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José Antonio Mauro Ferreiro Suárez

Biografía

Ferreiro Suárez, José Antonio Mauro. Noya (La Coruña), 14.XI.1738 – Hermisende (Zamora), 2.I.1830. Escultor.

Era el mayor de los cinco hijos de un escultor llamado Domingo Ferreiro, muerto cuando el primogénito contaba sólo nueve años. Tras el fallecimiento del progenitor, José Antonio se trasladó a Santiago con sus hermanos y su madre, quien consiguió introducirlo en el taller de José Gambino, un tallista de renombre que ya había trabajado en la catedral de Compostela y para los más importantes monasterios gallegos.

En el taller de Gambino, Ferreiro no sólo completó su formación técnica y estilística, sino que progresó de tal forma que en el año 1758 se casó con la hija de su maestro, Fermina Gambino, con quien tuvo tres descendientes. El lazo familiar vino a ser la culminación del perfecto entendimiento entre maestro y discípulo, hasta el punto de contratar ambos en pie de igualdad las obras que debían realizar, aun las de mayor envergadura.

En el taller de su suegro, además, Ferreiro entró en contacto con el arte italiano, puesto que Gambino era hijo de un genovés que, a principios del siglo xviii, había montado una fábrica de papel cerca de Santiago, adonde además traía consigo la tradición artística de su país, legado que pasó a sus sucesores en forma de bocetos, estampas y grabados que se convirtieron en fuente de primera mano para conocer el arte de los grandes maestros (Rafael, Miguel Ángel...), pero sobre todo el barroco italiano encarnado por Bernini, huella que se descubre una y otra vez en la obra de Ferreiro, cuya evolución pasa por tres etapas: una de formación, otra de madurez, que algunos llaman también “magistral”, y una última, la de Sanabria, denominada así por transcurrir en estas tierras actualmente pertenecientes a Zamora.

El patrimonio técnico y artístico de raíces barrocas, heredado de su propio padre, se verá endulzado por la estética rococó dominante a mediados del siglo xviii en Compostela que su suegro le transmite y que se manifiesta en la producción de juventud que se atribuye a Ferreiro, entre la que destaca la Virgen del Rosario para la cofradía del mismo nombre de Santiago, en la que ya puede encontrarse el rostro ovalado, mentón destacado con un hoyuelo, boca pequeña y labios finos que repetirá una y otra vez en todas sus caras femeninas, y algunos Cristos, en los que, junto a características heredadas de Gambino, como son el vientre alargado, el arco del costillar muy marcado y el paño anudado a la derecha, con un doblez peculiar en la parte central, se encuentra un incremento en el alargamiento de las proporciones que conduce a la esbeltez de las tallas posteriores.

Cierran su etapa de juventud las esculturas de Sobrado, donde, en 1770, tendrá lugar el último capítulo de su formación: la incorporación del estilo neoclásico a su bagaje artístico, a través del contacto con Manuel Álvarez, más tarde director de la Real Academia de Bellas Artes. El encuentro entre Ferreiro y Álvarez tuvo lugar en el gran monasterio coruñés citado, cuyo abad quiso contratar “a los mejores escultores del Reino de Galicia” para construir su grandioso retablo mayor, bajo la dirección del académico, requerido por los monjes para que la obra se llevase a cabo “con arreglo al nuevo orden”.

Admirador de la Antigüedad, Álvarez influyó decisivamente en la conformación del estilo de Ferreiro al transmitirle su opinión sobre la necesidad de la renovación de las Artes, proceso en el que Ferreiro tomó parte activa al difundir posteriormente por toda Galicia los postulados incorporados aquí a su repertorio estilístico: la claridad compositiva, la simplicidad de líneas, el alargamiento del canon y, sobre todo, la adopción de los modelos clásicos como fuente de inspiración y, para ahondar en este último principio, la pintura de blanco sobre las esculturas, con la finalidad de imitar la talla en mármol, material en que, según creían los neoclásicos, estaban siempre hechas las obras de la Antigüedad grecorromana. De todas formas, con la incorporación de estas enseñanzas no desaparece completamente de su bagaje cultural la formación barroca largamente aprendida primero con su padre y luego con Gambino, sino que se produce el encuentro de ambos mundos en una fructífera simbiosis, de manera que el dinamismo, aunque atemperado, el luminismo, cierta expresividad y morbidez de las carnes en sus esculturas se combinan armoniosamente con la claridad compositiva, la serenidad en la expresión y la sobriedad en la policromía.

Sin embargo, de este paso decisivo dado en Sobrado apenas quedan huellas, pues el grandioso retablo fue desmantelado y vendido tras la desamortización eclesiástica. Una réplica del conjunto, menos monumental y hecha en relieve por el propio Ferreiro en 1775, se conserva en la iglesia de Santa María de Loureda (Arteixo-La Coruña); en él se representa, en la parte inferior, a los once apóstoles rodeando el lecho mortuorio de la Virgen y, en la parte superior, la Asunción de María, orlada de un coro de angelitos y nubes.

Entre la conclusión del retablo de Sobrado y la muerte de su suegro, acaecida en 1775, Ferreiro llevará a cabo dos obras monumentales que, además de consagrarlo definitivamente, dan inicio a su etapa de madurez: la primera es el Monumento del Jueves Santo, para el monasterio compostelano de Santo Martín Pinario, el más poderoso de la época en Galicia; se trata de un enorme aparato escenográfico de columnas, entablamentos y frontones por los que se distribuyen treinta y tres piezas de escultura en madera y que se instalaba, hasta la altura de la bóveda, en la nave principal de la iglesia, durante la Semana Santa, por el que cobró 12.600 reales en 1772. Lo más significativo de la obra son los cuatro evangelistas, san Mateo, san Juan, san Marcos y san Lucas, por cuanto presentan una gran dosis de inspiración helenística, con pliegues de los paños muy aristados para imitar la talla del mármol y pintura de blanco con el mismo fin.

La segunda fue el conjunto formado por el Frontón y el Santiago acrótera del palacio de Raxoi cuyo proyecto debió pasar previamente por la aprobación de la Real Academia, que fue otorgada por el otro gran escultor natural de Noya, Felipe de Castro, director de la institución, quien además acudió personalmente a Santiago para supervisar las obras. El contacto con su paisano le sirvió a Ferreiro para reforzar la propia evolución estilística iniciada en Sobrado, puesto que Castro lo animó a seguir adoptando modelos italianos, de forma que la inspiración en las grandes obras de arte transalpino se hizo a partir de entonces más acusada en Ferreiro, que llevó a cabo una de sus mejores y más sonadas esculturas: el Santiago Matamoros, en el que rendía tributo a su maestro, pues reproducía en un bloque de piedra de grandes dimensiones el que Gambino había tallado, en madera y tamaño más modesto, para la catedral de Santiago unos años antes, con la novedad de ir pintada totalmente de blanco, para imitar las tallas clásicas de mármol.

Entre 1776 y 1786, con esporádicos trabajos para los franciscanos, los monjes de Samos y diversas parroquias de toda Galicia, realizará, de nuevo para los benedictinos de San Martín Pinario, entre otras muchas, las magníficas esculturas de San Rosendo y San Pedro de Mezonzo, inspiradas ambas en el San Longinos de Bernini, pero sometidas a los principios clasicistas, ya conocidos, y los prodigiosos altares de Santa Escolástica y Santa Gertrudis. El primero, concluido en 1779, y que representa el Transito de Santa Escolástica, vuelve a inspirarse en Bernini, esta vez en su conocido Éxtasis de Santa Teresa, aunque aquí dispone las figuras de la santa y el ángel que la acompaña de pie, sometidas ambas a un esquema piramidal que da mayor estabilidad al grupo; las nubes, que en el conjunto del escultor italiano parecen ser vaporosas masas de algodón flotantes, aquí son menos etéreas, menos efectistas y más corpóreas; desaparece también aquel aire irreal, la luz misteriosa que envuelve la escena de Bernini en un ambiente sobrenatural, para adaptarse a la nueva sensibilidad neoclásica, que huye de la teatralidad barroca; los paños, completamente distintos de las telas acartonadas del italiano, quieren parecerse a los paños mojados que Fidias utilizaba en el Partenón, de manera que la túnica de la santa se pega a su cuerpo, trasluciendo su anatomía: hombros, brazos, senos, cintura y piernas, dotándola de mayor sensualidad para apartarse de las frías y aporcelanadas figuras de los academicistas.

El segundo, cinco años posterior y otro de sus más celebrados éxitos, representa a Santa Gertrudis subiendo al cielo, esculpida en madera con todas las características ya señaladas: ropaje de pliegues aristados que traslucen su anatomía, colores sobrios y canon alargado, con el rostro ovalado de mejillas carnosas, boca pequeña y hoyuelo en el mentón, al que añade un aire de dulzura y suavidad y un tratamiento mórbido de las carnes que convergen para elevar el tono de sensualidad de la santa, mucho mayor que en el caso anterior.

En el intermedio de la realización de algunos de sus retablos para San Martín Pinario, talló varias esculturas para los franciscanos de Santiago, que lo reclamaron en 1783 para que les tallara una estatua de San Francisco destinada a presidir la fachada de su iglesia; la imagen del fundador de la Orden que Ferreiro esculpió en piedra es de una sencillez grandiosa: no sólo por su tamaño (mide dos metros y medio de alto), sino también por su talla elegante, con un rostro dulcemente expresivo de mirada mística y serenidad clásica, emanada de su postura de equilibrado aplomo.

En 1790 fueron los franciscano de Ferrol quienes lo llamaron para construirles el Retablo mayor de su iglesia, presidido por una Purísima sacada esta vez de las Inmaculadas de Murillo.

En fecha desconocida, pero probablemente no muy distante de la anterior, realizó el Retablo mayor de la iglesia de San Francisco de Betanzos, obra de gran envergadura, pero lamentablemente desaparecida, que incluía las imágenes de varios santos franciscanos, flanqueando a una Inmaculada semejante a la de Ferrol, siguiendo el modelo murillesco, posada sobre un trono de nubes y ángeles, con las manos unidas sobre el corazón, los paños pegados al cuerpo, potenciando su esbelta anatomía, y la mirada, de gran dulzura, dirigida hacia lo alto. Y en la parte superior, culminando el conjunto, San Francisco en un carro de fuego, llevado por el aire por dos caballos sobre un trono de nubes y llamas en una apoteosis que carece de todo precedente iconográfico.

Religiosos y religiosas de otras congregaciones compostelanas también lo llamaron en distintas ocasiones para que les esculpiese algunas de sus mejores obras, como la magnífica Santa Teresa, para el convento carmelita, o la hermosísima Virgen del Carmen, en madera policromada, destinada a la Compañía de María.

En 1790, para otra cofradía que tenía su sede en el convento santiagués de Santo Domingo de Bonaval, hizo otro de sus más famosos crucificados, el Cristo del Desenclavo, hoy en el Museo do Pobo Galego, cuya fluida y perfecta anatomía lo convierte en una de sus más logradas realizaciones.

Numerosas parroquias de toda Galicia presumen de tener alguna obra de este artista y, a pesar de que, efectivamente, trabajó de manera incansable para dar satisfacción a todos los encargos que recibía, gran parte de las que se le atribuyen son obras de escultores que, ya en vida de Ferreiro, lo imitaban, algunos con gran habilidad; entre las que están perfectamente documentadas, destacan las realizadas entre 1796 y 1801, para San Ourente de Entíns (Outes-La Coruña), sede de uno de los cuatro arcedianatos en los que estaba dividida la archidiócesis, el de Trastámara, cuyo arcediano, el cardenal Celada, para engrandecerlo, consiguió del Papa la cesión de los restos de un mártir romano, san Campio, que fue objeto de gran veneración y enriquecimiento de la parroquia, tanto que sus administradores se permitieron contratar a Ferreiro para que en tres intervenciones sucesivas realizase cinco retablos con sus correspondientes imágenes, una figura procesional de San Roque, la urna del mártir, un crucero de piedra e, incluso, las rejas de la iglesia.

En 1803, Ferreiro acomete la realización de su última gran obra, el grupo de Minerva y cuatro figuras infantiles que portan los atributos de la diosa, el escudo de armas de Castilla y León y los dos leones que lo sostienen y que, durante casi un siglo, coronaron el frontón de la entrada al antiguo edificio de la Universidad compostelana, posteriormente trasladado al pórtico de la actual Facultad de Química, donde la pared del fondo le resta la perspectiva con que fue concebido. Pese a todo, la Minerva conserva gran parte de su majestuosidad gracias a los más de tres metros de altura que posee, a la nobleza de la piedra granítica en que está tallada, el vigor derivado de la organización monumental de los ritmos de sus superficies y su férrea estructura interna.

La última parroquia de la que se tiene noticia que Ferreiro trabajara en ella en esta segunda etapa, es la de San Pedro da Torre, en Padrenda (Orense), adonde llegó en 1812 acompañado de su yerno Vicente Portela, también escultor, para realizar el retablo mayor, en el que, además de diversas efigies, colocó en el remate el relieve de San Pedro liberado por un ángel, que repite el mismo episodio pintado por Rafael para las estancias vaticanas. En un lateral está la Virgen del Carmen, que primitivamente iba también en el retablo, figura que aumenta su belleza por la exquisita policromía que la cubre.

La última etapa de Ferreiro transcurre en el territorio de Sanabria, adonde el artista marchó a trabajar en 1813, llamado por el párroco José Rodríguez, natural de O Carballiño (Orense), destinado en Hermisende, entonces dependiente del obispado de Santiago, y que había conocido al noyés en San Martín Pinario.

El motivo por el que el afamado escultor decidió instalarse allí, ya con setenta y cinco años, hubo de venir determinado por un cúmulo de circunstancias que se iniciaron con el fallecimiento de su esposa, en 1806, seguida de la muerte de su hija mayor, María, y el pleito puesto por su yerno Jacobo Pecul, disconforme con las partijas que Ferreiro había decidido hacer en 1812 entre su hija Manuela, casada con Pecul, y su yerno Vicente Portela, viudo de María, en representación de sus hijos menores. Pero para cuando el litigio se hubo resuelto, en 1817, con la corrección de las partijas, el escultor ya había decidido quedarse a vivir hasta su muerte como huésped del párroco de Hermisende, para quien hizo sus últimas obras importantes, trabajando también esporádicamente para otras feligresías vecinas.

Lo más significativo de su producción en estos últimos años lo realizó en el Ayuntamiento de Hermisende, para las parroquias de Santa María, San Ciprián, Castrelos y Castromil. En la primera construyó el Retablo mayor, ocupado en su hornacina central por una Santa María enviada ya en 1811 desde Santiago, junto con un San José, colocado a la izquierda del retablo, mientras que en el lado contrario instaló una Virgen del Carmen en la que se puede apreciar un semblante inundado de tristeza, que sustituye a los rostros ensoñadores de sus esculturas anteriores, y que domina la producción de sus últimos años. En la parte superior puso un medallón con la Asunción de la Virgen, utilizando esta vez un esquema diferente al de Sobrado, con la Madre de Cristo arrodillada sobre un trono de nubes y ángeles y manos unidas en oración, recibida en lo alto por la Trinidad. En un lateral de la iglesia está San Antonio de Padua, con menos elegancia que la acostumbrada en las figuras del artista: en la sacristía San Mauro que recuerda más las buenas figuras de San Martín Pinario, pero con la mirada triste y la boca apretada en expresión de amargura, y, en la mesa del altar, un Cristo que mantiene la anatomía vigorosa de la etapa de madurez.

En la parroquia de Castromil hizo una Santa Ana y en la de Castrelos, un Buen Jesús, figura infantil idéntica a la que acompaña al San Roque de San Ourente (Outes), pero ya sin la sonrisa limpia y alegre de los niños de su etapa anterior, sustituida por otra más amarga, como si Ferreiro trasladase a su producción la pesadumbre por abandonar su tierra.

Su última obra importante es el Retablo mayor de San Ciprián, 1817, parecido al de Santa María, pero cambiando el medallón de la parte superior por un calvario.

En Hermisende murió a los noventa y un años, aún trabajando. Su muerte puso punto final a la producción de uno de los artistas más prolíficos no sólo de Galicia, sino de toda Europa.

 

Obras de ~: Retablo mayor, iglesia de Santa María de Sobrado (La Coruña), 1770; Monumento del Jueves Santo, monasterio de San Martín Pinario, Santiago, 1772; Frontón y Santiago, palacio de Raxoi, Santiago, 1775; Tránsito de Santa Escolástica, 1779; Retablo mayor, monasterio de Samos, 1781; San Francisco, 1783; Santa Gertrudis subiendo al cielo, 1784; retablo mayor de San Francisco, Betanzos, c. 1790; Minerva, Universidad de Santiago, 1803; Retablo mayor de Santa María, Hermisende (Zamora), 1814.

 

Bibl.: M. Murguía, El arte en Santiago durante el siglo xviii y noticias de los artistas que florecieron en dicha ciudad y centuria, Madrid, 1884; P. Pérez Constantí, Biografía del escultor Ferreyro, Santiago de Compostela, 1898; J. Couselo Bouzas, Galicia artística en el siglo xviii y primer tercio del xix, Santiago de Compostela, 1933; R. Otero Túñez, “Un gran escultor del siglo xviii: José Ferreiro”, en Archivo Español de Arte, t. XXIV, n.º 93 (1951), págs. 35-46; El escultor Ferreiro, catálogo de exposición, Santiago de Compostela, Instituto Padre Sarmiento de Estudios Galegos, 1957; J. M. López Vázquez, “Ferreiro”, en R. Otero Pedrayo (dir.), Gran Enciclopedia Gallega, t. XII, Vigo, 1974, págs. 129-134; R. E. Fernández Castiñeiras, “Plástica neoclásica”, en A arte galega, estado da cuestión, Santiago de Compostela, Consello da Cultura Galega, 1990, págs. 339-360; X. X. Mariño Reino, O escultor Ferreiro, Noia, 1991; J. M. López Vázquez, “A escultura neoclásica”, en Galicia. Arte, t. XV, La Coruña, Hércules, 1993, págs. 88-120.

 

Xoán Xosé Mariño Reino

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