Florencio de Carracedo, San. El Bierzo (León), c. 1090 – Carracedo (León), 25.XII.1152. Eremita, monje cisterciense (OCist.) y abad de Santa Marina de Corullón, trasladado a Carracedo. Propulsor de su unión a la reforma del Císter.
Parece incuestionable que este monje intentó implantar en Carracedo la reforma del Císter y hasta vivió sus observancias, pero no tuvo la suerte de que el capítulo general de la Orden accediera a sus deseos, sin que se sepan los motivos. Los historiadores antiguos del Císter le incluyen entre los santos de la Orden y, modernamente, fray Justo Pérez de Urbel le incluye también en el Diccionario de Historia Eclesiástica de España.
El nacimiento de Florencio lo colocan en el Bierzo sin señalar lugar ni fecha. Sólo se sabe que en los primeros años del siglo xii aparece haciendo vida eremítica en las montañas de Corullón y, viéndose rodeado de un núcleo de discípulos, fundó el monasterio de Santa Marina de Valverde en las inmediaciones de Corullón. Allí se entregaron a una vida de perfección tan encumbrada, que llamaba la atención de los habitantes de la comarca, y a Florencio, por las pruebas evidentes de santidad de vida y disposición para solucionar los negocios, le eligieron como abad. Su fama de hombre santo trascendió a toda la comarca, favoreciéndole ampliamente tanto los fieles comarcanos como la reina doña Urraca, quien le hizo repetidas dádivas en favor suyo y de sus monjes. Y sucedió que su hijo Alfonso VII, hallándose en Carracedo y viendo la vida lánguida que llevaba la comunidad, deseando revitalizarla, de acuerdo con su hermana la princesa Sancha —promotora incansable de la reforma cisterciense—, buscó una persona adecuada capaz de llevarla a cabo. Pronto la encontraron en Florencio, el abad de Santa Marina de Corullón. Puestos en contacto con él y con sus monjes, éstos aceptaron satisfacer los deseos del Monarca y de su hermana Sancha.
Y como el monasterio de Santa Marina era demasiado angosto para albergar una comunidad respetable, aceptaron trasladarse todos a Carracedo hacia 1138. San Florencio satisfizo con creces las esperanzas que habían depositado en él, logrando levantar un edificio sólido y dotarlo de medios suficientes para poder albergar una comunidad numerosa que pronto se fue formando, por cuanto llegaban sin cesar nuevos candidatos atraídos por aquella vida santa entablada en Carracedo. El santo, consciente del papel que le correspondía como responsable principal de aquella entidad monástica, puso todos los medios para crear allí una escuela de perfección. Hay prueba palmaria de ello en que, habiendo arribado a Carracedo con un núcleo insignificante de monjes, se produjo una verdadera explosión de santidad de vida, logrando convertir Carracedo en un vivero de almas selectas que irradiarían espiritualidad en todo el noreste español.
Bajo su gobierno en Carracedo, que se extiende entre 1138 y 1152, florecieron allí simultáneamente san Pedro Cristiano, futuro reformador de San Martín de Castañeda y más tarde obispo de Astorga; san Gil de Casayo, monje enviado a reformar el citado San Martín de Castañeda, que terminó sus días haciendo vida eremítica en las montañas del Valdeorras, donde se conserva recuerdo imborrable; santo Domingo de Corullón, quien después de una vida santa en Carracedo, se retiró a una cueva del pueblo del mismo nombre, dejando ejemplos de vida admirable, según Herberto, otro de los monjes tenidos por santo, contemporáneo de los anteriores; por último, san Diego, sucesor de Florencio en la abadía que, a pesar de permanecer sólo tres años al frente de ella, dejó fama inmarcesible de santo. Seis monjes santos contemporáneos en un mismo monasterio es cosa infrecuente y sólo suele darse en épocas de especial florecimiento que coinciden con una figura excepcional que va delante con el ejemplo, un hombre de Dios. Tal es la alabanza que pregona las virtudes heroicas de Florencio, verdadero pastor que en todo momento iba delante de sus ovejas.
En esta floración espléndida de santos, se descubren unas raíces ocultas que laten en la vida del santo.
Los catorce años trascurridos en Carracedo fueron de suma trascendencia. Se hallaba el santo en la plenitud de su vida, viviendo intensamente la espiritualidad benedictina, y habiendo tenido noticia de la santidad de vida que había infundido en los monasterios de Francia la nueva observancia cisterciense, que acababa de introducirse en España, el santo, deseoso de adherirse a ella, de acuerdo con sus monjes puso los medios para incorporarse a la disciplina cisterciense, juzgando que la nueva savia que le infundiera san Bernardo serviría para que sus monjes vivieran con más perfección el ideal monástico. Puso los medios para que Carracedo se integrara también en el Císter, pero no se sabe por qué la Orden no aceptó bajo sus auspicios al monasterio de Carracedo, a la sazón cabeza de un grupo de monasterios que le estaban sujetos. No fue hasta los últimos años del siglo xii, o quizá en los comienzos del xiii, pues la cronología de incorporación de los monasterios señala la de Carracedo en 1203.
A pesar de que la Orden del Císter no admitió a Carracedo en tiempo de san Florencio, sin embargo, como él fue quien impuso las observancias del Císter en la casa, bien puede ser considerado monje cisterciense, aunque sólo sea por los motivos expuestos. A pesar de ello, lo mismo Manrique que Crisóstomo Henríquez, le consideran dentro del catálogo de los santos cistercienses, aunque en rigor no puede ser considerado. Su muerte la señalan los historiadores el 25 de diciembre de 1152, habiendo sido inhumado en uno de los nichos del panteón de Carracedo, mandado construir por doña Sancha en su propio palacio real, alzado en medio del monasterio. Sobre su sepultura se grabaron unos sentidos versos que decían: “En este sepulcro se encuentra Florencio, abad preclaro, queridísimo del pueblo, frágil de cuerpo, prelado del rebaño del Señor. Poderosamente florecía en la virtud de la pureza y en el valor de la verdadera ciencia, en los dichos en los hechos. Vivió con auténticas y sobresalientes virtudes, como hombre espiritual y santo”.
Mientras hubo monjes en Carracedo, aquel sepulcro fue tenido en máxima veneración, pero al llegar la desamortización en 1835, al ser arrasado el monasterio, fue profanado en la esperanza de hallar dentro de él algún tesoro. Así, quedó abierto y expuesto a las profanaciones continuas hasta que, en 1858, el obispo de Astorga mandó recogerlos y colocarlos en una arqueta de madera al lado del altar mayor. Años más tarde, otro prelado, Marcelo González Martín, ordenó trasladarlos a la catedral de Astorga, donde se hallan en la actualidad.
Bibl.: A. Manrique, Santoral Cisterciense, t. II, Burgos, 1610 (10 de diciembre); A. de Yepes, Corónica General de la Orden de San Benito, t. V, Valladolid, Francisco Fernández de Cordona, 1615, fols. 227 y ss. (Madrid, Atlas, 1959-1960); C. Henríquez, Menologium Cisterciense, Antuerpiae, ex oficina Plantiniana Balthasaris Moreti, 1664, día 10 de diciembre, pág. 413, nota b; A. Quintana Prieto, Monografía Histórica del Bierzo, Madrid, Talleres Tipográficos Ferreira, 1956, págs. 213-214; Santoral de la diócesis de Astorga, Astorga, Gráficas Cornejo, 1966, págs. 75-77; El Obispado de Astorga en los siglos IX y X, Astorga, Archivo Diocesano, 1968, págs. 481y ss.; El eremitismo en la diócesis de Astorga, Pamplona, 1970, pág. 411; “La Reforma del Císter en el Bierzo”, en Archivos Leoneses, n.º 49, XXV (1971), págs. 77 y ss.; J. Pérez de Urbel, “Florencio”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 941; D. Yáñez Neira, “El Monasterio de Carracedo, cantera de almas santas”, en Cistercium, XLIII (1991), págs. 52-55; J. A. Balboa Paz, El Monasterio de Carracedo, León, Ediciones Lancia, 1991, págs. 30 y ss.; F.º González, Fundación y datación del Monasterio de Carracedo, según el manuscrito de fray Jerónimo Llamas, Ponferrada, Institución Virgen de la Encina, 1993, págs. 210 y ss.; P. Alonso Álvarez, Los abades del monasterio de Carracedo, 990-1835, Ponferrada, Imprenta Peñalba, 2003, págs. 38-41.
Damián Yáñez Neira, OCSO