Carrandí y Menán, Francisco. Colunga (Asturias), c. 1679 – Cartago (Costa Rica), 22.X.1741. Gobernador interino de la Audiencia de Guatemala y alcalde mayor de Sonsonate.
Sus padres fueron Mateo Carrandí y Catalina de Menán. Nació en la villa de Colunga, en Asturias. Casó con Francisca de Cienfuegos.
Gobernador interino nombrado el 1 de septiembre de 1736 por el presidente de la Audiencia de Guatemala al haber fallecido el gobernador Vázquez de la Cuadra. Tomó posesión el 24 de diciembre de 1736. Gobernó hasta 1739.
Había servido en el Ejército en varias campañas. En España desempeñó puestos importantes y en América fue alcalde mayor de Sonsonate por espacio de doce años.
Habiéndosele encargado hacer un reconocimiento de la zona de Matina, con el fin de localizar un punto donde se pudiese construir un fuerte para defender el valle de los ataques de los piratas y zambos mosquitos, el gobernador Carrandí encabezó una nutrida expedición que salió de Cartago el 17 de septiembre de 1737, y de la cual dejó un interesante relato titulado Diario y Viaje al Valle de Matina.
La víspera de la salida hubo una gran expectación en la ciudad de Cartago, se celebraron misas, se hicieron rogativas, y las campanas de las iglesias no dejaron de repicar. Los cartagineses se daban buena cuenta de los muchos peligros que entrañaba el viaje y Carrandí habría de saberlo muy pronto. Iban en total setenta y una personas, incluida una compañía de infantería para escolta del gobernador, con treinta y tres mulas para portar los víveres. Pasaron por Ujarráz, Quebrada Honda, Turrialba y otros lugares. Largo, difícil y peligroso fue todo el trayecto hasta que arribaron el 2 de octubre a la desembocadura del río Matina. Allí el gobernador envió comisiones a uno y otro lado del río para que realizaran un reconocimiento de la región y buscaran materiales de construcción.
Realizado el objetivo, después de tres días de permanecer en aquellos sitios, Carrandí decidió el regreso, dejando antes como teniente del valle al sargento Tomás Muñóz de la Trinidad en lugar de Francisco Fernández de la Pastora, quien, por estar enfermo, necesitaba salir a curarse. La ruta de regreso se varió con el propósito de visitar Atirro, Tucurrique y otros pequeños poblados; como es de suponer, se encontraron iguales o mayores dificultades que a la ida por las horribles penalidades del camino, “que no debe llamarse camino de racionales, escribió Carrandí en su Diario, porque de milagro se puede salir de él”.
Y qué decir del clima propio del valle de Matina y de las enfermedades que allí reinaban. “Aquello, dice don Cleto González Víquez al comentar esta expedición de Carrandí, era el acabadero de los blancos; por lo cual los dueños de las haciendas, cuando mucho iban a visitarlas por San Juan o Navidad, es decir en tiempo de cosechas. Matina era el calenturero más famoso”. Carrandí volvió de allí muy impresionado y por ello escribió: “No es ponderación: por la fe que profeso a V. S., no volviera a Matina con sola mi familia a negocio que no fuera de Dios, del Rey o bien común, si me dieran mil pesos, hallándome tan escaso de estos bienes, pues de la gente que llevé expiraron uno en mi cuartel y otros desde que salieron, toda mi familia enferma, hasta mi hermano con pocas esperanzas y yo de convaleciente; que he llegado a presumir que el que allí plantó primero, o fue para no salir y comerciar por aquella mar, o para ocultarse de algún crimen atrocísimo”.
Por fin, el 15 de octubre llegó la expedición de regreso a Cartago, en un estado bastante lamentable; todos maltrechos, el gobernador con una muñeca dislocada y otros venían con llagas; uno o dos se habían ahogado al cruzar los ríos. El ánimo de Carrandí quedó reflejado en su Diario: “Matina que a los hombres acoquina y que a las mulas desatina”.
Como resultado de esa expedición fue emitida la Real Cédula de 30 de abril de 1739 en que se ordenaba la construcción de dos fuertes en la boca del río.
En aquella época, los eclesiásticos gozaban del privilegio de no pagar derechos por la exportación de cacao ni por la importación de mulas, y abusando de esto hacían negocios con perjuicio del fisco. Para terminar con ello, se hacía necesario derogar tal privilegio, pero el gobernador no tenía atribuciones para ello. No obstante, Carrandí y Menán exigió a un clérigo el pago de los derechos por una partida de mulas, y éste entabló juicio contra el gobernador ante la Audiencia, la cual lo destituyó en 1739. Esto constituyó una gran pérdida para la provincia, pues Francisco Antonio Carrandí y Menán había sido un gobernador estricto.
El día 12 de julio de 1737, siendo aún gobernador, había enviado un informe al presidente de Guatemala, en el cual informaba acerca del estado de las misiones en la provincia de Costa Rica. Conocedor de tal situación, Carrandí era testigo privilegiado de los grandes problemas de la administración colonial de la provincia de Costa Rica, porque hablando acerca del “deplorable y lastimoso” estado de las misiones en Talamanca, cerca del año 1710, reseñó la forma en que los zambos mosquitos hacían cautivos a los indios por la mar del Norte y los vendían en Jamaica a los ingleses.
Carrandí contaba además que los ingleses hacían caso omiso de los oficios que la Corte de Madrid había dictado al respecto, o de las peticiones de Jacinto de Pozo Bueno, ministro por la Corte de España en la de Londres, para que se restituyeran los indios apresados a las partes de donde se habían sacado. Tampoco se habían atendido las reclamaciones que en nombre de Su Majestad se habían hecho a Jamaica para esa restitución de los indios. Bien sabía Carrandí, tal como informaba, que un solo indio daba más trabajo y servicio que tres negros, y a ello se debían los excesos y desórdenes, pues los ingleses, a través de los zambos mosquitos, menguaban la costa de Matina, al norte de la provincia, llevándose indios y cacao, y saqueaban todo el valle.
Sobre Talamanca, Carrandí informaba de la gran cantidad de indios que allí residían, pero que la administración espiritual tenía en descuido y vejación. Siendo muchos de esos indios infieles, pensaba Carrandí que sería fácil su conversión. No obstante, dos veces al año los zambos mosquitos pasaban con sus piraguas, llegaban a Matina, se internaban en las montañas y hacían cautivos a los indios, complicando la empresa misionera. Carrandí proponía un plan para hacer frente a los mosquitos: decía requerir cien hombres armados y robustos, de quienes se ofrecía a ser el caudillo tanto para organizar la resistencia como para iniciar el repoblamiento de los naturales en parajes más seguros.
Este tipo de relatos de Carrandí permiten ver además el conocimiento que tenía acerca de los modos de vida de los pueblos indígenas. Decía que la experiencia de haberlos gobernado en paz durante más de doce años, le hacía ver que el indio era amante de su casa, sus árboles, sementeras, gallinas y demás animales domésticos; aborrecían la casa ajena y se hacían enemigos de quien les hacía daño, todo lo cual debía ser considerado a la hora de pensar en su poblamiento en conjunto con los ladinos.
Carrandí lamentaba el estado en que se encontraba Talamanca, pues la falta de misiones y los ataques de los zambos mosquitos, hacían que los indios talamancas se salieran por su voluntad a otros pueblos como el de Atirro. Esta ausencia de un “pastor espiritual” que los abrigara con caridad, pensaba Carrandí, hacía que grandes y pequeños murieran esperando su bautismo.
Carrandí afirmaba que este tipo de omisiones, negligencias y descuidos, además de los vicios y malos tratamientos, provocaban el “acabamiento” de los indios, así como la desolación y mengua de sus poblaciones.
Ante todo esto, el gobernador confiaba en la vocación de religiosos como fray Joseph de San Antonio Cevallos, o de fray Miguel Bermúdez, para adoctrinar a aquellos “miserables indios”. Carrandí veía en esos religiosos cualidades como la falta de codicia por los bienes temporales. Su presencia en la zona permitiría el aumento de la población y su reducción en la Ley de Dios, y sería agradecida y remunerada por Su Majestad.
Además de Talamanca, Carrandí se refería también a la deteriorada situación de pueblos como Boruca, Térraba (Térraba) y Quepo (Quepos), en donde predominaban la enflaquecida doctrina y política cristiana de los indios, y el mal ejemplo e insaciable codicia de sus guardianes reductores.
Como gobernador, Carrandí era consciente y dio testimonio de la mala correspondencia que los religiosos tenían con los gobernadores. En estos poblados era común la codicia y el apego a los bienes temporales, así como la falta de respeto constante a los indios, todo lo cual incidía en las dificultades para adoctrinarlos. Muchas de estas situaciones hacían que los naturales huyesen al monte.
Carrandí cuenta que una vez libró auto al gobernador y justicia de Boruca para que prendiesen a un negro esclavo que estaba fugitivo y pertenecía al teniente Baltasar Franco de Valderrama, “de cuya prisión y por razón de derechos envió a pedir dicho Guardián cincuenta pesos por su carta escrita a Valderrama, que allá la llevó para enseñar a V. S.; y últimamente, con nueva instancia de Valderrama, a más no poder consintiendo se despachó el negro por el doctrinero que allí dejó dicho Guardián, con dos Indios, pidiendo los cincuenta pesos y ocho pesos más para cada indio, como consta de la Carta original de dicho doctrinero, en que volvió mi orden sin obedecimiento alguno, que todo me lo reemitió la Sra. Da. Theresa Claver, mujer de Valderrama, sujetándolo a mi adbitrio, que produjo el que pagase por su trabajo á los Indios conductores los diez y seis pesos y á real y medio por cada día que lo tuvieron preso las Justicias en dicho pueblo de Boruca; cuyo particular suceso indica bien la mala correspondencia que estos religiosos usan por costumbre con los Gobernadores de esta provincia y el ningún respeto en que tienen constituido a los Indios, acrecentándose este vicio con tales ejemplos en pechos tan débiles; y la codicia y apego á los bienes temporales del enunciado Guardián, su imperio con los Indios, sin mezcla de fuero, lo persuaden las Cartas insertas en el testimoniado auto que últimamente proveí”.
El estado lamentable de las misiones, según Carrandí, afectaba el comportamiento de los mismos indios. Contaba que dos observadores le informaron con harto dolor de que, a imitación de los guardianes, los indios principales, a cambio de hachas, flechas y machetes, por treinta pesos más o menos, compraban los indios que salían de Talamanca, según su edad, quedando por esclavos hasta que se casaran si por ventura sucedía, y casándose quedaban libres en aquel pueblo; los guardianes que conseguían a los indios vendidos, los llevaban a la provincia de Nicaragua; y para facilitar sus comercios y granjerías de maíz, frijoles y otros frutos que expendían dichos guardianes en el partido de Nicoya conducidos por la mar en canoas, cargaban los indios con el peso que podían reportar sus hombros desde dicho puerto hasta el embarcadero, camino áspero de dos o tres días, sin pagarles cosa alguna.
Con angustia, Carrandí se preguntaba entonces qué amor y apetencia a la ley de gracia se podían engendrar entre indios infieles que naturalmente, como racionales, debían observar en sus continuas frecuentes comunicaciones estos desafueros y perversión del derecho natural de las gentes. Con estos relatos, Carrandí insistía en el estado de aquella administración espiritual, señalando la flaqueza de doctrina, los malos ejemplos, las faltas de respeto, la inaudita ambición y la pestilencial codicia, en la que los indios aún no habían visto allí obispo alguno.
El remedio propuesto por el gobernador para cesar con aquellos desórdenes y para que el pueblo convaleciera en el culto divino, en la piedad y en la religión, era colocar allí perpetuamente al reverendo padre fray Diego de Inza, de la religión seráfica, pues éste se había criado en caridad de los recoletos misioneros, cuyas sólidas virtudes lo justificaban y hacían conveniente para tal empleo, para que así se desterrara aquella calamidad que padecían en la provincia. Acompañado por un teniente que administrara justicia en tan remoto y necesitado paraje, podría recoger a los diversos y fugitivos para reducir a los infieles, poblando allí algunas familias ladinas. Esto permitiría poblar y empadronar con el propósito de que aquellos indios contribuyeran con algún tributo, pues eran hábiles con sus granjerías e industria de sus frutos de algodón y pita, a la vez que se establecería el culto y se desarraigaría la cizaña. Con tales propuestas, Carrandí sabía que estaba “sujeto a los odios, persecuciones y maliciosas acechanzas de los poderosos, soberbiosos que fascinan y oponen sombras á los procederes de aquellos que con temor de Dios, respeto á su Rey y observancia de la Ley se desembarazan y desvelan para vivir derechamente, á quienes, si en otro gobierno no he temido, menos lo debo hacer en éste, cuando considero que de entre mis persecuciones floreció la verdad, haciéndome feliz é instando la generosidad de V. S. para encargarme este Gobierno”.
Bibl.: L. Fernández. Colección de documentos para la historia de Costa Rica. Barcelona, Imprenta Viuda de Luis Tasso, 1907, págs. 255-264 (Informe del gobernador D. Francisco de Carrandí y Menán al presidente de Guatemala sobre el estado de las misiones en la provincia de Costa Rica. Año de 1737); R. A. Obregón, De nuestra historia patria. Los gobernadores de la colonia, San José, Universidad de Costa Rica, 1979; G. Malavassi y P. R. Gutiérrez, Diccionario Biográfico de Costa Rica, Costa Rica, Universidad Autónoma de Centroamérica, 1993.
Carmela Velázquez