Díaz-Caneja Betegón, Juan Manuel. Palencia, 28.VI.1905 – Madrid, 24.VI.1988. Pintor.
Hijo del abogado Juan Díaz-Caneja, que fue autor de los libros Vagabundos de Castilla (1902) y Cumbres palentinas (1915). Pasó de niño y adolescente muchas temporadas en la Tierra de Campos, concretamente en Pozo de Urama, de donde procedía su madre. Ese paisaje fue después la imagen real de Castilla con la que habitualmente se ha asociado su pintura, elaborada luego, y siempre de memoria, a partir de aquel motivo central y a través de insistentes y sutiles variaciones de difícil y afinado equilibrio con los espacios puramente abstractos.
En 1923, Juan Manuel Díaz-Caneja, o Caneja, como fue luego conocido en el mundo artístico, se trasladó a Madrid para comenzar estudios de Arquitectura.
Con vistas a preparar el examen de dibujo propuesto por la Escuela, ingresó en la Academia Libre de Pintura de Daniel Vázquez Díaz, cuya personalidad y cuya obra, como en los casos de muchos otros pintores españoles de entonces (Isaías Díaz, Jesús Olasagasti o José Caballero) y de más tarde (hasta Cristino de Vera o Rafael Canogar) fueron determinantes para él. En aquel estudio del maestro regresado de París conoció, por la revista Cahiers d’Art, las obras de la nueva pintura de vanguardia y, sobre todo, el cubismo o tardocubismo al que “don Daniel” se sentía cercano, más o menos el derivado de la lección de Cézanne y su pintura de planos ordenados por una dúctil geometría. Allí, Caneja pintó sus primeros cuadros, entre cubistas y abstractos, y en aquel Madrid estableció sus primeros contactos con la renovación artística y literaria. En 1925, el año en que se celebró la Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, pintó su cuadro más antiguo de entre los conocidos, El farol, una pintura inicial con ecos de los motivos urbanos frecuentes entre los ultraístas. En 1928 publicó, con el título “Escalera de mar”, sus primeros versos en la revista burgalesa de vanguardia Parábola, que dirigía Eduardo de Ontañón y en la que también colaboraba su padre junto a amigos del pintor como César Arconada o José María Alfaro. La poesía fue muy importante durante toda su vida, como lector e incluso como autor, de ahí que en 1991, el albacea y amigo del pintor Javier Villán editase una selección de sus poemas con el título de Versos ocultos (Torremanrique, Madrid). Le gustaba la poesía de Juan Larrea, de Juan Ramón Jiménez, de Rafael Alberti, pero sobre todo sentía afinidad con la de Jorge Guillén, que le dedicó el poema “Esos cerros”; su canto moderno a Castilla resulta en ocasiones un perfecto correlato literario de la obra del pintor palentino.
Por aquellos años —1927 o 1928— conoció a Benjamín Palencia y a Alberto Sánchez y tomó parte en las excursiones que, junto a otros artistas y poetas como Luis Castellanos, Maruja Mallo, Gil Bel, su gran amigo José Herrera Petere, Miguel Hernández o Luis Felipe Vivanco, emprendían aquéllos por los paisajes áridos e insolados del sur de Madrid, unos cerros secos y unos ondulantes oteros que, mucho más tarde y a partir de ciertas declaraciones de Alberto Sánchez, dieron el nombre de Escuela de Vallecas a aquella común sensibilidad volcada hacia una visión del paisaje más o menos ruralista, primigenista y surrealizante.
La Escuela de Vallecas fue sin duda un nódulo clave para el arte español del siglo xx, que dejó una singular huella, junto a otros componentes, en la obra de Caneja. Al año siguiente —1929— expuso por primera vez una pintura —La fábrica, cuya contemplación evoca al Vázquez Díaz de La fábrica dormida y al Picasso de los paisajes de Horta— en el Salón de Artistas Independientes organizado por El Heraldo de Madrid; y viajó a París, donde contempló directamente —y ahora en su color— la pintura cubista y sobre todo la de Picasso, Matisse y Braque. Expuso en Montparnasse y conoció a los pintores españoles de la Escuela de París: Cossío, Viñes o Bores y también a escritores como Ramón Gómez de la Serna o Vicente Huidobro. En el París de entonces cobraba fuerza el surrealismo, y era en esa clave estética en la que trabajaban los españoles Manuel Corrales y Juan José Luis González Bernal. Con ellos, Caneja —que ya estaba bien informado del arte propugnado por André Breton— compartió taller a su vuelta a España en 1930, concretamente en Zaragoza, provincia en la que su padre había sido nombrado gobernador civil. Ya en el Madrid de la República recién estrenada y con el pintor afiliado a la Confederación Nacional de Trabajo (CNT), el surrealismo y el anarquismo inspiraron la revista En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes, de la que, en un tono de vehemente beligerancia revolucionaria, el pintor publicó un único número realizado a base de collages con su amigo Herrera Petere. Aun así, no fue el surrealismo camino transitado por Caneja durante mucho trecho, como se comprueba al ver las composiciones pintadas a comienzos de los años treinta que expuso en su primera muestra individual, celebrada en el Museo de Arte Moderno de Madrid en 1934 y en la exposición L’art Espagnol Contemporain que organizó la Sociedad de Artistas Ibéricos en París en 1936. Se trata de pinturas, de tonos pardos y ocres ya muy propios, en las que la lección cubista y constructiva es llevada al mayor grado de abstracción que se conoce en su obra, quizá alentado por el “arte constructivo” que defendió y mostró en 1933 en Madrid el grupo articulado en torno a Joaquín Torres García. En 1937, y tras conocer a la modelo de Balenciaga Isabel Fernández Almansa, comunista y colaboradora del Socorro Rojo, que había de ser su inseparable compañera de por vida, el pintor se afilió al Partido Comunista Español (PCE), militancia que ya nunca abandonó ni durante el resto de la Guerra Civil, movilizado en el Cuerpo de Carabineros del Ejército Republicano, ni durante la posguerra y la transición democrática.
Es posible que, como él mismo declaró en alguna ocasión, si el desenlace de la guerra hubiera sido otro, su pintura habría acogido también otros motivos o maneras. El paisaje, en la inmediata posguerra, se debió aparecer a Caneja, más que como un modo neutro de evitar la censura, como el único camino posible para la continuidad de la modernidad artística, entonces rota. Al menos, como el camino propio del aislamiento o evasión de la realidad en torno, sin duda detestada, y del mantenimiento de una especie de pureza diamantina, inasequible —como puede percibir el espectador ante sus pinturas— a cualquier contaminación de temas, mensajes o significados, incluidos los de su propia militancia que, mezclados en esa opresiva realidad, pudieran manipular o utilizar aquella pureza de la pintura sola. Por entonces, con muchos de sus amigos fuera de España, el pintor volvió a pasear por el campo de Vallecas, pero apenas nada tuvo que ver con los derroteros que tomó la segunda edición de aquella escuela, tal y como fueron orientados por un Benjamín Palencia muy distinto del que había sido antes de la guerra. Y eso que, junto a algunos de los componentes de este último grupo, participó en 1945 en la exposición colectiva que inauguró la galería Clan. Durante los años cuarenta, bodegones y paisajes todavía con figuras fueron acuñando el estilo característico del pintor, que todavía hubo de esperar un poco para mostrar sus perfiles más netos y desnudos. Pero nunca su pintura pareció llamada a nada distinto de la autonomía plástica. En los primeros años tras la contienda, sobrevivió gracias a la realización de diversos murales en edificios de Madrid.
En 1945 celebró su primera exposición tras la guerra en la galería Estilo, más o menos relacionada con la Academia Breve de Crítica de Arte que había fundado Eugenio d’Ors, con la que nada tuvo tampoco que ver Caneja, que ya era un solitario, de no ser por la compañía de su mujer y unos pocos amigos como Paco Benet, José Suárez Carreño o Fernando Chueca Goitia. En 1948 y hasta 1950 fue encarcelado, según dijo él por razones en absoluto relacionadas directamente con su militancia clandestina. En la cárcel de Carabanchel compuso pinturas como Iban a comunicar o Barrenderos, en las que algunas figuras, que en otras manos se hubieran convertido en soportes para algún mensaje social, casi se funden con el paisaje y con el mismo tratamiento del fondo en el que aparecen indiferenciadas. En 1951, ya liberado, celebró una exposición en el Museo de Arte Moderno, que dirigía Eduardo Llosent, salas en las que repitió en 1953. Y ese mismo año participa en la I Bienal Hispanoamericana de Arte que, bajo los auspicios de Joaquín Ruiz-Giménez desde el Ministerio de Educación Nacional y con la intervención organizadora de los poetas Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco, mostró lo que se había propuesto: el apoyo del régimen al arte moderno. En esos años cincuenta, Caneja pinta algunas de sus obras más figurativas y, si cabe, de mayor familiaridad con la tradición cubista, como la Mujer peinándose. En 1952 expuso en la galería Sur, de Santander, con un catálogo prologado por Gerardo Diego, quien relacionó su pintura con la poesía de Jorge Guillén. En 1954 participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes y fue premiado con una Tercera Medalla; luego recibió una Segunda en la de 1957. Al año siguiente se le concedió el Premio Nacional de Pintura. No parece que a estos galardones fueran ajenas las interpretaciones oficiales en boga del paisaje de Castilla, en parte rescatadoras del simbolismo geográfico noventayochista y más bien refractarias a la abstracción que empujaba como movimiento artístico dominante. Resulta evidente que la abstracción absoluta no interesó nada a Caneja, pero aún menos le interesaba un paisajismo nacional identificador, elaborado por aquellas interpretaciones literarias a las que inevitablemente debió parecer “uno de los suyos”. En 1959 expuso en las salas de la Dirección de Bellas Artes, con un catálogo prologado por otro poeta, Gabriel Celaya, y en 1960 recibió el Premio Goya del Ayuntamiento de Madrid.
Durante la siguiente década, la pintura de Caneja se fue centrando casi exclusivamente en el paisaje, en el que podía aparecer, como formando parte del mismo, algún objeto propio del bodegón, pero cada vez más tomado como espacio autónomo para la pura expresión pictórica de un mundo reducido a los mismos y pobres elementos continuamente reelaborados sobre el lienzo. El color también se depura y reduce a las gamas grises, ocres y amarillas que desplegarán una infinidad de matices, de vez en cuando contrapunteados con un leve azul o un breve rosa. De hecho, a partir de entonces serán muy escasas las pinturas bajo las que aparecerá un título que no sea el genérico y plurivalente Paisaje. Esos elementos, que pueden ser unas lomas, unos alcores, el esquema de un pueblo de Castilla, se presentan ya deshechos de cualquier apoyatura referencial y se confunden en el plano frontal y abstracto de unas pinturas cuya superficie evoca en ocasiones la disposición de las infinitas facetas calidoscópicas de una imagen cristalográfica. No parecen ajenos a ella ciertos recuerdos, aunque muy lejanos, de los trazos vibracionistas de Rafael Barradas. Fueron años de reconocimiento y consolidación de su pintura en España y de cierta presencia de su obra en citas internacionales.
En 1962 obtuvo la Primera Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Expuso en muestras individuales celebradas en la sala Illescas de Bilbao (1961); galerie du Passeur, de París (1964), oportunidad que sirvió para el reencuentro con su viejo amigo José Herrera Petere, quien publicó su “Hommage á Caneja” en la revista de Louis Aragon Les Lettres Françaises; galería Allen, de Copenhague (1965); galería Biosca, de Madrid (1966), en una exposición prologada por Juan Antonio Gaya Nuño; galería Theo, de Madrid (1968), que había de ser “su” galería a partir de aquella ocasión, en la que, además, Blas de Otero compuso para el catálogo el poema dedicado a Caneja “Con un cuchillo brillante”. Por esos años, su pintura se hizo presente también en diversas muestras colectivas, nacionales e internacionales: salas del Diario de Noticias, de Lisboa (1961), junto a los pintores Luis García Ochoa y Joaquín Pacheco; exposición El Paisaje. La Escuela de Madrid (Aula Plástica de Madrid, 1962); Museo Guggenheim de Nueva York, junto a Antonio Saura, José Ortega Muñoz y José Caballero (1962); Salón de Mayo (París, 1966); Homenaje a Alberti (Mutualité de Paris, 1966); El Bodegón (galería Theo, Madrid, 1967); Salón de Mayo (París, 1968).
En los años setenta y ochenta, su pintura alcanza la más escueta depuración formal y las facetadas cristalografías anteriores puede decirse que se van ensanchando, esponjando, hacia composiciones ingrávidas con muy poco grosor de materia y sintetizadas en un esquema de franjas horizontales. A veces, la abstracción, que en algunos momentos posteriores puede recordar el over field de Rothko y en otras, las placas geométricas de Poliakoff, se equilibra con algún elemento que recuerda su pertenencia a un paisaje, quizá una casa, un jarro, unas manzanas o el propio marco de la ventana desde la que es dirigida la visión.
Expuso sus obras por entonces individualmente de manera incesante: galería Theo (1970 —con un prólogo de su amigo Juan Benet—, 1972, 1974, 1978); galería Arteta (Bilbao, 1972); galería Ederti (Bilbao, 1980); catedral de Palencia (Palencia, 1981, con motivo del nombramiento como Hijo Predilecto de la Provincia); Sala Luzán (Zaragoza, 1983); galería Mainel (Burgos, 1985); galería Décaro (Madrid, 1986), y sala de Caja Salamanca (Palencia, 1988), que fue la última exposición personal antes de su muerte, ocurrida el 24 de junio de 1988. Antes de esa fecha, su obra fue reconocida en 1980 con el Premio Nacional de Artes Plásticas y en 1984 con el Premio de las Artes de Castilla y León. En noviembre de 1984 se inauguró la exposición antológica de sus pinturas en las salas Pablo Ruiz Picasso de la Biblioteca Nacional, y al año siguiente la muestra recorrió las capitales de Castilla y León. Además, pinturas de Caneja estuvieron presentes en exposiciones colectivas como: Arte de nuestro tiempo (galería Theo, 1974); Cubismo (galería Multitud, Madrid, 1975); El cubismo y su proyección actual (galería Theo, 1976); Premios Nacionales de Artes Plásticas (palacio de Velázquez, Madrid, 1980); Homenaje a Vázquez Díaz (Museo Municipal de Madrid, 1982); Arte español en el Congreso (Madrid, 1984); VII Salón de los 16 (Museo Español de Arte Contemporáneo, Madrid, 1987); El siglo de Picasso (Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, 1987), o Naturalezas españolas (Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1987).
Hacia la mitad de los años ochenta, la pintura de Caneja da cabida, entre el levísimo y fundamental paisaje, reducido ya a unas sucintas y aéreas bandas de colores terrosos y delgados, a ciertas presencias apenas corpóreas como la de un fino vaso de cristal en el que descansa un tallo seco, unos árboles esbozados, una figura o un desnudo casi imperceptibles o unos ciertos trazos abstractos de elocuencia mínima y oriental, como sucede en Japonés (1984). A veces, un interior es resumido en la caja cúbica de su arquitectura.
Pero será a partir de entonces y hasta el fin de su vida cuando componga una serie de pinturas de extremada alegría en el color —surge entonces una explosión de azules y turquesas hasta entonces inéditos— y de una como furia arrebatada en la ejecución —casi a manotadas— de la pintura. Esa pintura deshecha, liberada ya de cualquier armazón geométrico, que sólo aparece aludido por debajo de las manchas, era sin duda el canto de cisne de uno de los pintores más puros y esenciales del siglo xx español. A su muerte, el fondo que el pintor y su mujer (fallecida en 1997) conservaban pasó a formar parte de la Fundación Juan Manuel Díaz-Caneja, de Palencia, que se constituyó en 1995 para promover su recuerdo y la difusión de su obra. Pinturas de aquel fondo también pasaron, en gran número y en sucesivos legados, a las colecciones de las instituciones y museos en los que hoy pueden ser contempladas: Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Museo Municipal de Madrid e Instituto Leonés de Cultura. En 2005, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía dedicó a Caneja una gran exposición conmemorativa del centenario de su nacimiento, comisariada por Enrique Andrés Ruiz. En 2006, y como clausura de la conmemoración, Juan Manuel Bonet comisarió para la Fundación Díaz-Caneja de Palencia la exposición Caneja, sus contemporáneos, sus amigos, su estela.
Obras de ~: Fábrica de harinas, 1935; Mujer en la playa, 1945; Iban a comunicar, 1948; Mujer peinándose, 1950; Pueblo, 1954; Pueblo entre trigo, 1960; Paisaje cubista, 1961; Mosaico de tierras, 1974; Voy a comprar pinturas, 1974; Japonés, 1984.
Escritos: Versos ocultos, Madrid, Torremanrique, 1991 (reed. Burgos, Fundación Instituto Castellano y Leonés de Cultura, 2006).
Bibl.: E. Llosent Marañón, La emoción del espacio en la pintura de Caneja, Madrid, Museo de Arte Moderno, 1951; J. Suárez Carreño, Castilla y Caneja, Madrid, Museo de Arte Moderno, 1951; G. Diego, Caneja, Santander, Galería Sur, 1952, G. Celaya, Juan Manuel Caneja, Madrid, Dirección General de Bellas Artes, 1959; J. M. Moreno Galván, Caneja, Ochoa, Pacheco, Lisboa, Diario de Noticias, 1961; G. Boudaille, Juan Manuel Caneja, París, galerie du Passeur, 1964; M. Andersen y U. Harder, Caneja, Copenhague, galería Allen, 1965; J. A. Gaya Nuño, Palabras sobre Juan Manuel Caneja, Madrid, galería Biosca, Madrid, 1966; F. Chueca Goitia, “Juan Manuel Caneja”, en Materia de recuerdos, Madrid, Revista de Occidente, 1967; B. de Otero, Con un cuchillo brillante, Madrid, galería Theo, 1968; J. Benet, Caneja, Madrid, Galería Theo, 1970; F. Chueca Goitia, Caneja, Madrid, Galería, 1972; E. Azcoaga, Juan Manuel Caneja y la levedad de Castilla, Madrid, Ministerio de Cultura, 1981 (Premios Nacionales de Artes Plásticas); VV. AA., Exposición Homenaje a J. M. Díaz-Caneja, Palencia, Diputación, 1981; F. Calvo Serraller, “Caneja, a solas con la pintura”, en VV. AA., J. M. Caneja. Exposición antológica, Madrid, Ministerio de Cultura, 1984; Juan Manuel Caneja. Exposición itinerante, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1985; J. Benet, “Caneja, Juan Manuel”, en VV. AA., Otoño en Madrid hacia 1950, Madrid, 1987; VV. AA., Caneja, Palencia, Fundación Díaz-Caneja, 1988; Textos de A. Gamoneda, L. Fernández, C. Gurméndez y J. Villán, en J. M. Díaz-Caneja, Versos ocultos, op. cit.; Textos de J. M. Bonet, S. Amestoy y J. Villán, en Juan Manuel Díaz-Caneja, Madrid, Centro Cultural Conde Duque, 1994; J. M. Bonet, Juan Manuel Díaz-Caneja Una vida por la pintura, Palencia, Fundación Díaz-Caneja, 1995; J. M. Bonet, J. Brihuega y J. Villán, Legado Juan Manuel Díaz-Caneja en el IVAM, Valencia, Instituto Valenciano de Arte Moderno, 1997; J. M. Bonet, E. Andrés Ruiz y J. Villán, El legado de Juan Manuel Díaz-Caneja en el IVAM, Madrid, Fundación Juan de Borbón, ICO, Círculo de Bellas Artes, 1998; S. Amestoy, Catálogo de la exposición Díaz-Caneja/ Vela Zanetti, Palencia-Burgos, Fundación Díaz-Caneja- Fundación Vela Zanetti, 1998; J. Villán, Caneja, una mirada del siglo xx, Madrid, Akal, 2001; F. Calvo Serraller, Caneja, Segovia. Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente, 2003; E. Andrés Ruiz, S. Amestoy, C. de Vera, J. Villán, J. González de la Torre y P. Alarcó Canosa, Caneja. Centenario del nacimiento (1905-1988), Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2005; J. M. Bonet, Caneja, sus contemporáneos, sus amigos, su estela (catálogo de la exposición), Palencia, Fundación Díaz-Caneja, 2005.
Enrique Andrés Ruiz