a los obispos de Santiago a usar el palio, un ornamento reservado normalmente a los arzobispos. Tal vez no era todo lo que pretendía; pero Gelmírez pensó seguramente que era un paso en la buena dirección. En todo caso las miras eran más altas, como se encargaron de demostrar, en los años siguientes, las repetidas visitas de los enviados del obispo de Compostela a la sede pontificia donde contaba con el apoyo de los cardenales Juan de Gaeta, Bosón y Deusdedit. También se ayudó con el envío de repetidas remesas de oro y plata, que sin duda contribuyeron a sumar voluntades y agilizar trámites.

Fue finalmente Guido de Vienne, el hermano de Raimundo de Borgoña y viejo conocido de Diego Gelmírez, el que, convertido en el papa Calixto II, concedió a Compostela —transfiriéndola desde Mérida, todavía en poder de los musulmanes— la dignidad metropolitana e hizo al antiguo notario del conde de Galicia primer arzobispo de Santiago. Es cierto que la aplicación práctica de su poder como metropolitano, obstaculizado por la rivalidad de los arzobispos de Toledo y de Braga, y menos amparado por un pontificado que se mostró en adelante poco sensible a las demandas compostelanas, distó mucho de ser eficaz; pero el logro alcanzado era verdaderamente excepcional, y ya no fue puesto en entredicho. Era, ayudado por una gestión hábil, el resultado de la adhesión de Diego Gelmírez a las normas y a las ideas reformistas que se impulsaban desde Roma.

Del interés por la nuevas normas es buena prueba el encargo del Polycarpus, la compilación actualizada de Derecho Canónico que le fue dedicada al obispo de Santiago por su autor, el cardenal Gregorio del título de San Crisógono. La profunda reorganización del clero catedralicio, emprendida por don Diego y llevada a cabo con amplia inspiración transpirenaica, es un excelente testimonio, no sólo del conocimiento de las nuevas reglas, sino también de la decidida voluntad de aplicarlas. Y, por lo que se refiere a las ideas, Gelmírez no sólo demuestra estar imbuido de ellas, sino, además, ser capaz de intentar desarrollos propios. En tales intentos, nuestro personaje se muestra ya en su dimensión política.

Los Concilios convocados en Santiago en los años 1124 y 1125 constituyen la manifestación final del proceso de recepción, aceptación, maduración y elaboración propia del conjunto de ideas articuladas alrededor de la paz de Dios y de la cruzada. En la primera de estas reuniones, se despliega el programa de medidas concretas que corresponden al establecimiento de la paz y de la tregua de Dios. En la segunda, Gelmírez lleva hasta sus últimas consecuencias la aproximación, ya en marcha, de las nociones de reconquista y cruzada.

El paralelismo entre los dos fenómenos, sobre la base de desarrollos anteriores, había quedado bien establecido por Calixto II. Gelmírez llega un poco más lejos, y no habla ya de equiparación sino de fusión de las dos cosas. Dirigiéndose “a los reyes, condes y otros príncipes y también a los caballeros y soldados de a pie”, propone don Diego que, así como los fieles hijos de la Santa Iglesia abrieron el camino hacia Jerusalén, “del mismo modo también nosotros hagámonos caballeros de Cristo y, vencidos los enemigos, los pésimos sarracenos, abramos hasta el mismo sepulcro del Señor con ayuda de su gracia un camino que a través de las regiones de España es más breve y mucho menos laborioso”. La Reconquista se concibe ahora como un instrumento para abrir el camino hacia Jerusalén; es decir, en el pensamiento de Gelmírez, la Reconquista es cruzada, incluso si ésta se entiende, en la acepción más restringida del término, como la guerra santa que tuvo como objetivo la liberación de Jerusalén.

En el núcleo de la reforma —la relación política entre clérigos y laicos— mostró Gelmírez no sólo claridad de ideas, sino también deseo de aplicarlas en beneficio propio. En el año 1113, en torno al castillo de Burgos, se dirimía el pulso entre los partidarios de Urraca y los de Alfonso el Batallador. Estaba allí Gelmírez con el ejército de los gallegos. La Historia Compostelana pone en boca del obispo dos discursos cargados de contenido político, en los que, hablando para el reino, trata de influir directamente en los acontecimientos, intentando evitar una nueva posibilidad de recuperación de la dirección del reino leonés por parte de Alfonso de Aragón. La ocasión le parecía grave y procuró arroparse con los mejores argumentos. Hablaba como ministro y mensajero de Dios omnipotente, se presentaba como heredero de los pontífices de la antigua ley y como sucesor de los apóstoles. El obispo actuaba en representación de los obispos, los encargados de apacentar el rebaño con los pastos de la disciplina, aquellos a quienes están sometidos los reyes de naciones, los caudillos, los príncipes y todo el pueblo. Aplicando modelos de evidente inspiración pontificia, Gelmírez se revestía de la auctoritas. Pero una cosa era la teoría y otra bien distinta la práctica del poder. En Burgos, Gelmírez no convenció a todos. Y, en Compostela, y desde Compostela, no siempre pudo cumplir los deseos de orientar la política del reino, si bien es cierto que nunca dejó de intentarlo. Durante el reinado de Urraca, Gelmírez estuvo en el grupo que, creado en torno a Raimundo de Borgoña, defendió, tras la muerte de éste y después del segundo matrimonio de la Reina, los derechos sucesorios de Alfonso Raimúndez. Y, con la intención de consolidarlos definitivamente, en 1111 ungió y coronó Rey en Santiago al niño que, pasados aún muchos años, había de suceder a su madre en el trono. La idea fue de Gelmírez, aunque contó con la, por lo menos aparente, aquiescencia de Urraca y con la oposición del Batallador que se encargó de impedir en la batalla de Viadangos la entronización en León, prevista como la segunda parte de la ceremonia celebrada en la catedral compostelana. Las posibilidades de alcanzar peso político mediante la asociación al trono del hijo de Raimundo y Urraca no tuvieron el éxito esperado por sus principales promotores. Así que el obispo de Santiago y Pedro Fróilaz buscaron, cuatro años después, la proclamación del joven Alfonso como rey de Galicia. Encontraron esta vez la oposición armada de la Reina que frustró la maniobra e impuso su autoridad. Pedro Fróilaz y sus hijos explorarían, junto a la infanta Teresa, el camino que se abría en Portugal. Gelmírez no parece haberles acompañado en ese viaje. De todos modos, su relación con Urraca, trenzada de pactos de alianza y enfrentamientos, siguió siendo difícil hasta el final. El momento crítico llegó en 1121, después, por tanto, de que Calixto II concediera a Santiago la dignidad metropolitana.

Tras una intervención contra su hermana Teresa, en la que Urraca contó con la colaboración de Gelmírez, la Reina, sin que la crónica compostelana explique con claridad las razones, encarceló al arzobispo. Don Diego contó con los apoyos suficientes como para que su estancia en prisiones fuera sólo cuestión de días. Pero el incidente mostraba con absoluta claridad la larga distancia entre las tesis hierocráticas y la acción de gobierno. Cuando, conocida la noticia de la muerte de la Reina, Gelmírez se puso en marcha para ir al encuentro de Alfonso VII, abrigaba seguramente grandes esperanzas que no se cumplieron. Al contrario, puede decirse que, desde el comienzo del nuevo reinado, la influencia de Diego Gelmírez en la política del reino irá perdiendo peso de manera progresiva. Las visitas del Rey a Santiago se espaciaron y, sobre todo, el recuerdo que dejaban no era agradable. Las relaciones entre el arzobispo y el Rey, que en buena medida había estado bajo su protección se hicieron frías y tensas.

Las acuciantes necesidades de numerario por parte de Alfonso VII durante los años de su estabilización en el trono le condujeron a ejercer una insistente presión sobre Gelmírez, quien, a pesar de una tenaz resistencia, se vio obligado a entregar importantes cantidades de dinero. El mantenimiento y, todo hay que decirlo, también alguna ampliación de los privilegios de la sede de Santiago no se consiguieron sin grandes sacrificios.

Por otra parte, y después del enfrentamiento entre el arzobispo y su antiguo protegido, el tesorero Bernardo, en quien había delegado sus funciones como canciller, don Diego pierde definitivamente el control de la cancillería regia, un importante centro de decisión de la Corte, en beneficio del arzobispo de Toledo. En el concilio celebrado en Burgos en 1136, Gelmírez defendió sus posiciones frente a los sublevados contra su señorío en Compostela. La postura del Emperador en este asunto fue dubitativa y ambigua; y sólo el respaldo de Inocencio II y, una vez más, la entrega de importantes cantidades de dinero, permitieron a don Diego seguir al frente del señorío.

La experiencia de la administración y gobierno del señorío de Santiago le venía a Gelmírez de lejos. Se debe retomar, para finalizar la semblanza histórica del primer arzobispo de Santiago, este tercer hilo argumental, que tiene como escenario la tierra de Santiago.

Los amplios contactos con la cristiandad, la influencia en los asuntos del reino, la fortaleza de la legitimación teórica y la disponibilidad de los recursos materiales permitían al señorío mantener directos y activos cauces de comunicación. En ese nivel fundamental de la relación política en el que se encuentran dominadores y súbditos, la figura de Diego Gelmírez, iluminada como siempre, por el potente foco de su crónica, cobra un relieve muy especial. Durante los siglos de la Alta Edad Media se definieron competencias y espacios en que los obispos de Iria ejercieron el poder público por delegación de los reyes.

En la ampliación de competencias y de espacios, fueron notables las aportaciones de Gelmírez. Testimonio muy expresivo de lo primero fue el privilegio de acuñación de moneda, insistentemente solicitado y finalmente conseguido en las postrimerías del reinado de Alfonso VI. La fijación de los límites de la tierra de Santiago en el mar y los ríos Tambre, Ulla e Iso, confirmada por la reina Urraca, establecía el territorio clásico del señorío de los arzobispos compostelanos.

Dentro de él, Diego Gelmírez dictó normas, recaudó impuestos, administró justicia y convocó y dirigió el Ejército. Desde los decretos de 1113 y 1133 para la defensa de la costa frente a los piratas almorávides, contra los que armó el arzobispo naves construidas y pilotadas por expertos traídos de Arlés, Génova y Pisa, la Historia Compostelana abunda en ejemplos del amplio ejercicio de los poderes feudales por parte de Diego Gelmírez, que no lo hizo sin resistencias ni contestaciones. El objeto último de la disputa entre el arzobispo y la Reina, que llevó al primero a la cárcel, eran “los castillos de Santiago”, es decir, el control del señorío episcopal con el que, en la versión del cronista gelmiriano, pretendía la Reina acabar. Alfonso VII sostuvo a Gelmírez en su función política, pero no sin la exigencia de algunos sacrificios económicos. Testimonios de resistencia y contestación desde arriba y, las revueltas de la ciudad de Compostela contra su señor, en los años 1116 y 1136, por abajo, son el muy elocuente testimonio de las dificultades creadas por la pujante sociedad urbana en busca de espacio político propio. Consiguió el arzobispo aguantar presiones y dominar rebeldes, y dejar asentada sobre bases firmes una estructura de poder principal en la futura historia de Galicia. Así, pues, es claro que, en los tres niveles en que se despliega su actividad, la rica información sobre Diego Gelmírez hace de él un personaje muy representativo de la sociedad de la primera mitad del siglo XII.

 

Bibl.: A. López Ferreiro, Historia de la Santa A. M. Iglesia de Santiago de Compostela, ts. III y IV, Santiago de Compostela, Imprenta del Seminario Conciliar, 1900 y 1901, respect.; A. G. Biggs, Diego Gelmírez, first archbishop of Compostela, Washington, The Catholic University of America Press, 1949 (tr. al gallego por M.ª T. Fernández y V. Arias, Diego Xelmírez, Vigo, 1983); M. Suárez y J. Campelo (eds.), Historia Compostelana o sea Hechos de D. Diego Gelmírez: Primer Arzobispo de Santiago, Santiago de Compostela, Editorial Porto, 1950; L. Vones, Die ‘Historia Compostellana’ und die Kirchenpolitik des nordwestspanischen Raumes: 1070-1130, Köln, Wien, Bohlau, 1980; R. A. Fletcher, Saint James’s catapult. The life and times of Diego Gelmírez of Santiago de Compostela, Oxford, Clarendon Press, 1984 (tr. al gallego de H. Monteagudo y M.ª J. Lama, A vida e o tempo de Diego Xelmírez, Vigo, 1993); E. Falque (ed.), Historia Compostellana, Turnholt, Brepols, 1988; E. Falque Rey (ed. y tr.), Historia Compostelana, Madrid, Akal, 1994 (Clásicos latinos medievales 3); E. Portela y M.ª C. Pallarés, “Compostela y Jerusalén. Reconquista y cruzada en el tiempo de Diego Gelmírez”, en La Península en la Edad Media treinta años después. Estudios dedicados a José-Luis Martín, Salamanca, Universidad, 2006, págs. 271-285; J. J. Burgoa, “La armada gallega de Diego Gelmírez”, en Nalgures (Asociación Cultural de Estudios Históricos de Galicia), 8 (2012).

 

Ermelindo Portela Silva