Castellano y Villarroya, Tomás. Zaragoza, 5.III.1850 – Madrid, 11.VI.1906. Político y financiero.
Nacido en un hogar de la alta burguesía empresarial, estudió de modo descollante las carreras de Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Zaragoza, doctorándose en ambas de modo simultáneo y con igual notabilidad. Muy poco después, apenas cumplidos los veinticuatro años, era diputado provincial por Ejea-Sos y al siguiente año, con la restauración canovista, figuró ya como miembro del Congreso de los Diputados, en el que, a partir de 1878 y a lo largo de trece legislaturas, representó a la circunscripción de Zaragoza-Borja hasta su muerte. Ejemplo insuperable de las formas caciquiles y oligárquicas en que se expresaron las prácticas gubernamentales en la España de fines del siglo xix, con un poder tentacular abarcador de todos los ámbitos de la vida aragonesa de la época, el partido conservador halló en él su figura más decisiva a la hora del control de militantes y tareas. En una labor realmente infatigable en la que, a menudo, no aparecieron deslindados los intereses institucionales y públicos con los privados, sus esfuerzos y gestiones en las instancias supremas madrileñas y zaragozanas produjeron frutos considerables para el equipamiento económico y social de la región aragonesa.
Muestra relevante de ello fueron la construcción de los pantanos de Mezalocha y la Peña, la de los puentes del Pilar en la capital cesaroagustana y el Gallur sobre el mismo río Ebro, la reconstrucción de la famosa iglesia parroquial zaragozana de Santa Engracia, derribada por los franceses en el primero de los sitios, la potenciación del ferrocarril de Cafranc, cuya primera Junta presidió; la edificación de escuelas y centros de beneficencia en diversos lugares de las tres provincias de la región, etc. Con clara visión de los pilares en los que debía basarse el proceso modernizador de su territorio natal y una aguda percepción de sus intereses empresariales, fomentó sin descanso diversas industrias agropecuarias —harineras, azucareras, vinícolas, cárnicas—, erigiendo al mismo tiempo varias otras, como las de papel o las químicas, ocupando de ordinario la cabecera de sus correspondientes consejos de administración. Todo ello fue facilitado en alto grado por su participación como principal accionista de la Casa Banca Villarroya y Castellano —matriz del futuro Banco de Aragón (1910)—, en cuya puesta en marcha en 1819 intervino de manera primordial su propio padre. Conforme a la praxis habitual en los grandes cacicatos de la época, el poder e influencia omnímodos de Tomás Castellano descansaba igualmente en otra pieza fundamental para el dominio de la opinión pública, El Diario de Zaragoza, órgano periodístico del conservadurismo, cuya propiedad ostentó.
Seguidor de estricta observancia y numantina fidelidad de Cánovas del Castillo, permaneció leal a su persona y disciplina en la crisis silvelista de comienzos de los años noventa, acreciendo así la singular confianza que el líder conservador depositó en sus cualidades y carácter. Justamente, la creencia de que unas y otro resultaban indispensables para la resolución del conflicto cubano que centraría prioritaria y obsesivamente la formación del último gabinete rectorado por el creador de la Restauración, llevó a éste a imponerle su participación en él, contrariando su inclinación a permanecer entre bastidores y a la sombra de los primeros escenarios de la política. Postrer titular del ministerio de Ultramar, su concurso, en efecto, en el gobierno vino dictado por la exigencia de asegurar a todo trance la cobertura económica de una contienda en la que Cánovas estaba dispuesto a “consumir hasta el último hombre y hasta la última peseta” para imponer su término definitivo por la vía militar, antes de abordar cualquier otro procedimiento que condujera a una amplia y operativa autonomía de la Gran Antilla en el marco de la Corona española. Los acreditados conocimientos empresariales y el prestigio y ascendiente de que gozaba el prohombre aragonés en los medios financieros europeos, cuya simpatía semejaba ser esencial a efectos de crear un clima político favorable a la posición española y a eventuales pero nada descartables empréstitos, a causa sobre todo de la fuerte reticencia de las elites cubanas a contribuir a los cuantiosos gastos generados por la campaña, en completa oposición así con lo acaecido en la guerra de veinte años atrás.
Precisamente, el vencedor en ésta, el teniente general Arsenio Martínez Campos, será nombrado —en la primera disposición dada por el gabinete— capitán general de Cuba con la exclusiva misión de poner fin a un conflicto en el que la intervención norteamericana era cada día mayor y más descubierta. Frente a la actitud pesimista casi desde su desembarco en La Habana, la expresada por el ministro en la asidua correspondencia intercambiada entre ambos fue, por el contrario, de casi exultante optimismo ante la atmósfera de generalizado entusiasmo reinante en la Península cara al resultado final de la acción bélica contra los mambises. Forzada o espontánea, la sintonía del ministro de Ultramar con el totorresismo (de “tot o res”, todo o nada) de su presidente y amigo era completa.
Posición acentuada cuando Valeriano Weyler reemplazó, en febrero de 1896, a Martínez Campos.
Las numerosas misivas intercambiadas entre ambos no dejan ninguna duda del absoluto respaldo del ministro al general mallorquín en su estrategia de guerra total y en su mutua complicidad acerca del exitoso término que alcanzaría en un tiempo no demasiado largo. Pese, sin embargo, a la armoniosa colaboración que caracterizaba el trabajo del ministro con Cánovas, éste no refrendó por entero algunas de las medidas monetaristas —en especial, curso forzoso de la peseta, que aumentó su depreciación— adoptadas por Castellano en la isla caribeña a fin de asegurar parte de los caudales requeridos por las perentorias demandas de los generales en jefe con el objeto del adecuado aprovisionamiento de unas tropas crecientemente malquistas por la población civil. El político aragonés era el único miembro del gabinete que acompañaba a Cánovas en el momento de producirse su muerte a manos del anarquista Angiolillo y a él se debe el famoso telegrama en que se comunicaba su asesinato, modelo de prosa notarial al par que emotiva. Por fidelidad más a la memoria de su jefe político que por disciplina militante, Castellano formó parte como ministro de Hacienda del primero de los gabinetes puente pilotados por el general Marcelo Azcárraga, sin que las circunstancias ni el tiempo en la nueva cartera —del 8 de agosto de 1897 al 4 de octubre del mismo año— dieran ocasión a la puesta en práctica de un mínimo programa.
El singular vínculo amistoso adunado entre Cánovas y Castellano volvió a ponerse de manifiesto con la nueva escisión del partido conservador a raíz del magnicidio, alineándose Castellano en el grupo de los Caballeros del Santo Sepulcro, sin acatar, siquiera fuera momentáneamente, el liderazgo de Francisco Silvela.
En un plano menos oficial y público, la especial consideración usufructuada por el prócer zaragozano en el círculo más íntimo del canovismo viene explicitada por su presencia entre los muy escasos guardianes de la memoria del estadista malagueño que rodearon y cuidaron a su viuda hasta su tránsito en 1901. Así como se integró en el primero de los gabinetes-puente abanderado por Azcárraga, también constituyó parte del último e igualmente como responsable de Hacienda.
El mes que durara —de diciembre de 1904 a enero de 1905— impidió otra vez que la experiencia y talentos en la materia atesorados por el hombre público aragonés pudieran hacerse visibles, como se habían revelado de modo elocuente en su gestión como gobernador del Banco de España —de diciembre de 1903 a diciembre de 1904—, en el que sus afanes por reducir la circulación fiduciaria e impulsar el desarrollo mediante la expansión del crédito y el fomento del trabajo nacional llegaron a buen puerto.
El ayuntamiento de su ciudad natal lo nombró hijo predilecto en 1895.
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José Manuel Cuenca Toribio