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Juan Bautista Sacristán

Biografía

Sacristán, Juan Bautista. Maranchón (Guadalajara), 1.VII.1749 – Bogotá (Colombia), 1.II.1817. Arzobispo de Santafé de Bogotá, independentista.

Corrían malos tiempos para la metropolitana de Santafé, que estuvo vacante, de hecho, desde 1803 en que murió el arzobispo Portillo, hasta diciembre de 1816, año en que tomó posesión el doctor Sacristán, electo en 1804, quien, lamentablemente, murió a los dos meses, y Santafé volvió a pasar varios años sin pastor. El Cabildo eclesiástico escribía al Papa: “diu es viduata pastore”, en concreto desde 1803 hasta 1823.

El cursus honorum del nuevo prelado era brillante: doctor en Cánones, canónigo, provisor y vicario general de Valladolid y, en ocasiones, gobernador del obispado; por último, metropolitano de Santafé. Las fechas fueron: preconizado, a presentación real, el 17 de mayo de 1804; el 19 de junio firmó el Rey la Real Cédula de ruego y encargo al Cabildo; el 10 de julio el electo otorgó poder bastante para que, en su nombre, tomaran posesión; comenzó a gobernar, el 3 de noviembre, el deán doctor Pedro Echeverri y el arcediano doctor Pey Andrade, quien a la muerte del deán (3 de noviembre de 1808) gobernó con el provisor doctor Domingo Duquesne. Las bulas fueron despachadas en noviembre y un año después, sin que se sepa por qué, las ejecutoriales (diciembre de 1805).

En agosto de 1808 llegaba a Santafé la noticia de la invasión napoleónica y el destierro del Rey; un manifiesto de la Junta de Sevilla ordenaba prestar obediencia al Rey, y declarar la guerra a Napoleón. En efecto, en la Plaza Mayor de Santafé se juró al rey destronado, en la Catedral se cantó un Te Deum, y se predicó un sermón de contenido realista. El 30 de septiembre los gobernadores de la archidiócesis enviaron una circular al pueblo y al clero, exhortando a la paz y a la sumisión al gobierno monárquico. A primeros de 1809, la Junta Central se consideraba representante de la autoridad, y el Cabildo eclesiástico ofreció su adhesión a la corporación, en nombre de Fernando VII.

El prelado quería embarcar inmediatamente, pero fue imposible: la guerra con los ingleses y la invasión napoleónica suponían dificultades y riesgos. Lo haría en marzo de 1810, llegando a La Guayra el 7 de mayo. Una goleta inglesa le llevó a Puerto Rico, donde se consagró; en junio pasó a Cartagena, en agosto se instaló la Junta Provincial, asistiendo el prelado a la función religiosa en acción de gracias. Y se puso en camino para Santafé, siguiendo la “ruta precisa” del río Magdalena; iba despacio, visitando parroquias y confirmando, entre el entusiasmo de los fieles. En pleno río recibió un mensaje de la Junta de Santafé, deseando su llegada, pues “contribuirá al orden y al sosiego de aquella capital”. Era un estímulo, sin duda, pero demasiado fugaz; en Mompox recibió otro pliego, ordenándole que regresase a Cartagena, so pretexto de unos peligros que no explicaba. Lo que sí concretó con toda claridad era el deseo de la Junta: que el arzobispo, antes de ocupar su mitra, reconozca la Junta de Santafé, “con independencia del Consejo Supremo de Regencia”. El prelado respondió que regresaba a Cartagena, porque no podía cubrirse “de oprobio”; se quedó en Turbaco supliendo al párroco enfermo. En octubre de 1810, recibía copia del juramento que los prelados de Mérida y Caracas habían prestado a sus respectivas Juntas; y comentó: “cualquiera que sea la verdad de semejantes documentos”, no cambiaré ni un ápice en “materia de fidelidad a nuestro Rey y nuestra Patria”. Se quejaba, cierto, de tanta amargura y desolación, pero...

En noviembre, la Suprema de Santafé hizo público un documento singular: podía el prelado ocupar su sede si antes reconocía a “este gobierno, independiente [...] de cualquier autoridad que no sea la del Señor Fernando VII”. La invitación no suponía un cambio de postura en la Junta, pero era tentadora; sin embargo, monseñor Sacristán siguió inquebrantable en su decisión. No era extraño que desde la Península se le agradeciera en carta su lealtad, pero fue interceptada en Cartagena y remitida a Nariño; la representación nacional acordó “definitivamente, la absoluta inadmisión de este prelado”, lo que comunicó al Cabildo “para las providencias y efectos que son de su resorte”. Pero el Cabildo, con toda dignidad, insistió en que el prelado ocupara su sede, negándose a nombrar vicario capitular, como insinuaba el presidente.

El Consejo de Cartagena, siguiendo órdenes de Santafé, comunicó al prelado que, a la mayor brevedad, saliera para Estados Unidos. Se embarcó en enero de 1812, pero un temporal y los corsarios, lo condujeron a La Habana.

La fuerte reacción del pueblo obligó a Nariño a publicar el 9 de noviembre de 1812 un decreto de readmisión, encrespando los ánimos de los junteros contra el metropolitano, aunque el pueblo seguía clamando por su pastor. Pero el prelado estaba cansado, quería abandonar, pidió una sede en la Península, pero le dijeron que no era conveniente abandonar Santafé en aquellos momentos. En mayo de 1816 entraba el Ejército Expedicionario; Morillo detuvo a los gobernadores del arzobispado, y el capellán castrense, Luis Villabrile, asumió de hecho el gobierno eclesiástico.

Sacristán se puso en camino. Desde Cartagena escribió a Morillo protestando de su conducta con la Iglesia, y envió una pastoral a los fieles, justificando su postura anterior, pues no podía quebrantar los juramentos prestados al recibir las bulas. Por fin, el 5 de diciembre de 1816, entró solemnemente en Santafé, observando una actitud pacifista, sin molestar a ninguno de los partidos. Pero esta política acertada —la única posible en aquel momento— se truncó con su muerte, a los dos meses escasos de gobierno.

Se considera que la Junta cometió un acto injusto e impolítico, pues de momento nada ofensivo había hecho el prelado; un acto, tal vez, suficiente para que sus ojos se volvieran a la Regencia. Hubiera sido más lógico permitirle que tomara posesión, y después plantearle el reconocimiento. Más difícil aún es enjuiciar la actitud del prelado, pues parece que se trataba de un problema de conciencia. Pero, en el fuero externo, se trataba de una elección: o el gobierno peninsular o sus fieles de Santafé. Y pastoralmente no hay duda: lo primero, las almas. Cierto que estaba por medio el patronato, la presentación, el juramento de fidelidad...

No obstante, en aquel momento la junta reconocía al Rey, en cuyo nombre ejercía la autoridad, lo que facilitaba las cosas para ambas partes: para que el obispo prestara juramento, y para que la Junta dispensara de esta formalidad, pues en definitiva lo que le exigía era el reconocimiento al Rey. Fue un malentendido que tuvo consecuencias, de las cuales alguna pudo ser muy grave —como el llamado Cisma de Socorro— y que se reseña a continuación. El 11 de julio de 1810, la provincia de Socorro sancionó el Acta de su independencia, constituyó la Junta Provincial de Gobierno y nombró al magistral de la metropolitana —doctor Manuel Rosillo y Meruelo— diputado para que representase a la provincia en el Congreso General; éste juró, tacto pectore, proteger a la Iglesia, apoyar los derechos de Fernando VII y defender la independencia de Nueva Granada. En diciembre, la junta por unanimidad erigió un obispado, y propuso a Rosillo para ocuparlo. Levantaron acta; eran conscientes de que para su efectividad, precisaba la firma del Papa, pero si se negara, procederían conforme a sus intereses.

La Junta se creía en posesión de los derechos patronales, como representante del Rey, aunque evidentemente no los tenía. En enero de 1811, desconocía al Consejo de Regencia y establecía alianzas con los gobiernos de las provincias de Tunja y Pamplona.

El Cabildo metropolitano, debidamente informado, acordó proceder con suavidad; los gobernadores se dirigieron a Rosillo, con “amistad y energía”; a la Junta, haciéndole ver el atentado que había cometido, y a los curas, recordándoles los principios canónicos que algunos habían olvidado. Pero todo fue inútil; la Junta se declaró en rebeldía, incitando a los párrocos a desconocer la autoridad del arzobispado. Y los gobernadores publicaron una carta pastoral en la que calificaban el proyecto de sacrílego y escandaloso, expusieron con claridad la doctrina católica sobre esta materia, y ordenaron a aquellos, de alguna manera participantes, que se retractasen, bajo pena de suspensión, si eran clérigos, y de excomunión a los seglares.

Advirtieron que nadie admitiera cargos eclesiásticos que no procedieran de la curia metropolitana, pues de otro modo estarían viciados de usurpación y nulidad; ni se tuvieran papeles cismáticos, so pena de excomunión mayor.

La pastoral era fuerte y despertó reacciones; para la Junta de Socorro, era “un papel sedicioso y perturbador”, pues negaba que las juntas hubieran asumido los derechos patronales; rechazó el adjetivo de cismática, pues la provincia de Socorro no quería separarse del Pontífice romano; y en consecuencia, lo mandó recoger, ya que no había pasado por ninguna junta de gobierno, y por tanto se trataba de un documento subrepticio. Fue la reacción oficial; ideólogos cismáticos, por su cuenta, justificaron los hechos de Socorro, probando los derechos de la Junta con textos de autores regalistas; hay otros que refutaron el manifiesto y expusieron la doctrina ortodoxa.

Pero ha de apuntarse que el cisma no se consumó, afortunadamente, pues la Iglesia de Nueva Granada pasaba por momentos delicados: de las cinco diócesis que componían aquella provincia eclesiástica, estaban vacantes Antioquía y Popayán; en 1812 fue expulsado el obispo de Cartagena, al año siguiente moría el de Santa Marta, y el metropolitano, alejado de su sede. Por eso fue grande el peligro de que aquellas Iglesias, aisladas, se desentendieran de la Santa Sede. La Iglesia en Indias nació y vivió bajo la tutela de los reyes; aquella cristiandad no se comunicaba directamente con Roma, sino a través de Madrid; y así se entiende que aquella junta cometiera tan craso error, y que parte del clero vacilara y se dejara engañar; y se comprende así que los movimientos de emancipación produjeran gran desquiciamiento en las estructuras eclesiales.

Pero el cisma quedó sofocado en su origen, a lo que contribuyeron varias circunstancias: la acción inteligente de los gobernadores del obispado, la buena disposición de Rosillo, la intervención del arzobispo de Caracas, Coll y Prat, combatiendo el desafuero y los principios en que se apoyaba, sin olvidar el espíritu católico del clero y aun de las autoridades de Colombia.

Cabe, pues, preguntar cómo pudo aparecer este brote cismático, pero no hay respuesta unánime.

Groot, cercano a los hechos, piensa en el espíritu regalista de Llorente, que inspiró el libro de Frutos Joaquín Gutiérrez sobre la erección de obispados; y no da importancia a las ideas antirromanas de Miranda y de la Revolución francesa. Quizá sí influyeron, y en no pequeña medida, por esta razón: cuando Coll y Prat combatió el cisma, recurrió a dos documentos pontificios bien significativos, el breve Quod aliquantulum (1791) que condena la constitución civil del clero y las Letras monitoriales de Pío VI, dirigidas también al clero francés. La Constitución, síntesis de doctrinas galicanas, dice: el cuerpo electoral del departamento elegirá a los obispos, y el de distrito, a los párrocos. Por su parte, Miranda da reflejo de estas ideas en el esbozo de Constitución que elaboró en 1808, cuando dice: “La jerarquía del clero americano la determinará un concilio provincial que se convocará al efecto”.

Poco a poco aquel brote cismático se fue olvidando.

Rosillo se reintegró a su metropolitana, y el Socorro, a la obediencia de su obispo. Quedan el recuerdo y los documentos, que bien merecen la atención del historiador.

 

Bibl.: H. Rodríguez Plata, Andrés María Rosillo y Meruelo, Bogotá, 1944; J. M. Groot, Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1953; P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 1493-1835, Roma-Caracas, Universitas Gregoriana- Sociedad de Bolivarianas de Venezuela, 1959; J. Restrepo Posada, La Archidiócesis de Bogotá: datos biográficos de sus prelados, Bogotá, Lumen Christi, 1961; R. Vargas Ugarte, El episcopado en los tiempos de la emancipación americana, Buenos Aires, Huarpes, 1962; H. Rodríguez Plata, La antigua provincia del Socorro y la independencia, Bogotá, Editorial Bogotá, 1963; P. Castañeda Delgado, “El ‘cisma’ del Socorro y sus protagonistas”, en VV. AA., Homenaje al Dr. Muro Orejón, Sevilla, Universidad, 1979, págs. 259-279.

 

Paulino Castañeda Delgado

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